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sábado, enero 13, 2007

Misantropía y (des) esperanza




Existen momentos en que la mirada se hace compasiva y sólo capta lo bueno de las personas, de los colectivos, de las situaciones. Existen otros en que, por el contrario, como si de un periódico se tratase, sólo se perciben problemas, mil razones para desear que el mundo (no sólo humano) termine cuanto antes. No sería justo, más bien hipócrita, tras los escritos anteriores, dejar esos momentos en el olvido. Ciñéndome a las tres últimas reflexiones, a veces sólo constatamos que la juventud es insoportable, las familias agobiantes y la docencia un desastre sin remedio. Todo tejiendo un conjunto tan horrible que sólo quedan ganas de salir de esta caverna y no bajar jamás a ella. Tentación de todos, desde el mito platónico hasta hoy, pasando por Abentofail y su gacela.

Cada día es más penoso bajar a la caverna sabiendo el seguro fracaso en ella. ¿Quién va a escuchar que la bondad es mejor porque es ser y la maldad, aun siendo sólo tener, es lo deseable? ¿Quién preferirá la belleza a la comodidad por mucho que sepamos que ella es más divina? ¿Quién la verdad a la opinión propia por muy errónea, egoísta y torpe que esta sea? ¿Quién, en estos tiempos de imagen y más imagen, dejará de preferir esas sombras a las palabras iluminadoras que tanto esfuerzo nos exigen?


Los estados, los gobiernos, exigen que la enseñanza transmita esos valores que vamos soñando en estas reflexiones –justicia, diálogo, paz, belleza, amor, verdad y bien- pero la realidad social presenta el triunfo de la explotación, del robo, de la injusticia, de la prostitución, de la guerra, del triunfo de la violencia sobre cualquier otra realidad. El valor exclusivo del dinero, siendo válido cualquier medio conseguirlo excepto, parece, el mérito y el esfuerzo. El valor único de la diversión y de la droga. La falta de sentido, la inutilidad de la vida. Leer periódicos, sí, es desear que el mundo acabe cuanto antes. Hubo una ocasión que, sintiendo que la juventud se divide entre quienes sufren los peores padecimientos y quienes sufren viendo esos padecimientos –normalmente porque en clase de religión o ética (y normalmente profesoras) les hacen realizar trabajos acerca de todas las desgracias imaginables-, intenté elegir noticias en la prensa con acontecimientos agradables y me fue absolutamente imposible encontrar otra cosa más allá del triunfo de Osasuna.


Como, una vez más, parece que el viejo Platón sigue teniendo razón –esta vez cuando constata que “cada cual obra mal a medida de sus posibilidades”-, si bajamos a la caverna cotidiana nos encontramos con el desastre. Una gran mayoría de adolescentes desprecian todo lo que suene a conocimiento (¿acaso da dinero, acaso es divertido, conocer el pensamiento kantiano?), faltan al respeto a cualquiera que, en la docencia, pretenda ir más allá de la repetición y la amenaza, hacen sentir la inutilidad de tal trabajo y saben que, en caso de conflicto, podrán acabar con quien no les siga sus deseos de vagancia e indisciplina.


Muchas personas de la clase docente dan la impresión de no haber leído un libro de verdad ni siquiera cuando hicieron la carrera. Muchas son trepas, ignorantes, cobardes, chivatas e incluso dormitan en la vagancia. Tanto que nada importa si, aun pudiendo hundir a alguien de su estado, le sirve para elevarse en el escalafón y la carrera. Tanto que, con la excusa que sea, sienten que los libros no sólo son caros sino ciertamente inútiles. Tanto que, si tienen algún problema con alguien en su trabajo no dialogan con él para arreglarlo, sino que directamente –dando muestras de su baja catadura moral, acuden a la jefatura de estudios o a la dirección, haciendo del vulgar chivateo la expresión de su cobardía; y no importa que sean de historia, de literatura, de tecnología, o de cualquier otra asignatura que ninguna parece librarse de estos personajes. Tanto que hay quienes se limitan en clase a leer un texto (escrito por otras personas, por supuesto) creyendo que eso es la docencia. Como decía el otro, ¡Dios, qué tropa!


¡Qué decir de los padres y las madres (no queda más remedio, parece, en este ambiente, que citarlos a ambos) a no ser, muchas veces, que su mejor labor es no hacer nada! Ya no sólo porque siempre debe tener razón su descendencia por muy impresentable que esta sea. Ya no sólo porque, en conflicto, siempre perderá quien, pretendiendo enseñar, nunca podrá mantener la razón ante la administración, la dirección, el resto del profesorado, el alumnado y las familias. ¡Cómo va a tener razón un profesor si además es raro! Sin contar con toda esa caterva que, siendo vagos (y vagas) –cuando no algo peor- en su juventud, pretenden ahora que el fruto de sus vientres haga exactamente lo contrario de lo que hicieron cuando jóvenes y lo que, a buen seguro, siguen haciendo de en la madurez.


En fin, que, cuando más joven, mucho más, que ahora, pensaba que eran los hombres quienes ya no tenían remedio. Ahora, tras la gran esperanza feminista, comprobando cómo las mujeres van imitando lentamente lo peor de lo masculino –sin que suceda lo contrario-, la misantropía parece el único destino de quienes amamos la inteligencia, la belleza, la excelencia, la verdad y el bien.


No obstante, nunca me han faltado caminos de salvación que han logrado siga bajando a la caverna del fracaso. No sólo la parte de mi carácter que, incluso cuando es afectada duramente, no tarda mucho en el olvido. Tampoco la que me hace olvidar rápidamente las cosas malas del telediario y la rutina para serme casi imposible escribir el artículo que acabo de escribir. No ello, que sería tan personal que su interés sería asimismo nulo, sino una vieja frase de Heráclito avisando, a la razón común, que sólo quien no espera encontrará lo inesperado. Así, sin esperarlo, he encontrado gentes maravillosas en todos los estamentos citados, tanto que a veces me he sentido avergonzado ante su excelencia, tanto que me han hecho reconciliarme con la vida. Parece que he tenido mas suerte que el mismísimo Yavhé cuando, primero, sólo encontró bueno a Noé y, en otra ocasión, a Lot. Pues he encontrado más de diez madres maravillosas y padres excelentes, más de diez alumnas no sólo inteligentes sino bellísimas, más de diez alumnos asimismo dotados de gran nivel intelectual y humano, profesores que se desviven por su trabajo, profesoras que lo mismo.


Misantropía, sí, más con paréntesis de esperanza.



viernes, noviembre 10, 2006

Crisis de exceso

Quizás una de las causas más claras de la esterilidad creativa -en cualquier campo- sea el exceso de ideas y la incapacidad de elegir. Del mismo modo que quien no acaba de decidirse por un amor termina por quedarse solo, quien desea abarcarlo todo, finalmente se queda sin nada. Hay quienes, teniendo este problema desde la más tierna juventud, eligen estudiar filosofía, atraídos por la vocación de totalidad que tal disciplina posee. Mas incluso ahí la frustración acecha al comprobar la imposibilidad de un conocimiento absoluto y ordenado como si de un nuevo Hegel se tratase.

Si añadimos a ello las pesadas cargas de la vida moderna con su increíble falta de tiempo –increíble porque pareciera que los inventos de máquinas y aparatos deberían regalarnos más momentos para la creación- el asunto se complica. Porque hay quienes viven una vida peor que aquellas mujeres que, empezando a trabajar fuera de casa en los años setenta del pasado siglo, se vieron de repente aplastadas por el peso de dos jornadas de trabajo, la que habían tenido sus madres, las llamadas labores del hogar, lavar planchar, cocinar, criar hijos, etc. y además las horas de fábrica u oficina de los padres. Peor porque las dos jornadas han crecido hasta ser tres, al añadirse a los dos citadas las indispensables horas de soledad y creación robadas -¿a quien si no?- al sueño.

Con dificultad había quienes podían con tal exceso. Pero, de pronto, llega lo peor. Otro exceso, este de ideas. Si se ha logrado conquistar un cierto ritmo de lectura y escritura, es fácil que las Musas aparezcan rondando por los estantes de los estudios generando ideas extrañas que muchas veces recuerdan el quijotesco “del mucho leer y del poco dormir, poco a poco, se le fue secando el cerebro y acabó perdiendo el juicio”. ¿Os extrañaría, siendo así, oír a algunos de esos personajes afirmar con total seriedad que se les ha aparecido Bambulo, el perro que nos presentó Bernardo Atxaga, aconsejándole ciertos escritos, que han encontrado en el techo o en el cielo, entre las estrellas y la luna, algún texto definitivo para sus vidas o incluso que un gran hipopótamo rosa les había elegido para extender la verdadera religión?

Algo de eso me sucedió tras colgar aquí mi última reflexión. Sentía que ya no iba a tener problemas para realizar una reflexión –incluso varias- cada día, cada noche. Una sobredosis de ideas me asaltó de tal modo que volví a la situación de aquellos que se quedan sin nada por querer demasiado. He sido incapaz elegir en estos días si escribir sobre la muerte o sobre la vida, sobre los mitos o la filosofía, sobre mis lecturas literarias o de ciencia. Incluso si descansar unas semanas para retomar compulsivamente estas notas o revolotear por las mil diversiones que la vida moderna nos regala. ¿Conclusión? Como resultado del exceso sólo me ha llegado la nada.

¡Ah, mi vida mental! Me he solido enfrascar en demasiados trabajos totalmente inútiles que han servido no para ser más valorado en mi trabajo –ni por quienes mandan ni por quienes teóricamente deberían obedecer- sino para meterme en problemas. He escrito libros de texto que parecían ensayos o ensayos que parecían libros de texto logrando de ese modo la marginación y el olvido: Incluso habiendo acertado en uno de los cuernos del dilema, tampoco hubiera llegado el triunfo al no poder competir con editoriales que emplean cien o más personas para lo que yo elaboro solo. Muchas veces había decidido dedicar mis energías a algo más productivo que a una mala divulgación para caer de nuevo en trabajos similares e incluso en esto que no parece pueda llegar a ser nada entre millones y millones de blogs que hablan de asuntos más divertidos –por ello más buscados- que estas reflexiones que se pretendan filosóficas. ¿Debería dejarlo todo y centrar mis esfuerzos en plasmar lo mejor de mi mente en una sola obra, siendo capaz de elegir de una vez y dejar de revolotear cual mariposa en grupas de hipopótamos? ¿Debería hacer con la escritura lo que hago con la música, es decir, escucharla sin desear ser yo quien intente superar a los grandes de la historia? ¿Leer y nada más? ¿Dedicar la energía a lo que se llama vivir –ganar dinero, salir de noche, hacer el amor, comer, beber y esos asuntos poco mas que biológicos?

Mas, entonces, ¿qué hago con la sobredosis de ideas que me asalta? Me temo, sí, que tras esta crisis, seguiré haciendo la noche corta.

domingo, agosto 06, 2006

Alegrías y temores de un profesor en verano


Es curioso que las profesiones más deseadas en el imaginario tópico popular (la milicia por la creencia en sus grandes beneficios económicos, el sacerdocio por su escasez de trabajo y la enseñanza por sus largas vacaciones) sean a la vez las más odiadas y despreciadas, precisamente por la facilidad de ganar dinero, por no trabajar, por su inutilidad o por envidia. Tópico porque nadie ignora que la milicia es ahora refugio de quienes nada tienen y el sacerdocio de unos cuantos locos que trabajan a cambio de casi nada. ¿La enseñanza? ¿Qué decir si el propio alumnado afirma que ni en sus peores sueños desearían tal profesión, donde es preciso soportar a gentes como ellos? En esta última estamos, a esta última atacamos-defendemos.


En estos tiempos en que, como en casi todos, se critica la indisciplina del alumnado adolescente, su carencia de aficiones intelectuales, la falta de respeto hacia el profesorado, en fin, todas esas truculencias que tanto deprimen a quienes se dedican al imprescindible oficio de enseñar, acaso no vengan mal unas pinceladas de alegría y esperanza. No creo que en este asunto se pueda decir -tal vez en ninguno- que cualquier tiempo pasado fue mejor ya que el propio Platón ya se quejaba en su República de problemas similares. Si nos fijamos en nuestro pasado aparentemente añorado, ¿encontraríamos acaso más respeto o era simplemente el miedo que se extendía desde las alturas del dictador hasta los lugares más íntimos de escuelas y familias? ¿Encontraríamos realmente más lectores o sencillamente estábamos algunos raros que leíamos muchas veces sólo porque estaba prohibido? ¿Ha existido alguna época en que se haya leído más que ahora? No lo creo. Como tampoco que la juventud adorara a sus maestros ni maestras. Supongo que entonces, sea cual sea ese entonces, como ahora, la mayoría, esa minoría que podía acceder al estudio, soñaría únicamente con recreos, vacaciones, diversiones, amores y licores.


Nos queda, una vez más, conformarnos con la minoría y desear que se convierta, al modo juanramoniano, en inmensa minoría. Un conformarse que es satisfacción -sólo puede sufrir quien espere que en la caverna nadie se niegue a la luz y no al contrario- por haber logrado que unas pocas personas amen la luz del mediodía, continuando con el mito de Platón. De este tipo, de las pocas personas que aceptaron la luz de la caverna, son las satisfacciones que suelen encontrarse en el verano, muchas veces cuando menos las esperamos.


Así, placentero es que una de las alumnas más bellas e inteligentes del curso pasado, estando en compañía masculina, no haga como que no me ha visto, sino que me salude con la más encantadora de sus sonrisas. Es agradable que, mientras repostaba gasolina y contemplaba un espectacular todoterreno a mi lado, reciba una amplia sonrisa de una hermosa mujer que me recuerda ser la madre de un ya antiguo alumno. Casi emocionante que, al ir a cenar a un restaurante, la camarera nos reciba con un par de besos a mí y a mí esposa. Como recibir alguna carta donde otra alumna, más antigua todavía, me agradece los consejos de mis clases y, además, sigue citando el libro de ética que escribiera para el curso. O que, en fiestas de algún pueblo, alguien te diga que conserva mis exámenes de hace más de una década. Sigue siendo esperanzador que personas ya universitarias se introduzcan en mi ordenador para compartir experiencias, preguntar dudas o desahogarse ante las dificultades de la vida. Que actuales fontaneros y sus novias, tras una cena en su peña, me pidan palabras filosóficas hasta altas horas de la noche. Incluso, a veces, cuando falta todo no deja de ser uno de los grandes placeres el releer algunos de los comentarios críticos realizados a fin de curso, si estos hablan de que gracias a mis palabras se despertó la luz del amor al saber en sus almas.


Mas son casos extraños, porque la mayoría sigue prefiriendo la caverna. Aquí es cuando me pongo en el lugar de Yavhé, cuando Lot le preguntaba si perdonaría a Sodoma si encontrara diez personas justas en ella. Incluso dos. Al no encontrar sino una, nadie ignora la tormenta de azufre y fuego que la destruyó junto a Gomorra. Estos son los temores que me acosan al acercarse el inicio de otra bajada a la caverna del fracaso inevitable: ¿merece la pena tanto esfuerzo, tanta siembra, sabiendo de antemano que únicamente unas pocas semillas germinarán tras el largo embarazo de nueve meses que nos aguarda?


miércoles, julio 26, 2006

Desde "La Segunda Mujer" (de Luisa Castro)




Media casualidad. ¿Es esta la razón de mi lectura veraniega de esta novela tan comentada, según he llegado a saber, en Cataluña -según la grafía antigua? No parecen razonables las mitades pero algo de eso hay. Porque acaso sean no medias sino tercias, cuartas o quintas casualidades –acaso ninguna-, vayamos a saber. Como los diálogos, triálogos o cuatriálogos de Giordano Bruno. Dado que no tenia ningún deseo de leerla, ni siquiera la conocía hasta hace unos días, fue el verla en manos de mi esposa en las playas canarias el detonante de su lectura. La no casualidad venía de que se la había prestado una persona que conocía nuestra historia. Tampoco, al conocer el tema, podré hablar de azar en su lectura. Pues siempre he leído historias de profesores de filosofía o similares enlazados, más allá de los años, en el amor como un fuego con su aire, que dijo el poeta de Moguer. Recuerdo “Un peso en el mundo” de J.M. Guelbenzu, por ejemplo, y mil historias, también teorías, de la seducción. Recuerdo, incluso, la “Memoria de mis putas tristes” de García Márquez, la “Lolita” de Nabokov, o “el Animal moribundo” de Philip Roth. Historias que me rozan, que ayudan a comprender. Pues ya se sabe que, además de convertir el trabajo en placer, hacer sabiduría del amor es mi lema fundamental.

Lectura rápida –no merecía más-, insoportable sensación de que no merecía ni siquiera citar, al principio, una frase de Coetzee, de “Desgracia”, este sí un gran novelista, de los mejores -¿cómo medir si el mejor entre tanta calidad?- de su generación. Deseo de crítica total, recuerdo de “Bella del Señor” de Cohen, aquí sí la sabiduría del amor en lugares inaccesibles para Luisa. Tanta rapidez, tanta crítica, tanta sensación de haber perdido el tiempo, que sólo el ser verano y el haber adquirido algún conocimiento inesperado sobre el origen último de la historia me hacen escribir. Novela y venganza” es el título del comentario que, en su blog “el ángulohizo Ricardo Pita hace ya algunos meses. Comentario que hizo cierta mi fácil sospecha -que una novelista gallega ponga de protagonista a una novelista gallega era suficiente- de que algo de autobiográfico había en la novela. Puesto que tal novelista, en la realidad, estuvo casada con un “gran hombre” catalán que le doblaba, o más, la edad y con el que, antes de separarse, tuvo dos hijos.

Es el nombre del personaje, no Gaspar, sino el real, quien decididamente me obliga a escribir unas palabras en este “diario” que pretende aunar emoción, recuerdo, plan, erudición, reflexión y autobiografía, todo ello envuelto en las ideas del aire (sin ser Bob Dylan –recordado por su reciente visita a Donosti-Easo-San Sebastián- y sin haber creído todavía que “la respuesta está en el viento”). Xabier Rubert de Ventós parece ser el nombre real de Gaspar. Este hombre, nacido en la aristocracia catalana, conocido hoy día más por sus actividades políticas alrededor del Estatuto catalán, que por las que, en mi juventud, le conocían. Actividades estas relacionadas con el mundo del arte y de la estética: puesto que saltó a la fama en los años sesenta y setenta por sus publicaciones sobre estos temas (“el arte ensimismado”, “teoría de la sensibilidad”, “la estética y sus herejías”, entre otros).

Revelación esta que me tiene anonadado. Pues no es este el recuerdo que me queda de Rubert, al que conocí el 10 de julio de 1975, hace ahora la friolera de treinta y un años, y del que conservo, como regalo preciado, su primer libro antes citado. Tal encuentro sucedió de un modo no sé si rocambolesco o natural. Al menos si es cierto eso de que el “carácter es el destino”. Resulta que, tras los primeros versos de mi adolescencia, algún demonio socrático o diosa parmenídea me inyectó en mi cerebro una pregunta que todavía no he sabido responder pero que ha sido la causa de mis logros y fracasos a lo largo de mi vida. ¿Qué es la belleza? Esa era la pregunta. Esa pregunta que me llevó a amar más a Juan Ramón que a Machado en tiempos en que eso era casi peligroso. Que me hizo saber de memoria “el himno a la belleza” de Beaudelaire, que me hizo decidir mis estudios por escuchar que era en la carrera de filosofía -aun siendo en el quinto y último curso de la misma- donde se hablaba de tal asunto. Tanto es así que, cuando llegué al momento de estudiar lo que se denominaba “Estética”, ya había leído la kantiana “Crítica del Juicio”, la “Estética” de Hegel, varias historias generales del tema, había escrito numerosos estudios sobre lo bello, había leído tanto que el profesor, apenas sabedor del tema en San Agustín, me pedía a mí bibliografía. Desilusión, sí, fue lo que supuso mi encuentro con Don Luis Rey Altuna, alto cargo de educación, profesor, por ello, en la ilustre universidad de la obra divina, donde saqué el título - no donde estudié, que eso lo hacía en la soledad y silencio de mi habitación, robando horas al sueño, que no era mucho entre clases, trabajo, lectura y redacción.

La ignorancia de mi profesor la paliaba, entre otras lecturas, con los libros de Ventós. Hasta aquí cierta normalidad. Quizás menos mi osadía de escribirle y menos todavía su respuesta, su invitación a su casa y nuestra conversación, durante la que me ofreció contratarme como ayudante en la universidad, cosa que no se realizó puesto que fue detenido por algún asunto de opinión, asuntos que seguramente hoy nos harían sonreír de incredulidad. Me quedó la impresión de un hombre sencillo, a pesar de su posición social y de su fama, con el que sólo por la mala suerte de no haber muerto todavía el dictador y no haberse instaurado esta imperfecta democracia, no pude trabajar.

De ahí mi sorpresa cuando me dicen que un hombre (teóricamente de ficción) que desprecia a la servidumbre sólo por su origen social, que vive en la corrupción – lo de hacer aprobar a su hijo, consiguiendo las preguntas de la oposición y darle trabajo en la Generalitat , se cuenta como algo normal en su vida-, que desee una hija y luego no solamente se niegue a cualquier esfuerzo de crianza sino que sea capaz de darle una paliza por un miserable y normalísimo llanto, trate a las mujeres casi (¿casi?) como objetos, no sea capaz de ninguna sensibilidad, entre muchos otros defectos, es precisamente ese con el que, hace treinta años, mantuve una conversación más o menos filosófica.

Porque lo peor viene aquí. Una de las críticas que se le hace en la novela es que opinaba que nada se arregla con palabras. Lo cual, en un filósofo, siempre hijo de Platón, es tan grave como no creer en el amor siendo practicante de la religión de Cristo. Por supuesto que conozco mil fracasos, muy pocas personas están dispuestas a un diálogo que busque verdad y justicia, pero no puedo sino esforzarme en conseguirlo a no ser que desee dejar de ser filósofo, una profesión que nació, entre otros asuntos, como una apuesta a favor del diálogo en contra de la violencia.

¿Realmente la negativa de Luisa Castro a aceptar la novela como totalmente autobiográfica es cierta? Así lo espero para poder esperar que, en él, la filosofía no fuera una pose para justificar su posición social, para no atribuirla únicamente a su nacimiento: aunque ciertas sospechas tengo cuando recuerdo su frase de que no era la filosofía quien le permitía tener aquél piso en Pedralves sino su padre. Supongo que nunca lo sabré.

jueves, junio 01, 2006

Tecnología rota


No parece que, en múltiples ocasiones, valga de mucho hacer planes y ponerse en disposición de trabajo. Sea por el dicho popular que deja los asuntos humanos, y los que no lo son, en manos de la divinidad. Sea por la creencia más antigua, pero no por ello menos citada en todo tiempo, incluido el nuestro, del destino y sus caprichos, sea por azar, por necesidad o por ley desconocida. Sea lo que sea, si al hardware le da por estropearse, todos nuestros planes y disposiciones de trabajo y vida –todo el software- desaparecen en olvido, frustración y caos. En temores inmensos, cuando no en muerte definitiva.

Esta es la única razón del parón de este blog que deseaba ser casi diario. Terminada casi una entrada, la máquina se apagó como por ensalmo. Sin avisar, sin dejar tiempo a que la memoria hiciera su trabajo, destrozando ilusiones nocturnas y esperanzas diurnas. Temiendo la muerte definitiva de la memoria entera acompañando a la muerte del cuerpo que la sostenía. Sólo la suerte de poseer un proveedor casi amigo –ganas me dan de hacerle propaganda- ha logrado rescatar, no las últimas reflexiones no guardas en la memoria a largo plazo, pero sí al menos lo restante. Que no es poco si añadimos la resurrección del equipo que posibilita tales eventos.

La máquina, sí, pero también nuestra memoria, nuestra inteligencia, nuestra conciencia nuestro yo entero, sólo vive en un cuerpo que posibilita tales vivencias. Arreglada ya la tecnología externa, ya se sabe que las desgracias siempre traen compañía, se estropeó de inmediato el cuerpo cuyas manos la hacían operativa. Otro parón que destroza ilusiones nocturnas y esperanzas diurnas. Cierto que soy de los que sienten el cuerpo como una carrocería que, cuando se daña, la llevamos al garaje para su reparación. Cosa a la que la medicina actual ayuda sobremanera con sus múltiples fármacos, prótesis y elementos más complejos. Sólo que los padecimientos del arreglo debemos soportarlos en nuestra conciencia que se siente incapaz de generar ideas, reflexiones y palabras.

Esa conciencia -alma la llaman los creyentes en religiones extrañas- que sentimos como nuestro verdadero ser considerándola imperecedera, aun siendo sólo porque es imposible pensar en nosotros sin ella: pues si ella está, estamos nosotros, si ella desaparece lo mismo ocurre con nosotros. Mas, mientras vive con el cuerpo roto, genera más temores que esperanzas en vidas eternales. Como el hardware roto prometía la pérdida de hora enteras de trabajo, así el cuerpo deteriorado sólo sugiere, ya está dicho, olvido, frustración y caos. Temores inmensos, cuando no muerte definitiva.

¿Esperanzas eternas por no poder pensar un universo sin nosotros? ¿De veras no pode-mos? ¿Acaso no sabemos que, durante cantidades inmensas e inimaginables de tiempo, no hemos convivido conciencia y mundo por la razón obvia de la inexistencia de aquella? ¿No sabemos que, durante el tiempo de los sueños, tampoco existe la conciencia? ¿Porqué, pues, no queremos aceptar que somos un mero e insignificante paréntesis de conciencia y vida? ¿Por qué nos resistimos a aceptar la existencia de milenios y trilenios, cuatrilenios infinitos, sin nosotros? ¿No es sólo esperanza absurda por mucho que las religiones se empeñen en prometernos paraísos imposibles?

Mas también es deseo; ¿cómo soportar una conciencia que jamás sabrá la verdad del todo? Reflexionemos aun siendo desde el caos, desde la nada, desde Heráclito: sólo quien no espera hallará lo inesperado. No esperemos, pues.