
Hace tiempo que suelo decir que leer a Platón, incluso a Jenófanes de Colofón, que es más antiguo, supone avanzar ocho mil años respecto al “pensamiento” del lugar donde vivimos. Cosa que no es difícil demostrar ante cualquier idea que los, según Agustín García Calvo, medios de formación de masas presentan como revolucionaria, novedosa, destinada a cambiar la forma de ver el mundo y otras truculencias. Avance mental, por otra parte, que supone también un avance en el modo de vida. No es que crea que la lectura es la panacea de todos los males, pero sí que aumenta la inteligencia para aplicarla a las acciones buenas o para practicar la injusticia. Incluso más. Porque no creo que el intelectualismo moral de Sócrates (quien sabe qué es la bondad no podrá por menos que ser bueno) sea más falso, más bien al contrario, que la teoría cristiana del pecado original que afirma lo contrario, que, incluso sabiendo dónde está el bien, acabamos por bucear en la injusticia.
Tanto es así que, quienes vivimos todo el tiempo de nuestra formación cuando todavía no había muerto ni Franco, ni siquiera Escrivá de Balaguer, no podríamos menos que ser españolistas radicales, machistas, cristianos fundamentalistas, autoritarios, racistas y todas esas posturas que hoy día vivimos como impresentables. Sin embargo no es así en muchos de nosotros. Más todavía, son gentes de esta generación las que, en aquellos años, defendían los valores exactamente contrarios a los citados, los que hoy parece vigentes desde siempre. Pues en los primeros años setenta del pasado siglo existían separatistas, ateos anticlericales, demócratas, comunistas, internacionalistas y demás.
Tanto es así que, quienes vivimos todo el tiempo de nuestra formación cuando todavía no había muerto ni Franco, ni siquiera Escrivá de Balaguer, no podríamos menos que ser españolistas radicales, machistas, cristianos fundamentalistas, autoritarios, racistas y todas esas posturas que hoy día vivimos como impresentables. Sin embargo no es así en muchos de nosotros. Más todavía, son gentes de esta generación las que, en aquellos años, defendían los valores exactamente contrarios a los citados, los que hoy parece vigentes desde siempre. Pues en los primeros años setenta del pasado siglo existían separatistas, ateos anticlericales, demócratas, comunistas, internacionalistas y demás.
¿Cómo es posible que, ahora, cuando hablamos con jóvenes cuyos padres -antes así se decía y sólo en los mítines o conferencias no se olvidaba lo de “señoras y señores”- vivieron en aquellos años, al contarles cómo vivíamos y pensábamos en nuestra juventud, nos suelen contestar que debíamos haber vivido en ciudades diferentes? Pero así debe ser, como comprobamos cuando nos da por consultar las estadísticas que nos hablan de aquellos años. El pasado fin de semana, por ejemplo, se hablaba que las mujeres hace treinta años eran casi todas amas de casa. Curioso, pensé, en una época en que todas las mujeres que conocía –eso que vivía en una familia obrera donde la cultura no era precisamente la gloria de la misma-o bien trabajaban en empresas o estudiaban sus carreras. De todos modos, gracias a al estadística, comprendí lo que entonces no entendía, que una joven me dijera que no le interesaba para novio porque era demasiado feminista. Debía ser extraño, sí, que buscara una mujer inteligente e independiente, con su vida económica satisfecha, de manera que si me amara lo hiciera libremente. Debía ser extraño, sí, pensar que, si un hombre es adúltero, también tenía derecho ella a serlo. Entre muchos otros asuntos que ahora se creen tan modernos.
No me costó mucho encontrar las causas de tales diferencias de tal vida avanzada en momentos de penuria. Porque era algo tan sencillo como el hecho de leer. No importaba qué tipo de libros se leyeran, porque la lectura, de por sí –más en aquellos tiempos en que se leían libros de gran interés y progreso por la única razón de estar prohibidos- nos hacía más inteligentes, es decir, más justos y más sabios. Incluso sin salir de lugares aparentemente, en este sentido, impresentables, como pueden ser un seminario o una universidad ultra-católica. Porque basta con leer, como se ha dicho, a un pensador del siglo sexto antes de Cristo, para empezar a pensar en que los dioses eran sólo proyecciones humanas. O a un sofista, de pocos años más tarde, diciendo que la religión era un arma de los poderosos para dominar a las personas. En el aspecto feminista nos bastó con leer la república de Platón –escrito dos mil quinientos años antes de nuestra vida rodeada de machistas-, a los veinte años, para enterarnos de que los hombres y las mujeres pueden realizar los mismos oficios, incluido el gobierno. O al mismo Averroes, el árabe que, en el siglo XI, defendía en Córdoba idénticas teorías. Sin citar a Fourier, mucho más moderno, apenas doscientos años de vida, cuando mostraba que la sociedad sólo es libre si son libres las mujeres. Si añadimos a esto el contacto real con mujeres lectoras e inteligentes, no es extraña nuestra sorpresa ante la pervivencia del maltrato machista (creíamos que eso pasaba en la época de nuestros abuelos que, obviamente, ya no están en esta tierra) o la existencia de miles de mujeres soñando con matrimonios y vidas de las de antes.
Sólo leer, por tanto, nos bastaba para vivir en un mundo menos real del que vivíamos pero más cierto, como muestran las tendencias, según estadísticas que se hacen. Un leer que casi da la razón a un viejo amigo que defendía ser mejor leer que vivir. Ese vivir que muchos identifican con la diversión, la borrachera y los sueños de fornicar. Puesto que poco aprenderemos de una persona “que es muy maja” en sus momentos de diversión etílica. Poco, a no ser la certeza de que lo que se llama diversión es el camino, también nos lo contó Marx, más claro hacia la animalidad. En este aspecto, sí, es mejor leer que vivir. Entre otras razones por que viviremos mejor.