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jueves, noviembre 16, 2006

Heroicidad cotidiana


“El rendimiento de los músculos de un ciudadano, que cumple tranquilamente con sus deberes ordinarios durante toda la jornada, es mayor que el de un atleta que tiene que levantar una vez al día pesos enormes; está fisiológicamente demostrado. Es, pues, lógico que las pequeñas obras cotidianas, en su importe social y en cuanto interesan para esta suma, presten mucha más energía al mundo que las acciones heroicas. Una heroicidad aparece tan diminuta como un grano de arena echado ilusionadamente sobre un monte”.

Estas palabras de Musil en su “el hombre sin atributos” expresan perfectamente una realidad que desarma a los tópicos sin remedio. Pues, desde ella, es difícil admirar a los llamados héroes, esos que prefieren morir en un sólo acto para que su recuerdo (irreal) permanezca para siempre en los libros y monumentos de su pueblo. Mas no como modelo que alguien deseara imitar más allá de las novelas. Sucede lo mismo con los amores románticos que no pueden sino acabar en la muerte, sabiendo como se sabe, que los amores reales son otra cosa diferente y más heroica.

Un acto apenas requiere esfuerzo pero las millones de acciones cotidianas que realizamos para poder sobrevivir son de tal magnitud que, si lo pensáramos, caeríamos agotados de inmediato. Por ejemplo, una mañana conté casi cien movimientos diferentes para preparar un vulgar cola cao para el desayuno de mi hijo. Tras haber realizado muchos más desde el momento en que apagué el despertador: la ducha, el aseo, el maquillaje, la ropa, el desayuno propio y demás. Todo ello sin empezar el trabajo de cada día. Sin contar que luego vendrá la necesidad de cocinar para atender las pesadas funciones biológicas, de limpiar los utensilios usados, de vaciar el vientre, de volver al trabajo o buscar al hijo, corretear de actividad en actividad, acciones similares al comer durante la cena. Etc.

Millones, billones, tal vez, (infinitas me dijo una madre) acciones realizadas durante un solo día. Un día de siete cada semana. Cuatro semanas cada mes. Doce meses cada año. Diez años cada década. Milagro parece que seamos capaces de vivir los años que vivimos. Mundo de héroes anónimos, sin atributos, mundo de acciones apenas valoradas –acaso porque el valorarlas supondría más esfuerzo, un sacar energías de dónde ya no quedan, fuerzas de flaqueza diría el viejo Capitán Trueno de nuestra infancia, esa flaqueza de donde surgen precisamente estas letras que hacen mi noche cada vez más corta- por más esenciales que todos eso heroísmo falsos. Falso además en el mejor de los casos, que en otros son tan calamitosos que destruirán la sociedad en menos de una toma de cola cao.

¿Qué? ¿Daremos todos la vida por la patria? ¿La daremos a la vez que la quitamos a otros que la dan por otras patrias? ¿Cuánto duraría una humanidad de patriotas heroicos? Tal vez hacemos que los admiramos y les ponemos una estatua en nuestras calles para decir que ya hemos cumplido con ellos y dedicarnos a los verdaderos heroísmos que mantienen vidas y no muertes. ¿Moriremos de amor cada vez que una enamorada nos niegue sus favores, como antes se decía? ¿Moriremos asimismo cuando nos los regalen con la excusa de haber vivido ya lo mejor que la vida nos ofrece? No, posiblemente nos dediquemos escribir versos o novelas, a hacer películas o cualquier otro objeto de arte para vivir un amor más sereno generador de vidas que cuidamos sin excesos.

Efectivamente, como supe hace años, cuando a punto estuve de desposarme con la muerte, “vivir es luz fragilísima en lucha constante contra la muerte poderosa”, tan frágil esta fuerza que cada minuto de vida sólo se logra a costa de un esfuerzo sobrehumano. O, acaso no sobrehumano, simplemente “sobreanimal”. Porque no hemos contado los actos de la mente, esa función tan extraña que saca fuerza del agotamiento, esa luz que ilumina de vida la noche de la muerte. Aun sabiendo que la derrota será segura nuestro fin será más merecedor de recuerdo y monumento que quienes, cobardes, se limitaron a negar la fuerza de la vida.

¿Diremos, incluso, que somos las mujeres las que más mereceremos la admiración por nuestra dedicación, casi excesiva, a la vida y sus cuidados? Pensémoslo y, tras ello, descansemos unas horas, que mañana nos esperan infinitos actos de frágil luz para logar otra victoria de amor y vida.


martes, noviembre 14, 2006

Libertad vigilada



Podemos empezar con Hobbes. Su artificio para mostrar cómo la seguridad que regala el estado sólo se consigue a costa de la libertad, no puede ser más actual. Sabido es que, en cualquier orden de la vida, la humanidad se enfrenta a este dilema y sólo si consigue la armonía entre ambos deseos podrá lograr cierto grado de serenidad feliz. ¿Ejemplos? Quien tiene una novia, un novio (permítaseme defender esta bella palabra, la única que me sigue pareciendo digna entre tanto amigo, colega, compañero y demás palabros modernos que se usan para no emplear precisamente la única hermosa) carece de la libertad de quien vive en soledad pero goza de la seguridad de un amor cotidiano. La soledad libre, por el contrario, promete más soledad que amor seguro. Quien, por no tener trabajo, es libre para viajar a donde quiera, carece, evidentemente, de la seguridad económica que puede dar un trabajo. Y viceversa. Etc.

Pero Hobbes hablaba de política. Asumido, como parece hemos asumido, que “el hombre es un lobo para el hombre” (inevitable el tópico de pedir excusas al lobo) sólo queda la salida de fortalecer el estado hasta límites hace tiempo olvidados. Desde el famoso ataque de las torres gemelas no hemos asistido sino a un continuo recorte de las libertades que tantos siglos y tanta sangre habíamos tardado en conseguir. Como lo muestran la vigilancia electrónica de teléfonos y ordenadores, las cámaras de video en las tiendas y en las calles, los cacheos humillantes en los aeropuertos (pronto los veremos en autobuses, trenes y en cualquier lugar que alguien piense pueda esconder un terrorista), las detenciones arbitrarias, el control insoportable en todos los órdenes de la vida, tantas cosas que parece hacer verdad un viejo aforismo que encontré en las calles de la vida: progreso es control.

Por supuesto que todo ello en nombre de la seguridad, ese valor supremo que permite a la mayoría seguir diciendo que es feliz a pesar de sus cada vez más elevados gastos en alarmas, cerraduras, perros peligrosos y otros métodos que añaden más esclavitud a la exigida por ese Gran Hermano que amenaza con dejar pequeño el 1984 de Orwell. Ese Gran Hermano que ya ha encontrado su chivo expiatorio en el “terrorismo árabe”, perfecta excusa para recortar la libertad de lo que, hasta ahora, llamábamos sociedades abiertas. Control recibido con agrado incluso por la gran mayoría que ya sólo parece alimentarse del miedo a los nuevos dioses. Porque no otra cosa que dioses semejan los llamados terroristas, esos que han tomado en sus manos las viejas prerrogativas divinas: repartir la vida y la muerte de modo arbitrario y exigirnos mil sacrificios, controles, represiones, esclavitudes varias, para intentar calmar su sed de sangre.

Parece que hemos olvidado que alcanzamos grandes cimas de libertad únicamente cuando dejamos de temer las terribles amenazas del terrible Dios que, según sus sacerdotes, podía condenarnos al infierno, lugar de las peores torturas imaginables. Parece que hemos olvidado que una vida encerrada en el miedo no merece la pena ser vivida, que una vida sin libertad difícilmente podemos calificarla de vida humana, que sólo aceptando menores cotas de seguridad (como si hubiera otra seguridad en nuestras vidas que la inevitable muerte) podemos decir que progresamos.

Si comenzó Hobbes, que termine Hegel: sólo quien no tiene miedo a la muerte es libre.

lunes, octubre 16, 2006

Gastronomía




A veces me dicen que porqué no escribo de asuntos más normales –cosa que me extraña porque normales me parecían mis temas e intereses de reflexión-, como, por ejemplo, los gustos cuya satisfacción, parece, dan la felicidad a quienes logran saborearlos. Que, por ejemplo, hable de comida. Pero no entiendo cómo se puede encargar un escrito reflexivo sobre un tema como la gastronomía, el arte del buen comer o algo así, a quien ni siquiera es sino siendo sido. Sido por toda la educación platónico-judeo-cristiana que valoró el espíritu frente a la animalidad horrenda de la carne. Espíritu que son creencias orteguianas frente a las ideas que fueron las que todavía se llaman de la sospecha. Mayo del 68 frente al siglo de Agustín. Biología contra cultura. Sido de formas tan contradictorias. Retorno a la primera luz de Heráclito, pues. Pero también Hegel nos dejó dicho que nada de lo pensado por el oscuro quedó fuera de su pensar. Sólo queda aceptar el reto de la síntesis. Reconocer el caos de las voces para, una vez más, intentar el coro de la sinfonía.

Se puede aceptar como una forma de placer. Mas el placer no parece otra cosa sino el premio que la naturaleza da al organismo por realizar las tareas necesarias para conservar su individualidad (imposible sin alimento) o mantener la
especie (ya es imposible que nos olvidemos del viejo “gen egoísta”). Los llamados placeres espirituales no serían, si admitimos la verdad freudiana, otra cosa sino sublimación. Con lo que esta-mos en las mismas. O admitimos nuestra naturaleza animal o reconocemos, más o menos religiosamente, que somos algo más que naturaleza, cultura si así se prefiere. Pero siempre, mal que le pese a Darwin, “sobrenaturales”. ¿Síntesis? Ciertamente necesaria en el siglo XXI en que vivimos. Porque la última mitad del siglo pasado fue la de la cosecha de las ideas que pretendieron salvar el cuerpo tras casi dos mil años de vituperio. Con la consabida vuelta, según la que llaman “ley del péndulo”, al otro extre-mo. Basta con observar cualquier kiosko de revistas para constatar como el culto al cuerpo ha dejado en la oscuridad o la rareza las palabras de otro tipo sublimado. Espectáculo que parece tan lamentable como aquél que lo despreciaba y castigaba sin sentido.

¿Volver al consabido término medio aristotélico? Padecerá nuestra originalidad, ciertamente, pero desde siempre es sabido que el objeto de la filosofía no consiste en la originalidad sino en la verdad. Así, no parece que la armonía buscada sea diferente al término medio tan manido. Es decir, mantener el cuerpo en salud, belleza y placer, pero adornado con la pátina cultural-espiritual que hemos construido durante siglos. ¿Acaso la humanidad no es lucha constante contra el mal natural para vencer sus horrendas leyes de violencia con las leyes, sus límites a la vida con muertes prematuras, sus condenas de dolor con droga y medicina? ¿Acaso no es deseo de perfeccionar sus límites, embellecerla más que lo dado –nunca olvidaremos el elogio del maquillaje que hizo el ya viejo Beaudelaire-, crear incluso obras más bellas que montañas y cielos, acaso, más todavía, no son las ideas de belleza y de bondad fruto del espíritu, pensamiento, vida solo humana? Sin poder olvidar que somos, en pleno sentido hegeliano, su conciencia.

Gastronomía, pues, en su centro. Agradable actividad que genera no sólo el placer rega-lado por las fuerzas naturales sino asimismo la belleza de la presentación y de las for-mas, el logro de sabores exquisitos, la compañía de la amistad y la palabra, imagen de felicidad humana aunando, una vez más, materia, afecto y comprensión. Nada diferente el erotismo: agradable actividad que genera no sólo el placer regalado por las fuerzas naturales sino asimismo la belleza de la presentación y de las formas, el logro de sabores, olores, miradas y sonidos exquisitos, la compañía de la amistad y la palabra, imagen de felicidad humana aunando, una vez más, materia, afecto y comprensión. ¿Comprensión? En esas estamos: haz de tu amor sabiduría. Y ¿porqué no también del alimento?


domingo, octubre 15, 2006

Gritos familiares

Son excesivas las ocasiones en que las relaciones humanas se dirimen entre gritos. Como si esa expresión irracional, ese enfado, diera la razón a quien lo emite. Es otra de esas maneras de “violencia de baja intensidad” que, a medida que crecen las posibilidades, pueden transformarse –como sucedía en el machismo de baja intensidad hace poco comentado en este blog- en grandes violencias. Así parece suceder en este mundo. Batan los gritos, del nivel que queramos, para que quienes lo profieren pasen a ocupar el lugar más importante de la actualidad, de la política, de la vida personal. Bastan las acciones violentas para que pasen a ser entes importantes en las decisiones de la sociedad o víctimas que no tenían otro remedio que la misma para poder subsistir. Pero, ¿es realmente así? Más bien parece lo que sigue, centrándonos ahora en las relaciones del hogar, ese lugar que parece últimamente tan peligroso.

Gritar es mostrar frustración, acaso impotencia, sintiendo que la palabra ya ha terminado sus caminos y la violencia suprema es imposible por terror o esperanza. Quien grita a otra persona, sea por una acción o una omisión indeseable, ha admitido que es ella quien debe dominar a la otra a la que se quiere hacer esclava. Es, por tanto, el grito síntoma de deseos profundamente inaceptables por la persona libre. Inaceptables por la persona que desea ser respetada. ¡Cuánto mas inaceptable por la que quiere ser amada! Es, además, camino seguro hacia mayores violencias psíquicas y, a veces, físicas. Camino seguro hacia la huida a otros hogares más cálidos y acogedores. Incluso hacia la soledad donde el silencio puede curar las heridas de los excesivos, y absurdos, decibelios.

La critica suave, por el contrario, hecha siempre con palabras racionales, tal vez irónicas pero de gracia, conduce al dialogo, a la posibilidad de arreglar lo que desagrada sin que la otra persona se sienta despreciada, esclavizada, odiada. Es, por tanto, un mejor camino hacia la paz en las relaciones, hacia la mejora de estas y de sus componentes, hacia la posibilidad de basar de nuevo estas en el amor con sus placeres y no en la guerra destructiva.

Mas, ¿cómo pasar del grito a la palabra después de haber sido proferido? ¿Cómo perdonar el supremo desprecio en que tal grito ha consistido? ¿Cómo cerrar la herida del desamor? ¿Cómo crear puentes si quien grita no busca caminos de suavidad y perdón ni es capaz de reconocer que la respuesta ha sido infinitamente más peligrosa para la relación que cualquier error o mala conducta de la otra? ¿No habrá muchos gritos detrás de las violencias absolutas que nos cuentan? Sólo si las brasas del amor aún se mantienen, sólo si el orgullo desaparece ante la petición de perdón por medio de besos y palabras, acaso se pueda reconducir la situación. Sólo con la promesa de volver a la razón y olvidar los caminos sin salida de los gritos.

En conclusión, siempre llegamos a la primitiva apuesta de la filosofía. No parece haber sino dos maneras de relacionarnos: la violencia y la palabra. Quien elija la primera jamás sabrá de amor humano ni de amistad humana, por mucho que, en apariencia, triunfe ante los borrachos de palabras. Quien elija la palabra tal vez encuentre en los oasis de la vida altas cotas de felicidad, aunque sean relámpagos de luz en la tormenta absurda en que vivimos.

Lo cual no soluciona el problema de qué palabras usar ante el grito, ante el arma, ante la violencia de quienes han decidido no usar los caminos del lenguaje. Acaso la huída sea posible en las relaciones personales pero no está tan claro en lo político y social. En esto parece, una vez más, que las propuestas filosóficas de diálogo y las religiosas de amor no han podido nada, tras milenios, contra guerras, egoísmos y violencias. ¿Mantenemos esperanzas o esperamos simplemente que no nos toque de cerca la sinrazón?

viernes, octubre 13, 2006

Vicios sin nombre



Parece que fue Aristóteles quien, en sus análisis de las conductas humanas, descubrió alguno vicios que, al no tener nombre, pasaban desapercibidos. Como si diera la razón el viejo refrán euskaldún que dice eso de que “todo lo que tiene nombre existe.” Aunque, en buena lógica, no sería correcto, sí que en realidad parece serlo su contrario: lo que no tiene nombre no existe. De ahí la importancia decisiva de quienes crean ideas para entender la realidad. Uno de esos vicios sin nombre a los que se refería el filósofo era el no sentir rabia, el no enojarse, con los actos injustos. ¿Puede, ciertamente, una persona considerarse moral si, al menos, no lamenta, critica, condena, a los poderosos que se embarcan en guerras por intereses totalmente inconfensables, a quienes se enriquecen con la desgracia ajena, a quienes usan a personas para mejorar puestos a costa del bienestar ajeno, a quienes acosan a compañeros, de escuela, de trabajo, por el mero placer de hacer daño? Por ejemplo.

Mas hoy deseba hablar de otro asunto. Un vicio relacionado con la envidia sin identificarse del todo con ella. Me refiero al odio a la excelencia, a la incapacidad de aceptar que haya personas cuya altura moral, intelectual, estética, esté por encima de la normal. Ese odio que se manifiesta en el intento de buscar en estas algo que las reduzca a la miseria moral, intelectual, estética, de las masas. Cosa sencilla puesto que nadie, mucho menos quien aspira a la excelencia y perfección en su vida, a la bondad, a la verdad y a la belleza, ha adquirido la perfección. Con lo cual, cualquier pequeño defecto, cualquier actividad normal incluso, puede ser considerada como definitiva para echar por tierra el esfuerzo de toda una vida.

¿Qué Einstein cambió para siempre nuestra concepción de la realidad? Sí, pero era machista. ¿Que Marx consiguió mejoras sociales que nadie antes hubiera osado imaginar? Sí, pero se acostó con su criada. ¿Qué Leonardo da Vinci creó belleza, creó verdad, creó utopía? Puede ser pero¿no era homosexual? Millones de ejemplos podrían acudir a nuestra memoria para ilustrar este vicio “democrático” que consiste en igualar a todos por debajo. No se puede considerar envidia porque, quienes critican la excelencia de estos personajes y otros, incluso de quienes podemos encontrar en nuestros caminos cotidianos, no desean en absoluto alcanzar tales cotas intelectuales o morales, sino negar incluso su existencia.

¿Qué alguien es capaz de llevar su pensamiento más allá de las miserias económicas de la normalidad? Aunque quien va a criticar nunca hubiera sido capaz ni de pensarlo –por tanto, para él, ni siquiera existe la posibilidad de una vida mejor- dirá que lo hace porque, en el fondo, no le afecta. ¿Qué alguien prefiera sacrificar comodidades por belleza? Pensará que lo hace porque no le faltan comodidades pero jamás se le hubiera ocurrido a quien critica ni siquiera la realidad de tal cosa. ¿Qué alguien dedica sus noches al estudio o la creación renunciando incluso muchas veces a los placeres del amor? Será que la soledad le abruma o busca beneficios que no encuentra a su pesar. ¿Qué alguien valora más el amor o el intelecto que el dinero? Se le recordará, como si tuviera algo que ver, que trabaja sólo por el dinero: no importará que dedique a su trabajo miles de horas más que las normales, no importará que diga que gran parte de su vida es precisamente ese trabajo donde puede crecer moral e intelectualmente. Nada importará ante la evidencia de que también el bueno tiene que comer.

Triste, sí, mas no por ello menos cierto. Siendo así, no extraña que el diablo que aparece en la novela de Guelbenzu, “Esta pared de hielo”, anduviera aburrido al no encontrar grandes almas que, por su alta moralidad, fueran dignas de captar. Si desde niños se desprecia a los que saben, si el modelo de triunfo es la fama sin sentido, si la palabra ética suena a eso que estudian los que no va a religión o, peor, a una clase donde se ponían “videos”, si el dinero, la diversión, el sexo pasajero sin humanidad, son los valores que vivimos, ¿cómo encontrar a alguien que, como en la novela citada, renuncie a una herencia millonaria porque sabe que su origen es la sangre? De hecho, la parte de la adolescencia que me toca intentar educar, respondió al unísono que no ella, por dios, que no sería ella quien renunciara.

¿Nos enojamos, pues, porque esto sea así? No parece quedar otro remedio si no queremos caer también en este nuevo vicio sin nombre, en ese odio sin límites a la excelencia, a los valores de quienes pierden más horas buscando conocimiento que dinero -¿hay alguien que imite hoy a Salomón?-, amor que sexo, interés que diversión, palabras que imágenes, amistad desinteresada que roces de interés. Enojémonos, pues, y no dejemos de intentar elevar la masa de saber, de placer, de amor, de belleza, de libertad, de felicidad y de justicia a nuestro alrededor.

sábado, octubre 07, 2006

¿Machismo de baja intensidad?


Una muy buena amiga mía me contaba la otra tarde un suceso de esos que todavía suelen suceder en la noche pamplonesa. Resulta que unas amigas suyas, tras una cena con compañeras de trabajo, volvían a casa con el sano propósito de descansar junto a sus esposos, novios, amantes o lo que cada una de ellas tuviera. Ya estaban llegando al aparcamiento para recoger el coche cuando se les acercó un grupo de “hombres”, treintañeros como ellas, invitándolas al baile y a la copa en su “maravillosa” compañía. No es extraño que el silencio fuera la respuesta ante unos desconocidos con los que no tenían intención alguna de hablar, mucho menos de alargar la noche, máxime cuando no parecía que sus condiciones físicas ni psíquicas fueran las adecuadas para una relación mínimamente humana. Se supone que ahí debería haberse terminado la historia, si las cosas fueran las que se esperan normales en estos tiempos, tras más de cuatro décadas de feminismo.

No me contaron truculencia alguna, de esas que salen en los telediarios con más frecuencia de la deseada, no hubo realidad de golpe y sangre, pero sí unas conductas sintomáticas de un insoportable fondo machista que, sinceramente, creía –quería creer- desterrado. Unas conductas que debieran ser denunciadas y castigadas sin que atenuante alguno ni genial abogado defensor pudieran oponer nada. Porque aquellos especímenes de forma humana se debieron sentir despreciados por seres inferiores que, en lugar de agradecerles su atención, les pagaran con indiferencia. Aquello no podía quedar así si pretendían mantener su autoestima. De modo que, como hacen quienes se sienten superiores, seguros por fuerza y número, pasaron de la invitación más o menos educada al insulto delictivo.

¿Cómo reproducir aquí, en un lugar que desea emanar sensibilidad, incluso poesía y belleza, tales palabras, si palabras podrían ser aquellos sonidos? Porque tampoco quedaría bien reflejado el asunto si dijera que lo primero que salió de las bocas de aquellos preclaros varones fue el comparar a aquellas mujeres con la característica de los desfiladeros, es decir, con la estrechez. O lo que siguió con sugerencias de necesitar retozos de amor entre apéndices veloces. ¿Fin? Ya se sabe que, cuando el macho es despreciado, sólo se le ocurre comparar a las mujeres que le ningunean –con razón, por supuesto- con las hembras de aquellos animalitos con los que Sansón, tras atarles a la cola fuego, logró vencer a los filisteos.

Curioso asunto, sí, que quienes se sienten atraídos por quienes les parecen ángeles de amor –eso y más estarían dispuestos a decir si fueran aceptados en sus deseos de compañía-, en cuanto comprueban la imposibilidad de acceder a ellas necesitan transformarlos en lo que más desprecian para, así, no sentirse tan impresentables, tan inútiles, tan literalmente indeseables, como realmente son. Un tipo de ¿hombres? que creíamos desparecidos hace años. Como creíamos desaparecidas las violaciones, vejaciones y asesinatos de mujeres basadas en el tópico “la maté porque no quería ser mía”.

Acaso haya quien piense que, comparados con asuntos mucho más graves, esos sucedidos nocturnos son una especie de “machismo de baja intensidad”, pero nadie debe ignorar que –no podemos dejar de citar en este blog al viejo Platón- “cada cual obra mal a medida de sus posibilidades” y que, en cuanto, la ocasión se presente, lo poco se transformará fácilmente en mucho. Porque estas conductas son excesivamente sintomáticas de un machismo que deseábamos vencido pero que, como se vive cada noche, sigue campando en nuestra sociedad. No es extraño, siendo así, que una de mis amigas confesara haber deseado ser Uma Thurman en la película “Kill Bill” y usar la catana para reducir la aparente virilidad de aquellos machitos a su virilidad verdadera.



domingo, septiembre 24, 2006

Víctimas

Hace unos días, noches más bien, dejé mis escritos para contemplar la película Omagh. No tengo costumbre de hacer comentarios técnicos acerca del séptimo arte. Más bien, por deformación profesional y por seguir haciendo honor al titulo de este blog, son las ideas, el conocimiento que puede aportar, las reflexiones que me provoca, lo que me interesa. En este caso, insertos en nuestro país en el famoso proceso de paz, no pude menos de comparar el (insoluble) problema que plantea el film con lo que puede suceder entre nosotros. A pesar de que ninguna situación es idéntica a otra, sólo porque existen algunas muy similares, podemos aplicar ideas generales a muchas de ellas: de otro modo no podría haber ciencia ni reflexión acerca de asunto alguno.



Plantea la película, como es sabido, el atentado del ”Ira Auténtico” en pleno proceso de paz y la desesperación de las familias que ven cómo nadie hace nada por encontrar, encerrar, juzgar y castigar a los asesinos. Porque hacerlo supondría mayores dificultades para esa paz tan deseada durante decenios. ¿No sucedió cosa parecida en nuestra transición cuando se renunció al castigo de los antiguos colaboradores de la dictadura y sus matanzas? ¿No se decidió el olvido para no caer en una nueva guerra civil, que hubiera sido más desastrosa que cualquier otra alternativa? ¿No esperamos dramas similares en España ante la situación de Euskadi? ¿Acaso las asociaciones de víctimas del terrorismo no temen ver paseando tranquilamente a los asesinos de sus allegados por las mimas calles por donde llevan años arrastrando su dolor? ¿No será así a cambio de acallar para siempre las pistolas y metralletas y no aumentar el número de las víctimas?



¿Víctimas inocentes o víctimas culpables? Acaso pueda servirnos de algo la teoría que sobre el cristianismo elaboró ya hace años Renée Girard. Defiende este que, antes del drama de la crucifixión de Cristo, toda sociedad mítica había considerado a las víctimas culpables y, por tanto, merecedoras del castigo impuesto. Postura que hemos vivido durante años al escuchar, tras un atentado, que la víctima “algo habrá hecho” para merecer tan definitivo castigo. Plantea, por el contrario, que el cristianismo introduce la decisiva novedad de la víctima inocente. Idea que, a pesar de la milenaria herencia cristiana del País Vasco, no parece haya abundado mucho en los años de la violencia etarra. Como, por otro lado, tampoco en la “católica” España del franquismo.


Sea lo que sea, en tiempos de pensamiento arreligioso, lo único claro es que las víctimas lo son, en muchos casos -como sucedía en la película que nos produce estas reflexiones- por mala suerte, por estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado. “Daños colaterales”, se diría en el lenguaje cínico de nuestra época, daños inevitables para acabar con el verdadero culpable que, en la mayor parte de las ocasiones, no sufre ningún daño. ¿Ejemplos? ¿Cuántos afganos han muerto mientras Bin Laden parece seguir viviendo en sus refugios? ¿Cuántos iraquíes mientras Sadam se eterniza en los juzgados? ¿Cuántas víctimas inocentes fueron asesinadas en la guerra civil sin alcanzar jamás a Franco, cuántas sin rozar apenas la piel del comunismo realmente existente en aquellos años? ¿Cuántas en nuestra tierra sin que España y Francia hayan cedido un ápice ante las pretensiones de ETA?


¿Servirá de algo la recuperación de la memoria de los muertos del pasado –sobre todo, cuando aparecen esquelas de los dos bandos pretendiendo equiparar los motivos de aquellos enemigos irreconciliables- en vistas a aliviar el dolor del pasado? ¿Servirá el olvido que ahora se pretende, como en la Irlanda del proceso comentado, para aliviar el dolor del presente? No parece tal cosa, no ciertamente para los muertos, no para los mutilados, no para quienes tuvieron la mala suerte de estar donde y cuando no debían. Se lavarán algunas conciencias, no lo niego, acaso se termine de una vez con los métodos violentos (cosa que tampoco parece demasiado clara) pero las víctimas no habrán tenido otra función que ser moneda de cambio de los que quedan vivos, no habrán tenido otra razón de ser que la mala suerte, causa no digna ni heroica, motivo absurdo. Todo lo más, mártires para un parte de la sociedad (magro consuelo para el muerto) y culpables para la otra.


¿Podría haber algún acercamiento, centrándonos en nuestro proceso, a la justicia? ¿Qué se podría reglar a las víctimas y familias a cambio del silencio y la renuncia a la condena? ¿Sería mucho pedir que el bando que espera lograr algo a cambio del abandono de las armas, aceptara la cárcel para quienes asesinaron a víctimas nocentes? Seguramente sí. Porque lo único claro desde el punto de vista humano, individual, que no político, es que las víctimas son victimas y punto. En los países ricos tal vez las familias reciban una compensación económica, en los pobres ni siquiera eso.


¿Conclusión? Si es ya tópico el ¡ay de los vencidos!” lo mismo podemos decir “ay de las víctimas”, pues a ambos grupos se les puede aplicar el rotulo del infierno: “abandonad toda esperanza quienes aquí entréis”. Otro drama sin solución, otro camino para aumentar la masa de sufrimiento, que ya hace milenios era insoportable: por mucho que Hegel hablara de las argucias de la razón o los cristianos del Dios que escribe rectos con renglones torcidos -incluso estos, si fueran ciertas su creencias y alcanzaran el paraíso, nunca podrían olvidar el plus de sufrimiento que otros beatos no tuvieron que pagar-. ¿Futuro? Esto continua.

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martes, julio 18, 2006

Eskubi y las arrobas



No tengo nada personal contra Eskubi sino contra alguna de sus manifestaciones que, no sé porqué, me afectan especialmente: acaso por amar las ideas y las palabras. Debo reconocer que no conocía a este hombre antes de sus (malos) usos de la palabra a-gnosticismo, ya criticados previamente en otro artículo presanferminero en este mismo blog. Después supe que fue más coherente al acudir a procesiones y misas con excusas variadas, más cercanas, a pesar de todo, al agnosticismo declarado que le llevó al ridículo de su grito. Tras pasar las jornadas festivas en lugares más tranquilos ya me había olvidado de él a pesar de algunas críticas absurdas de ciertos amigos a mi artículo. Resulta que si alguien se proclama de izquierdas (no quiere decir que lo sea, que mis dudas, por lo menos, tengo que el nacionalismo necesariamente sea tal cosa) tiene bula para decir las mayores burradas sin que, desde la izquierda, se le pueda criticar, sin ser acusado de dar armas a la derecha. Cuando sólo se está pidiendo que la izquierda sea inteligente y no zafia.

Debo reconocer que, en estos tiempos, los matices del pensar no pesan, no, muchas arrobas. Que para ser izquierdista, parecen pensar ciertas gentes, es necesario ser nacionalista, cosa más que discutible. Además -seamos divertidos- si hace años en el viejo “Egin” confesé, glosando a Groucho, que no podía pertenecer a una nación que aceptara gente como yo, menos todavía debería desear pertenecer a una que acepte, además como representante, a gente como mi querido concejal. Este hombre que parece tener que ser progre para todo, que no tiene novia (una de la más hermosas palabras del castellano que, como veremos e enseguida, no parece amar en demasía) ni esposa –ni siquiera amante, concubina, querida, amada, cualquier otra palabra más cariñosa e íntima- sino sencillamente compañera (como si compañera no fuera la del pupitre de al lado de la clase, la que trabaja junto a nosotros en la oficina o asuntos similares): y más vale que no la llamó mi moza o mi camarada; que también debe ser feminista al menos en la triste apariencia del uso maldito del @, hace ya años castigado, como antes lo fue la a/o –cosa que aún tuvo algún sentido en los años setenta, acaso en los primeros ochenta, antes de que lográramos hacer lenguajes agradables sin tener que usar tan tales horrísonos artificios-, con la pena de muerte estética para cualquiera que la usase.

Porque de eso quería hablar. Acaso el concejal ame (¿de veras?) más el euskera (por si acaso, mi idioma materno, como el castellano lo es el mío paterno) que el romance pero es evidente que conoce y usa este, si bien con poca precisión: en primer lugar en algunos conceptos como el famoso agnosticismo, y en su artículo de hoy (me olvido del contenido) con el uso de algo que no existe ni, aunque deba luchar hasta la extenuación, existirá. ¿Será que realmente odia el castellano a pesar –o por ello- de no poder vivir sin él, y quiere destruirlo con estos incalificables artificios?

Hace años ya pensaba que si, que era malo, muy malo, eso de usar el @ para aparentar, muchas veces sólo eso, igualdades no discutidas entre hombres y mujeres: pero ninguna mujer decente, ni hombre, puede admitir ese pseudo-feminismo barato, ese cambio que viene tras el o/a, esa @ maldita que merece el mayor castigo porque no sólo no acrecienta la masa de belleza del universo sino que consigue aminorarla. Agustín García Calvo solía llamar “gilipoyas” –así escrito por él- a quien, creyendo hacer su voluntad, sólo obedecía a quien mandaba. En este asunto del @ dudo que puede haber persona más o menos decente que quiera de por sí usar tal monstruosidad No, es este uno de los ejemplos de gilipollez mas cercanos que tenemos, es el poder que pretende robarnos incluso el uso hermoso de la lengua, ese poder, que se pretende progre, que ha conseguido que muchas personas usen unos términos que no comprenden pero parecen quedar bien, que sirven para poder pertenecer a la numerosa tribu de los “progres”.

No se me diga, no, que es el único modo de referirnos a los dos sexos, por lo menos, de que nuestra especie se compone. No, porque quienes ya hace más de treinta años, hombres acaso más que mujeres, nos dimos cuenta de la importancia del lenguaje para la igualdad, a la vez que del significado que tiene el hecho de que, en la mayor parte de las religiones, haya dioses en lugar de diosas, ya incurrimos, al principio, en el horror del o/a y, tras ser condenados por la belleza del lenguaje, buscamos alternativas diferentes y variadas que jamás caerán en el hacer caso a quienes mandan, sean de la tribu que sea. Hace ya algún tiempo una mujer verdaderamente libre, me escribió, a propósito de este asunto, lo siguiente: que “la estupidez humana llega a límites insospechados y ésta es una de las muestras más palpables. De todas maneras he de decirte como fémina, que si bien esta moda me parece una estupidez, que ofende más bien a la estética, la que me saca de mis casillas es la anterior: esa del o/a. ¿Cuantas conferencias interminables no habremos oído en el que el orador se volvía loco de placer con sus o /a? ¡Pardiez, qué moderno soy! incluyo a las mujeres en mis pensamientos y divagaciones filosóficas... Por no hablar de los políticos y jefes más inmediatos. Cualquier mujer que haya tenido el gusto de trabajar en la empresa privada (sobre todo aquí hay que mantener las formas sin llegar al despendole) tendrá cuasi-tatuado el o/a. "Pasemos todos/as a la sala de reuniones, todos/as pensamos que..., todos/as vamos a trabajar por...". Lástima que en las bajas maternales, salarios, vacaciones y demás las aes se pierdan por el camino... Y héte aquí cual es mi sorpresa cuando al carro se suben también las nuevas generaciones y te encuentras a una de tus congéneres hablándote en los mismos términos.¡¡!!! ¿Pero qué pasa? ¿Es la liberación esa femenina que dicen que ocurrió? ¿Es la maldita letra @ que se ha apoderado de algo más que del papel? Igual se está dando una nueva evolución biológica y se nos esta convirtiendo el cerebro en @...” Además ¿se ha avanzado algo, o se ha retrocedido, respecto al viejo “señoras y señores con que empezaban todos los discursos de otras épocas aparentemente, sólo aparentemente, sólo para los de mala memoria, menos feministas?

Por cierto, para evitar posibles nuevas acusaciones de “dar armas a la derecha” termino aquí con un resumen de mi ideología político-social: toda política verdaderamente democrática no debe basarse en mentiras, ni en populismos fáciles ni en victimismos falsos sino en la verdad y en la belleza. De hecho, se puede decir que la política ideal sería el paso del caos informe de la esclavitud, las desigualdades económicas, sexuales, raciales , del enfrentamiento violento y el trabajo absurdo a la libertad, la igualdad, el diálogo y la creatividad. En resumidas cuentas una nueva versión de la teogonía hesiódica, una nueva versión de la creación del mundo.

Como decía aquél, quien tenga oídos para oír que entienda.


jueves, junio 29, 2006

Eskubi y San Fermín

Siempre habrá alguien que nos sorprenda antes de las inigualables, incomparables eta abar, fiestas de San Fermín. Resulta que, tras mil trabas, desencuentros y polémicas, al fin se sabía ya quién iba a lanzar el cohete con el que la fiesta, eso dicen, estalla. Ya que ni el Osasuna había ganado la liga ni teníamos otro Indurain que apartara la política de las fiestas, la suerte recayó, según orden y lista, en el concejal de Aralar, Javier –uno más en esta fiesta de la originalidad en que consisten los nombres propios navarros- Eskubi.

Acaso para contrarrestar la falta de originalidad de su nombre propio, a nuestro ilustre concejal no se le ha ocurrido otra idea sino la de cambiar por un “vivan la fiestas de San Fermín” el tradicionalísimo grito de inicio de las fiestas, el célebre ¡Viva san Fermín!, unido al más reciente ¡Gora San Fermín! Un grito mucho más antiguo, mal que a algunos pese, que el uniforme blanco y rojo con el que los navarros y navarras (que no se nos olvide la corrección política), añorantes tal vez de los uniformes de seminarios y colegios religiosos donde, más o menos, se educaron, muestran su originalidad, la anarquía y diferencia de la fiesta. Será que la humanidad no ama tanto la libertad como se dice sino, más bien, la manada y el grupo.

Resulta que, según dicen algunas voces que dijo, nuestro concejal es agnóstico y, por tanto, no cree en San Fermín. La verdad es que se me escapa la relación que pueda haber entre ser agnóstico y creer o no creer, toda vez que tal palabra sólo significa ignorancia: del griego a (no) y gnosis (conocimiento). Si nuestro concejal afirma desconocerlo todo acerca de este tema, ¿qué problema tendrá para decir “viva San Fermín” o “vivan las fiestas de san Fermín”? Independientemente de que el significado de ambas expresiones no varía demasiado, puesto que si las fiestas son de san Fermín, no parece sino que se esté afirmando de otro modo la importancia esencial del santo para la existencia de las fiestas.

¡Cómo se va domesticando nuestra izquierda! Hace doscientos años, ningún izquierdista hubiera sido tan tibio como para declararse agnóstico sino que hubiera sido decididamente anticlerical y ateo. De modo que sí tendrían sentido las negativas a asistir a procesiones, dar vivas a los santos o besar el anillo del Obispo. Por el contrario, ¿esta izquierda light, que bebe cerveza sin alcohol, descafeinado con leche desnatada y coca cola sin coca, va más allá de un intento de provocación absurdo y de un querer salvar lo “políticamente correcto” de los ideales que un día tuvo su formación?

Sin olvidar que toda fiesta, según dicen los antropólogos y estudiosos de las religiones, tiene un origen religioso, sin el cual pierden todo su significado y se convierten en meros regresos a la animalidad. En efecto, algunas teorías afirman que la fiesta suponía un momento de liberación, un oasis en la dura vida cotidiana, un momento donde ser rompían los tabús y represiones para, después, tras las penitencias rituales, volver con renovadas fuerzas a la vida del trabajo y a la ley. Las actuales fiestas laicas –como las de aquellos que pretenden fiestas paralelas a comuniones, bautizos o confirmaciones- sólo constituyen una añoranza de momentos en que la vida tenía sentido. Acaso fuera falso pero lo tenía.

No extraña así que nuestra fiesta se haya convertido en un retroceso a la más brutal animalidad. Privada de todo sentido, incluso de la liberación de lo cotidiano, que se realiza cada fin de semana o en las miles de fiestas (siempre dedicadas a vírgenes y santos) de nuestra geografía, todo es gamberrada, suciedad, droga absurda, vino sin control, muerte sin sentido (ni siquiera podemos encontrar en los toros el más mínimo vestigio de la fuertes mitologías antiguas donde el toro tenía su lugar), vergüenza posiblemente para el santo patrono si este, por un casual que nunca debería sorprender al agnóstico, existiera y asistiera con su capote a los mozos, divinos y humanos, que se aventuran por las peligrosas calles al amanecer.

Brinde, pues nuestro concejal, con el canto de siempre, con su nombre de siempre, déjese de provocaciones absurdas en momentos que no convienen e incluso recuerde aquél viejísimo consejo de nuestro maestro Platón cuando exigía a los gobernantes sabiduría (lo contrario del agnosticismo) y, por tanto, justicia, bondad, generosidad. Que incluso hay sospechas de que esta descafeinada izquierda se desliza, a veces, hacia lugares de injusticia, injusticia que es producto, sigue el filósofo, precisamente de la ignorancia Dado que otro filósofo todavía más viejo decía que sólo quien no espera hallará lo inesperado, brindemos, por si acaso, por San Fermín.

martes, junio 27, 2006

Canciones de amor, canciones políticas


Hegoak ebaki banizkio
nerea izango zen,
ez zuen aldegingo
Bainan horrela
ez zen gehiago txoria izango
eta nik…
txoria nuen maite

A quienes no podemos sentirnos nacionalistas, al menos más allá del típico amor al lugar donde nacimos o vivimos, y no sólo porque –glosando al gran Groucho- no podemos pertenecer a una nación que admita a sujetos como nosotros, nos suceden, ciertamente, desiertos pero también asuntos de lo más curioso. Uno de ellos se refiere a la hermosísima canción arriba citada –cantada por Mikel Laboa- que tantas veces, en nuestra juventud, cantamos y coreamos.

En mi ya larga y compleja vida amorosa fue, en muchas ocasiones, la única copla, el único poema, que me explicaba algunas de estas aventuras. Sobre todo aquellas que surgían del azar –en el fondo, como todas- y me sentía deseado y querido por mis ansias de libertad. Era, tras los primeros fuegos amorosos, cuando las cosas dejaban ya de ser libres y felices, cuando ellas pretendían compromisos, seguridades, noviazgos, tal vez incluso matrimonios, era entonces cuando sólo esa canción podía iluminar el complejo mundo de sentimientos en que me había sumergido. Atraía, sí, mi libertad, mi capacidad de pensar más allá de tópicos y apariencias, pero cuando el amor se prendía de tal vida libertaria, este sólo deseaba cortar alas, cerrar jaulas, encerrar para siempre la libertad amada. ¿Se necesita más para entender el seguro fracaso de aquellos amores? Porque, efectivamente, encerrado ya, se perdía todo el encanto, con las alas cortadas no podía escapar pero, evidentemente, ya no era yo, ya no era aquél que era amado.

No era asunto diferente cuando sucedía al revés. Enamorarse de una mujer, bella, joven, libre como una mariposa, no prometía sino finales de desastre. Por el deseo de poseer en que consiste el amor –no dejaremos de platonizar en este blog de ideas, esos seres descubiertos por el genial filósofo-, ese deseo imposible (permítaseme no olvidarme tampoco de los geniales análisis de de Sartre), no puede acabar sino en cortar alas, cerrar jaulas, encerrar para siempre la libertad amada. Un futuro, por tanto, de fracaso. Porque, también desde este lado del espejo, encerrada ella, perdía el encanto, con las alas cortadas no podía escapar pero, evidentemente, ya no era ella, ya no era aquella que era amada.

Será por eso aquél grito ya viejo de Agustín García Calvo, cuando maldecía a quien “amores sin sentido quisiera reducirlos al matrimonio y al orden”. Será por eso que Nietzsche – ¿si Lou Andreas Salomé, en lugar de seguir volando para ser eternamente deseable, hubiera aceptado su amor, tendríamos el Nietzsche que tenemos? - calificaba al filósofo casado como un comediante, un farsante, en quien la libertad estaría coartada por las cadenas de su jaula. ¿Un filósofo sin libertad’? ¿Un amor si libertad?

No parece, no obstante, que el asunto pueda tener remedio mientras seamos tan débiles, mientras necesitemos ser dioses, o diosas, para alguien, mientras no sepamos vivir en la inseguridad esencial en que consiste nuestras vidas., mientras no sepamos que la soledad será nuestra única compañera fiel más allá de relámpagos de amor siempre pasajeros. No, parece que estemos preparados para amar pájaros, para querer las mariposas del cielo.

Mas resulta que no, que el bellísimo poema que ha sugerido todas estas reflexiones nada tiene que ver con el amor. Al menos eso he podido entender escuchando alunas conversaciones tanto de nacionalistas como de antinacionalistas. Parece, más bien, que la mayor parte de las gentes que la han cantado durante estos años interpretaban al pájaro como Euskadi, objeto de deseo de España y Francia por sus milenarios valores de libertad y democracia. Unas naciones que, para amarla, debían ponerla literalmente entre rejas, de modo que, una vez más, lo amado conseguido deja de ser lo deseado convirtiéndose en su contario, en lo más odiado.

Será así, tal vez así será. Por lo que a mí respecta, no dejará de constituir una fuente inagotable de reflexión acerca de ese amor que pretendo convertir en sabiduría. Unas palabras que, más allá de estas, logren convencerme de la posibilidad de un amor con alas. Porque, sí, si le cortara las alas sería mío, jamás emprendería el vuelo hacia otros lugares, pero entonces ya no sería pájaro, ya no sería mariposa. Y yo lo que amaba era mariposa, lo que quería era pájaro de libertad. Mas la sabiduría lograda dice que deseamos una mariposa deseosa de descansar su libertad en nuestros brazos sin que sus caricias la estrangulen. Que nuestro pájaro descanse en los brazos de quien nos ama sin que sus caricias nos ahoguen. Nuestra patria, sí, un amor preñado de saber.


viernes, junio 09, 2006

De primaverales comuniones

Estaba cenando el pasado sábado en una cafetería de barrio cuando apareció un niño de unos ocho años vestido de ¡marinero! Me pareció entrar en el túnel del tiempo, en aquellos años del franquismo católico o del catolicismo franquista, que todo parecía uno, en que los niños hacían la comunión vestidos de marineros los pobres, de ¡almirantes! los más pudientes. ¿Las niñas? Creo que se vestían de novia como símbolo de su unión con el divino esposo. Algo de lógica, lógica religiosa pero lógica, tenía lo de la niñas. Pero sigo sin entender la razón de la vocación marinera de los niños. ¿Sería símbolo de su tener que navegar por la vida para ganar el sustento para ellos y para las novias alejadas de la divinidad de ese día? Sea lo que sea nadie me quitó la impresión de volver a lejanísimos pasados.

Más tarde, al ir a recoger unas fotos, encontré a mi proveedor desesperado porque tenía que pasar el mes de las flores haciendo continuos reportajes de tan importantísima fiesta comunitaria. Incluso, en las pocas alegrías de ocio que me concedo, tuve la suerte de encontrarme con un viejo amigo, tan viejo como que hizo conmigo la primera comunión, nada menos que ¡a los seis años!, para poder coincidir con nuestras hermanas de siete que, ellas sí, habían llegado, como se decía, al uso de razón.

Razones claras de que las cosas existen por muy alejado que uno se encuentre de las mismas. Por mucho que hubiéramos creído que las costumbres, tras tanto cambio post-franquista, habían cambiado. Que, así como los seminarios (perdóneseme le imagen tan gastada que voy a usar, pero es la única que expresa lo que siento ante aquél suceso) se vaciaron del mismo modo que lo hace el agua al abrirse las compuertas de las presas, creímos, ya antes de los ochenta que lo mismo sucedería con los bautizos, comuniones, bodas eclesiásticas, incluso con los funerales.

Ciertamente sabíamos que no era así, que las ceremonias se imponen a la vista sin quererlo, que las familias a veces nos obligan a vivirlas, que las costumbres son sagradas y las tradiciones no se pueden perder, no vaya a ser que se nos caiga, con ellas, nuestra preciada “identidad”. Como sabíamos que la cosa no era lógica, que la mayoría de padres y madres no pisaban una iglesia ni por asomo, mucho menos tenían capacidad para conocer el significado de la ceremonia –no sucede cosa diferente con bautizos y con bodas- que les regalaban a sus marineros y princesas (¿no se entiende que, cuando se vean de mayores en las fotos tengan ganas de cambiar de familia por no haberles prohibido el ridículo de aquél día con las promesas de regalos?), como sentíamos que, al final, no pasaba de ser una excusa para el banquete familiar.

No se crea que son banquetes como el novelado por Platón, no, que intentar una conversación durante los mismos en que aparezca el tema estrella del día, el significado de la comunión para sus vidas, es mucho más que una quimera. ¿Es únicamente, por tanto, la costumbre la única razón del mantenimiento de esas fiestas? ¿O la necesidad de un rito que hable de un nuevo paso en la madurez de la generación que criamos? Acaso seamos sólo los solitarios quienes no podemos entender esas muestras colectivas: porque tampoco entendemos los ruidos de las noches, las fiestas de ciudades y de pueblos, las explosiones de “alegría” de los hinchas, etc. Acaso estos monstruos que, desde la razón detectamos, sean hijos de de una razón que, como en los grabados goyescos, engendra más monstruos que los reales. Y, sin embargo…

miércoles, mayo 10, 2006

Fútbol, balones, porteros y conciencias


Tiempos de excesivo fútbol. Últimos partidos de la liga, finales de europeas, mundiales a la vista. Pensemos más allá del bien y del mal, no criticando, no alabando, solo intentando comprender. Ese es el premio –maravilla de maravillas- del filósofo. Más allá, por tanto, de la crítica opiácea o de la aceptación más o menos graciosa del intelectual reconvertido en humano. Tal vez más acá. Es el asombro ante la esfera, la atracción invencible del círculo, la ligereza de pelotas y balones, los ideales matemáticos, la astronomía soñada. Son filosofías antiguas de antes de la filosofía, mitos donde diosas incubaban huevos redondos. Son ciencias modernísimas que hablan de un universo esférico, psicólogos que ven en esta forma el vientre deseado de la madre y de la esposa, el lugar de la vida masculina, también curvo y redondo. Son deportes antiquísimos y variados, juegos exóticos e inventados, diversidad infinita de movimientos, soporte de máquinas de velocidad, una, dos tres o cuatro, a veces más, ruedas esféricas. Esfera, imán increíble para niños en la plaza, para adolescentes en la cancha, para menos jóvenes en pantallas, maduros y viejos ante ellas. Mujeres que desean poseer curvas –ser imanes- pero odian movimientos masculinos, mujeres que imitan los deportes relatados, con raquetas, con pies, manos y cabezas. Esferas, mil esferas, infinitas esferas, la música de las esferas, la atracción de la curva, el intento de volver al paraíso anterior a esta nuestra irracional razón que nos domina.

Aquí es el fútbol, el béisbol e allí u otro asunto como la mano entre los vascos y las palas. Siempre el cromlech – circular, esférico- de Oteiza, la nada, el todo, el refugio, el ser, el sueño, la esperanza. Triunfos diferentes, sí, mas en nuestro superficial mundo es el balón jugado con los pies –excepcionalmente con cabeza y manos- quien triunfa. El gran imán de las masas masculinas compitiendo con sentimientos de cotillas –de esto hablaremos otro día-, generando papeles de millones, pantallas sin descanso, discusiones infinitas, luchas y amistades, identidades políticas, amores y violencias. Generadno críticas de abusos y manipulaciones, aceptaciones a medias con sonrisas, incredulidad ante la potencia increíble de esa esfera recorriendo paradisíacas praderas de verdor, deseada por jóvenes atletas, símbolo , casi más que el viejo verso del poeta, de tanto alrededor.

Pero fuerza cierta. Intentos miles de explicación: atracción de la madre simbolizada en el portero, religión más verdadera que ninguna, recuerdo del origen infinito del big bang, de la idea platónico-pitagórica, de los astrónomos renacentistas, intuición de ciencias de hoy, sustituto de la guerra y de la política, trabajos de compañeros y de equipos contra la soledad, identificación con el héroe, con el grupo, con la peña, con la tribu, única escapada de la soledad para los raros, polichinela para el crítico progre intelectual, camino increíble hacia el origen y el final, señal anterior al ser, llamada del misterio.

Algo muy profundo debe anidar en la pelota para tanto éxito y lucro, tan profundo como lo que ignoramos de nosotros. Tal vez solo debamos criticar el adocenamiento y la falta de pensamiento pero no su ser, que parece necesario, que se siente que las semanas sin fútbol serían tanta catástrofe como los viejos domingos sin sus misas. Ciertamente más, que las misas casi se fueron y no generaron las protestas que hubo cuando se creyó que el pago de la tele acabaría con la posibilidad gratuita de su gozo. Sólo queda una esperanza de comprensión en el privilegiado lugar del portero, cancerbero, guardameta, privilegio de la contemplación que no olvida los hechos, privilegio del tiempo para la reflexión, posesión de la vista panorámica, soledad, la clave última del posible sentido de este fútbol que no cesa. ¡Lástima que la sociedad no lo vea así, lástima que, otra vez, se vaya el dinero a los lugares de la inconsciencia violenta, lástima que no llegue nunca el tiempo de admirar a la conciencia!