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jueves, febrero 08, 2007

Novela histórica

Hace años, cuando apenas leía novelas por no considerarlo una actividad seria –sólo me lo parecía la poesía y la filosofía-, solía descansar en ocasiones con alguna de esas novelas consideradas históricas, en un momento en que éstas tenían calidad e interés. Pienso en “Opus Nigrum” y “Memorias de Adriano de Margarita Yourcenar, en algunas de Robert Graves que, aun sabiendo, por propia confesión del autor, que las elaboraba para ganar dinero y dedicarse a la poesía, su verdadera vocación, aun poseían cierta originalidad y calidad. Incluso las vidas de Alejandro de Mary Renault. Sin contar las casi clásicas de Mika Waltari o las clásicas del todo como Ivanhoe. Tiempos que convivían ya con clanes de osos y cavernas, médicos viajeros y ya, ya sí, excesos de templarios. Quizás sea el intelectual Eco el último de los válidos: “El nombre de la rosa”, “La isla del día después”, Baudolino” y alguna otra todavía requieren atención.


Pero todo empeora. Del mismo modo que el comic, tras su cenit en los años ochenta, terminó con vueltas a Mortadelo y creaciones japonesas, también la llamada novela histórica decayó hasta los límites de la vulgaridad, la mala copia y la propuesta de película. De vez en cuando, igual que, a veces, contemplo una película mal o un mal partido de fútbol para no acabar como Alonso Quijano –ya se sabe, mucho leer, poco dormir ya acabar con el cerebro destrozado- descansaba con alguna novela de estas. Recuerdo aún “El secreto de la diosa”, obra de un tal Lorenzo Mediano, que tuve como lectura mala veraniega (la obra para piscina del año anterior, “el mito del alma”, de Puente Ojea, casi termina con mi capacidad de pensar) defendía la tesis, tratada antes por Graves y otros, de que las mujeres perdieron su poder cuando los hombres se enteraron de que sin su semilla ellas eran estériles. Quedó perdida.


La última, ya hace dos o tres años, fue mi lectura mala de otoño. Encontré una tal “El código da Vinci” que la leí como descanso muy cansado. Porque era evidente que pretendía hacer una película, porque era más evidente que copiaba descaradamente esas tesis ya vistas hacía años en algunos de los autores antes citados, porque pretendía escandalizar con ideas más antiguas que los abuelos de los más antiguos de nuestros contemporáneos, porque, sobre todo, no sabía cómo terminar y añadió casi trescientas páginas insoportables a las casi insoportables, pero, al menos, divertidas, de la primera mitad. Dada mi actividad de bibliotecario en un instituto, me limité a recomendar su no lectura a quienes me preguntaron por ella y así, como la anterior, quedó para el olvido. ¡Cuál no sería mi sorpresa al contemplar todo lo que vino después! Su éxito desmesurado, las absurdas polémicas, la película, la publicación de otras obras que, en su momento –lógico si su calidad era similar- no tuvieron éxito alguno y la masiva afluencia de novelas históricas por ver si tenían otra vez la suerte de estar en el lugar y momento oportunos, cosa que, al parecer, le ha tocado a una cierta “Catedral del mar” que, en este momento, desconozco más allá de saber su éxito.


Curioso. No deseaba hablar de esto. Acaso cierta mal conciencia por despreciar el éxito -¿envidia?- me ha hecho confesar mis pecados literarios. Porque, en una vida tan limitada, no puede sino ser pecado perder tiempo con estos “libros” dejando tanta calidad existente en los estantes de la espera. Debo agradecer a Juan Goytisolo un reciente artículo en el que abundaba en la idea de que lo bueno no suele tener éxito. Terminaba con una frase de los surrealistas que, de tanto gusto, la siento como mía: “toda idea que triunfa corre fatalmente a su ruina”. No, deseaba hablar de otro tipo de novela histórica, de esa que incide en lo que ahora se llama “memoria de la historia”, creo. Hablaré, pero ya otra noche.


viernes, enero 26, 2007

Elegía (Philip Roth)


Quienes hayan tenido algún problema serio con su corazón, no podrán leer sin cierta angustia “Elegía”, la última obra de Philip Roth. Esa que termina… “Sin embargo, no se despertó. Paro cardíaco. Ya no existía., liberado de ser, entrando en la nada sin saberlo siquiera. Tal como había temido desde el principio.” No sabemos si tendría el protagonista alguien que, como el padre del autor, en su deseo de no olvidar nada, le escribiera un “Patrimonio”. Acaso una duda: ¿no existe quien prefiere ese irse sin saberlo, sin tiempo para el lamento de lo dejado?

Sea lo que sea, parece que Roth está oliendo ya los achaques de la vejez y la cercanía de la muerte. Como si ya supiera que ni el amor será salvación como lo fue en “El animal moribundo” o en “La mancha humana”. Que, acaso piense, el amor puede salvar de la muerte moral, como hizo Sonia con Rodion Romanovich Roskalnikov, el inolvidable personaje de “Crimen y Castigo” de Dostoiewski. De los achaques morales tal vez, mas ya no de la vejez, esa etapa de la vida que no “es una batalla sino una masacre”. Que será difícil ver a un nonagenario enamorándose “en una noche de amor loco con una adolescente virgen” como, soñó Gabriel García Márquez no hace mucho, y “estar condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día de mis cien años”.

No es eso lo que cuentan quienes, todavía mujeres sobre todo, han tenido que cuidar enfermedades casi ni humanas durante años, nada de belleza en la vejez, nada de heroísmo, nada de sublimidad en la muerte: sólo fealdad, muchas veces cobardía, casi siempre deseo de fin en los que viven. Algo que no debería existir si quien se inventó este asunto –si es que alguien lo inventó, que no parece, - hubiera realizado las cosas medianamente bien. La vieja idea epicúrea de que un Creador inteligente y bueno es impensable en este mundo no parece perder vigencia: es tanta la masa de dolor de la “biosfera” que ninguna argucia hegeliana de la razón ni ningún renglón torcido de esos que, dice, Dios usa para enderezarlos, puede justificarlo.

Porque de nada vale ya el pasado ni sus triunfos. Ni sus logros intelectuales, económicos, amorosos o de fama. Nada cuando el cuerpo se deteriora y es abandonado en los asilos, esos morideros modernos –sean lujosos o pobres, no cambia la esencia de la cosa-, nada excepto la conciencia de que era mentira el placer de una jubilación donde se hace lo que no se pudo hacer antes, la conciencia de que las familiares mas queridos tienen que seguir su vida dejando a esa soledad que tanto amábamos como amante única de las noches y los días. Pues, por mucho que la mente siga ansiando la belleza, por mucho que la belleza siga soñando inteligencia, llega un momento en que la vida pide cuerpos capaces de transmitir más vida y menos letras, más placer y menos lucidez.

¿Platón? Quería que el pensamiento básico fuera reflexión sobre la muerte. Que, si no había una teoría suficientemente racional que la explicase o justificase, tomáramos la tradición más reconocida y, como si de una balsa se tratase, cruzáramos la vida entre sus olas encrespadas, amenazando siempre con el desastre. Con el seguro desastre. Ese desastre en que consiste la historia entera de la humanidad: si miramos hacia atrás podemos contemplar (si somos capaces de olvidar las crueldades sin límite que lo componen) obras maravillosas de todo tipo –arte, religión, filosofía, ciencia, arquitectura, música, etc.- pero nada de sus creadores. Efectivamente, el pasado es un gigantesco cementerio sin sentido. ¿Hay alguna forma de soportar la realidad que no sea la falta de conciencia? Sí, efectivamente, el pecado original no pudo ser otro que el narrado en la Biblia: comer del árbol del conocimiento, pensar.


miércoles, julio 26, 2006

Desde "La Segunda Mujer" (de Luisa Castro)




Media casualidad. ¿Es esta la razón de mi lectura veraniega de esta novela tan comentada, según he llegado a saber, en Cataluña -según la grafía antigua? No parecen razonables las mitades pero algo de eso hay. Porque acaso sean no medias sino tercias, cuartas o quintas casualidades –acaso ninguna-, vayamos a saber. Como los diálogos, triálogos o cuatriálogos de Giordano Bruno. Dado que no tenia ningún deseo de leerla, ni siquiera la conocía hasta hace unos días, fue el verla en manos de mi esposa en las playas canarias el detonante de su lectura. La no casualidad venía de que se la había prestado una persona que conocía nuestra historia. Tampoco, al conocer el tema, podré hablar de azar en su lectura. Pues siempre he leído historias de profesores de filosofía o similares enlazados, más allá de los años, en el amor como un fuego con su aire, que dijo el poeta de Moguer. Recuerdo “Un peso en el mundo” de J.M. Guelbenzu, por ejemplo, y mil historias, también teorías, de la seducción. Recuerdo, incluso, la “Memoria de mis putas tristes” de García Márquez, la “Lolita” de Nabokov, o “el Animal moribundo” de Philip Roth. Historias que me rozan, que ayudan a comprender. Pues ya se sabe que, además de convertir el trabajo en placer, hacer sabiduría del amor es mi lema fundamental.

Lectura rápida –no merecía más-, insoportable sensación de que no merecía ni siquiera citar, al principio, una frase de Coetzee, de “Desgracia”, este sí un gran novelista, de los mejores -¿cómo medir si el mejor entre tanta calidad?- de su generación. Deseo de crítica total, recuerdo de “Bella del Señor” de Cohen, aquí sí la sabiduría del amor en lugares inaccesibles para Luisa. Tanta rapidez, tanta crítica, tanta sensación de haber perdido el tiempo, que sólo el ser verano y el haber adquirido algún conocimiento inesperado sobre el origen último de la historia me hacen escribir. Novela y venganza” es el título del comentario que, en su blog “el ángulohizo Ricardo Pita hace ya algunos meses. Comentario que hizo cierta mi fácil sospecha -que una novelista gallega ponga de protagonista a una novelista gallega era suficiente- de que algo de autobiográfico había en la novela. Puesto que tal novelista, en la realidad, estuvo casada con un “gran hombre” catalán que le doblaba, o más, la edad y con el que, antes de separarse, tuvo dos hijos.

Es el nombre del personaje, no Gaspar, sino el real, quien decididamente me obliga a escribir unas palabras en este “diario” que pretende aunar emoción, recuerdo, plan, erudición, reflexión y autobiografía, todo ello envuelto en las ideas del aire (sin ser Bob Dylan –recordado por su reciente visita a Donosti-Easo-San Sebastián- y sin haber creído todavía que “la respuesta está en el viento”). Xabier Rubert de Ventós parece ser el nombre real de Gaspar. Este hombre, nacido en la aristocracia catalana, conocido hoy día más por sus actividades políticas alrededor del Estatuto catalán, que por las que, en mi juventud, le conocían. Actividades estas relacionadas con el mundo del arte y de la estética: puesto que saltó a la fama en los años sesenta y setenta por sus publicaciones sobre estos temas (“el arte ensimismado”, “teoría de la sensibilidad”, “la estética y sus herejías”, entre otros).

Revelación esta que me tiene anonadado. Pues no es este el recuerdo que me queda de Rubert, al que conocí el 10 de julio de 1975, hace ahora la friolera de treinta y un años, y del que conservo, como regalo preciado, su primer libro antes citado. Tal encuentro sucedió de un modo no sé si rocambolesco o natural. Al menos si es cierto eso de que el “carácter es el destino”. Resulta que, tras los primeros versos de mi adolescencia, algún demonio socrático o diosa parmenídea me inyectó en mi cerebro una pregunta que todavía no he sabido responder pero que ha sido la causa de mis logros y fracasos a lo largo de mi vida. ¿Qué es la belleza? Esa era la pregunta. Esa pregunta que me llevó a amar más a Juan Ramón que a Machado en tiempos en que eso era casi peligroso. Que me hizo saber de memoria “el himno a la belleza” de Beaudelaire, que me hizo decidir mis estudios por escuchar que era en la carrera de filosofía -aun siendo en el quinto y último curso de la misma- donde se hablaba de tal asunto. Tanto es así que, cuando llegué al momento de estudiar lo que se denominaba “Estética”, ya había leído la kantiana “Crítica del Juicio”, la “Estética” de Hegel, varias historias generales del tema, había escrito numerosos estudios sobre lo bello, había leído tanto que el profesor, apenas sabedor del tema en San Agustín, me pedía a mí bibliografía. Desilusión, sí, fue lo que supuso mi encuentro con Don Luis Rey Altuna, alto cargo de educación, profesor, por ello, en la ilustre universidad de la obra divina, donde saqué el título - no donde estudié, que eso lo hacía en la soledad y silencio de mi habitación, robando horas al sueño, que no era mucho entre clases, trabajo, lectura y redacción.

La ignorancia de mi profesor la paliaba, entre otras lecturas, con los libros de Ventós. Hasta aquí cierta normalidad. Quizás menos mi osadía de escribirle y menos todavía su respuesta, su invitación a su casa y nuestra conversación, durante la que me ofreció contratarme como ayudante en la universidad, cosa que no se realizó puesto que fue detenido por algún asunto de opinión, asuntos que seguramente hoy nos harían sonreír de incredulidad. Me quedó la impresión de un hombre sencillo, a pesar de su posición social y de su fama, con el que sólo por la mala suerte de no haber muerto todavía el dictador y no haberse instaurado esta imperfecta democracia, no pude trabajar.

De ahí mi sorpresa cuando me dicen que un hombre (teóricamente de ficción) que desprecia a la servidumbre sólo por su origen social, que vive en la corrupción – lo de hacer aprobar a su hijo, consiguiendo las preguntas de la oposición y darle trabajo en la Generalitat , se cuenta como algo normal en su vida-, que desee una hija y luego no solamente se niegue a cualquier esfuerzo de crianza sino que sea capaz de darle una paliza por un miserable y normalísimo llanto, trate a las mujeres casi (¿casi?) como objetos, no sea capaz de ninguna sensibilidad, entre muchos otros defectos, es precisamente ese con el que, hace treinta años, mantuve una conversación más o menos filosófica.

Porque lo peor viene aquí. Una de las críticas que se le hace en la novela es que opinaba que nada se arregla con palabras. Lo cual, en un filósofo, siempre hijo de Platón, es tan grave como no creer en el amor siendo practicante de la religión de Cristo. Por supuesto que conozco mil fracasos, muy pocas personas están dispuestas a un diálogo que busque verdad y justicia, pero no puedo sino esforzarme en conseguirlo a no ser que desee dejar de ser filósofo, una profesión que nació, entre otros asuntos, como una apuesta a favor del diálogo en contra de la violencia.

¿Realmente la negativa de Luisa Castro a aceptar la novela como totalmente autobiográfica es cierta? Así lo espero para poder esperar que, en él, la filosofía no fuera una pose para justificar su posición social, para no atribuirla únicamente a su nacimiento: aunque ciertas sospechas tengo cuando recuerdo su frase de que no era la filosofía quien le permitía tener aquél piso en Pedralves sino su padre. Supongo que nunca lo sabré.