martes, noviembre 28, 2006

Síndrome King Kong


Con toda seguridad, si me diera por “googlear”, como últimamente se dice, me encontraría con mil entradas, jocosas o psiquiátricas, que hablaran de tal síndrome. Mas no lo voy a hacer y hablaré de él según mis vivencias mil veces sentidas y otras tantas pensadas. Obviamente tal denominación que sirve para expresar, ¿qué si no?, la debilidad ante la belleza, la he tomado de la famosa historia que ya lleva tres versiones cinematográficas. No parto de la tercera versión a pesar de que, al final de la misma, el periodista inteligente llega a discernir que no fueron los aviones sino la belleza la que mató a la bestia. Más bien de la primera, la clásica e imperecedera, aquella que comienza con un viejo proverbio árabe que, acaso, tenga más profundidad y consecuencias –buenas, tal vez, malas con mayor seguridad- que la de la beata admiración por su encanto y sugerencias meramente sentimentales. Aquí la frase:

“Al ver a la bella la bestia detuvo su mano de matar. Y, desde ese mismo momento, fue como si hubiera muerto”.

Efectivamente, quien fuera rey y podía devorar múltiples jóvenes vírgenes de la tribu que le adoraba y temía, se encontró de pronto con algo que era infinitamente superior a lo material, al alimento, al poder sobre cobardes. Algo que le hizo sentir sentires desconocidos hasta entonces, emociones que, si hubiera estado dotado de palabras y prejuicios, acaso hubiera denominado religiosos. Un objeto que le superaba, que le dominaba de tal modo que fue capaz de detener su mano de matar y dedicarse desde entonces a defender la vida de quien no era él. Descubrió el amor, eso que sólo a la belleza le ha tocado en suerte (no puede faltar nuestra referencia al creador del laboratorio de las ideas) ser capaz de despertarlo.

Somos muchos quienes hemos vivido bajo el poder de esa belleza que no somos capaces de controlar y nos mata de mil formas diferentes. Mata nuestra libertad, puesto que a ella la entregamos por poder contemplarla. Destruye nuestra objetividad, dado que ya nada parece más importante que el terrible imán que nos atrae. Acaba con nuestra autonomía, ya que sólo su ley obedecemos. Mata lentamente la vida pues nadie posee tanta energía como para luchar eternamente por su presencia.

Es posible que las características de estos escritos, siempre a medio camino entre lo universal y lo concreto, permitan confesiones y recuerdos (tan concretos como universales) en palabras posteriores. Ahora, sin embargo, sólo comentaré las terribles consecuencias que para las mujeres parece haber tenido esa vivencia en el mundo árabe y, evidentemente, no sólo en él sino acaso en todo lugar donde ellas convivan con los hombres, es decir, en toda sociedad humana.

Atracción y pavor. Esos eran los sentimientos que, al decir de Otto, en su teoría de lo sagrado, nos producía la hierofanía. Atracción y pavor. Esos eran los sentimientos que, al decir del proverbio citado, nos producen a los hombres las mujeres con su belleza irresistible. Lo cual nos hace tratarlas como a diosas, es decir, con veneración y miedo. Con encierro en los templos – hogares para que no perturben la vida normal de las sociedades. Que ya Pandora fue creada, según el mito hesiódico, para que “los hombres se abrazaran con cariño a su propia desgracia”.

¿No será, por tanto, ese miedo a perder el dominio, la libertad, la autonomía, la vida, en última instancia, lo que lleva al velo, al burka, a la represión, a la esclavitud de las mujeres? ¿No se ha teorizado tal cosa desde el psicoanálisis? ¿No se podría entender desde esto las terribles noticas que diariamente encontramos en los periódicos de sociedades aparentemente feministas?

Recordemos el final de aquella deliciosa novelita “Balzac y la joven costurera china”:la belleza de la mujer es un tesoro que no tiene precio”. Pensemos desde estas vivencias, desde estos sentimientos, desde esas emociones, desde estas sugerencias, el modo de encontrar la armonía del, como dejó dicho Heráclito el oscuro, “arco y la lira”, no cejemos hasta encontrar el equilibrio entre el poder de la belleza y la fuerza bruta del miedo.

¿No podríamos, por ejemplo, usar nuestra fuerza para mantener en vida siempre la belleza, no podrían ellas enarbolar la belleza para dibujar mundos de esperanza? Esa esperanza que nos mantiene todavía en vida. Sobre todo a aquellos que, como para Hegel, “la belleza es el domingo de la humanidad”. Para quienes la amamos sin temor porque nunca hemos deseado el poder ni ambicionado el dominio.

jueves, noviembre 16, 2006

Heroicidad cotidiana


“El rendimiento de los músculos de un ciudadano, que cumple tranquilamente con sus deberes ordinarios durante toda la jornada, es mayor que el de un atleta que tiene que levantar una vez al día pesos enormes; está fisiológicamente demostrado. Es, pues, lógico que las pequeñas obras cotidianas, en su importe social y en cuanto interesan para esta suma, presten mucha más energía al mundo que las acciones heroicas. Una heroicidad aparece tan diminuta como un grano de arena echado ilusionadamente sobre un monte”.

Estas palabras de Musil en su “el hombre sin atributos” expresan perfectamente una realidad que desarma a los tópicos sin remedio. Pues, desde ella, es difícil admirar a los llamados héroes, esos que prefieren morir en un sólo acto para que su recuerdo (irreal) permanezca para siempre en los libros y monumentos de su pueblo. Mas no como modelo que alguien deseara imitar más allá de las novelas. Sucede lo mismo con los amores románticos que no pueden sino acabar en la muerte, sabiendo como se sabe, que los amores reales son otra cosa diferente y más heroica.

Un acto apenas requiere esfuerzo pero las millones de acciones cotidianas que realizamos para poder sobrevivir son de tal magnitud que, si lo pensáramos, caeríamos agotados de inmediato. Por ejemplo, una mañana conté casi cien movimientos diferentes para preparar un vulgar cola cao para el desayuno de mi hijo. Tras haber realizado muchos más desde el momento en que apagué el despertador: la ducha, el aseo, el maquillaje, la ropa, el desayuno propio y demás. Todo ello sin empezar el trabajo de cada día. Sin contar que luego vendrá la necesidad de cocinar para atender las pesadas funciones biológicas, de limpiar los utensilios usados, de vaciar el vientre, de volver al trabajo o buscar al hijo, corretear de actividad en actividad, acciones similares al comer durante la cena. Etc.

Millones, billones, tal vez, (infinitas me dijo una madre) acciones realizadas durante un solo día. Un día de siete cada semana. Cuatro semanas cada mes. Doce meses cada año. Diez años cada década. Milagro parece que seamos capaces de vivir los años que vivimos. Mundo de héroes anónimos, sin atributos, mundo de acciones apenas valoradas –acaso porque el valorarlas supondría más esfuerzo, un sacar energías de dónde ya no quedan, fuerzas de flaqueza diría el viejo Capitán Trueno de nuestra infancia, esa flaqueza de donde surgen precisamente estas letras que hacen mi noche cada vez más corta- por más esenciales que todos eso heroísmo falsos. Falso además en el mejor de los casos, que en otros son tan calamitosos que destruirán la sociedad en menos de una toma de cola cao.

¿Qué? ¿Daremos todos la vida por la patria? ¿La daremos a la vez que la quitamos a otros que la dan por otras patrias? ¿Cuánto duraría una humanidad de patriotas heroicos? Tal vez hacemos que los admiramos y les ponemos una estatua en nuestras calles para decir que ya hemos cumplido con ellos y dedicarnos a los verdaderos heroísmos que mantienen vidas y no muertes. ¿Moriremos de amor cada vez que una enamorada nos niegue sus favores, como antes se decía? ¿Moriremos asimismo cuando nos los regalen con la excusa de haber vivido ya lo mejor que la vida nos ofrece? No, posiblemente nos dediquemos escribir versos o novelas, a hacer películas o cualquier otro objeto de arte para vivir un amor más sereno generador de vidas que cuidamos sin excesos.

Efectivamente, como supe hace años, cuando a punto estuve de desposarme con la muerte, “vivir es luz fragilísima en lucha constante contra la muerte poderosa”, tan frágil esta fuerza que cada minuto de vida sólo se logra a costa de un esfuerzo sobrehumano. O, acaso no sobrehumano, simplemente “sobreanimal”. Porque no hemos contado los actos de la mente, esa función tan extraña que saca fuerza del agotamiento, esa luz que ilumina de vida la noche de la muerte. Aun sabiendo que la derrota será segura nuestro fin será más merecedor de recuerdo y monumento que quienes, cobardes, se limitaron a negar la fuerza de la vida.

¿Diremos, incluso, que somos las mujeres las que más mereceremos la admiración por nuestra dedicación, casi excesiva, a la vida y sus cuidados? Pensémoslo y, tras ello, descansemos unas horas, que mañana nos esperan infinitos actos de frágil luz para logar otra victoria de amor y vida.


martes, noviembre 14, 2006

Libertad vigilada



Podemos empezar con Hobbes. Su artificio para mostrar cómo la seguridad que regala el estado sólo se consigue a costa de la libertad, no puede ser más actual. Sabido es que, en cualquier orden de la vida, la humanidad se enfrenta a este dilema y sólo si consigue la armonía entre ambos deseos podrá lograr cierto grado de serenidad feliz. ¿Ejemplos? Quien tiene una novia, un novio (permítaseme defender esta bella palabra, la única que me sigue pareciendo digna entre tanto amigo, colega, compañero y demás palabros modernos que se usan para no emplear precisamente la única hermosa) carece de la libertad de quien vive en soledad pero goza de la seguridad de un amor cotidiano. La soledad libre, por el contrario, promete más soledad que amor seguro. Quien, por no tener trabajo, es libre para viajar a donde quiera, carece, evidentemente, de la seguridad económica que puede dar un trabajo. Y viceversa. Etc.

Pero Hobbes hablaba de política. Asumido, como parece hemos asumido, que “el hombre es un lobo para el hombre” (inevitable el tópico de pedir excusas al lobo) sólo queda la salida de fortalecer el estado hasta límites hace tiempo olvidados. Desde el famoso ataque de las torres gemelas no hemos asistido sino a un continuo recorte de las libertades que tantos siglos y tanta sangre habíamos tardado en conseguir. Como lo muestran la vigilancia electrónica de teléfonos y ordenadores, las cámaras de video en las tiendas y en las calles, los cacheos humillantes en los aeropuertos (pronto los veremos en autobuses, trenes y en cualquier lugar que alguien piense pueda esconder un terrorista), las detenciones arbitrarias, el control insoportable en todos los órdenes de la vida, tantas cosas que parece hacer verdad un viejo aforismo que encontré en las calles de la vida: progreso es control.

Por supuesto que todo ello en nombre de la seguridad, ese valor supremo que permite a la mayoría seguir diciendo que es feliz a pesar de sus cada vez más elevados gastos en alarmas, cerraduras, perros peligrosos y otros métodos que añaden más esclavitud a la exigida por ese Gran Hermano que amenaza con dejar pequeño el 1984 de Orwell. Ese Gran Hermano que ya ha encontrado su chivo expiatorio en el “terrorismo árabe”, perfecta excusa para recortar la libertad de lo que, hasta ahora, llamábamos sociedades abiertas. Control recibido con agrado incluso por la gran mayoría que ya sólo parece alimentarse del miedo a los nuevos dioses. Porque no otra cosa que dioses semejan los llamados terroristas, esos que han tomado en sus manos las viejas prerrogativas divinas: repartir la vida y la muerte de modo arbitrario y exigirnos mil sacrificios, controles, represiones, esclavitudes varias, para intentar calmar su sed de sangre.

Parece que hemos olvidado que alcanzamos grandes cimas de libertad únicamente cuando dejamos de temer las terribles amenazas del terrible Dios que, según sus sacerdotes, podía condenarnos al infierno, lugar de las peores torturas imaginables. Parece que hemos olvidado que una vida encerrada en el miedo no merece la pena ser vivida, que una vida sin libertad difícilmente podemos calificarla de vida humana, que sólo aceptando menores cotas de seguridad (como si hubiera otra seguridad en nuestras vidas que la inevitable muerte) podemos decir que progresamos.

Si comenzó Hobbes, que termine Hegel: sólo quien no tiene miedo a la muerte es libre.

viernes, noviembre 10, 2006

Crisis de exceso

Quizás una de las causas más claras de la esterilidad creativa -en cualquier campo- sea el exceso de ideas y la incapacidad de elegir. Del mismo modo que quien no acaba de decidirse por un amor termina por quedarse solo, quien desea abarcarlo todo, finalmente se queda sin nada. Hay quienes, teniendo este problema desde la más tierna juventud, eligen estudiar filosofía, atraídos por la vocación de totalidad que tal disciplina posee. Mas incluso ahí la frustración acecha al comprobar la imposibilidad de un conocimiento absoluto y ordenado como si de un nuevo Hegel se tratase.

Si añadimos a ello las pesadas cargas de la vida moderna con su increíble falta de tiempo –increíble porque pareciera que los inventos de máquinas y aparatos deberían regalarnos más momentos para la creación- el asunto se complica. Porque hay quienes viven una vida peor que aquellas mujeres que, empezando a trabajar fuera de casa en los años setenta del pasado siglo, se vieron de repente aplastadas por el peso de dos jornadas de trabajo, la que habían tenido sus madres, las llamadas labores del hogar, lavar planchar, cocinar, criar hijos, etc. y además las horas de fábrica u oficina de los padres. Peor porque las dos jornadas han crecido hasta ser tres, al añadirse a los dos citadas las indispensables horas de soledad y creación robadas -¿a quien si no?- al sueño.

Con dificultad había quienes podían con tal exceso. Pero, de pronto, llega lo peor. Otro exceso, este de ideas. Si se ha logrado conquistar un cierto ritmo de lectura y escritura, es fácil que las Musas aparezcan rondando por los estantes de los estudios generando ideas extrañas que muchas veces recuerdan el quijotesco “del mucho leer y del poco dormir, poco a poco, se le fue secando el cerebro y acabó perdiendo el juicio”. ¿Os extrañaría, siendo así, oír a algunos de esos personajes afirmar con total seriedad que se les ha aparecido Bambulo, el perro que nos presentó Bernardo Atxaga, aconsejándole ciertos escritos, que han encontrado en el techo o en el cielo, entre las estrellas y la luna, algún texto definitivo para sus vidas o incluso que un gran hipopótamo rosa les había elegido para extender la verdadera religión?

Algo de eso me sucedió tras colgar aquí mi última reflexión. Sentía que ya no iba a tener problemas para realizar una reflexión –incluso varias- cada día, cada noche. Una sobredosis de ideas me asaltó de tal modo que volví a la situación de aquellos que se quedan sin nada por querer demasiado. He sido incapaz elegir en estos días si escribir sobre la muerte o sobre la vida, sobre los mitos o la filosofía, sobre mis lecturas literarias o de ciencia. Incluso si descansar unas semanas para retomar compulsivamente estas notas o revolotear por las mil diversiones que la vida moderna nos regala. ¿Conclusión? Como resultado del exceso sólo me ha llegado la nada.

¡Ah, mi vida mental! Me he solido enfrascar en demasiados trabajos totalmente inútiles que han servido no para ser más valorado en mi trabajo –ni por quienes mandan ni por quienes teóricamente deberían obedecer- sino para meterme en problemas. He escrito libros de texto que parecían ensayos o ensayos que parecían libros de texto logrando de ese modo la marginación y el olvido: Incluso habiendo acertado en uno de los cuernos del dilema, tampoco hubiera llegado el triunfo al no poder competir con editoriales que emplean cien o más personas para lo que yo elaboro solo. Muchas veces había decidido dedicar mis energías a algo más productivo que a una mala divulgación para caer de nuevo en trabajos similares e incluso en esto que no parece pueda llegar a ser nada entre millones y millones de blogs que hablan de asuntos más divertidos –por ello más buscados- que estas reflexiones que se pretendan filosóficas. ¿Debería dejarlo todo y centrar mis esfuerzos en plasmar lo mejor de mi mente en una sola obra, siendo capaz de elegir de una vez y dejar de revolotear cual mariposa en grupas de hipopótamos? ¿Debería hacer con la escritura lo que hago con la música, es decir, escucharla sin desear ser yo quien intente superar a los grandes de la historia? ¿Leer y nada más? ¿Dedicar la energía a lo que se llama vivir –ganar dinero, salir de noche, hacer el amor, comer, beber y esos asuntos poco mas que biológicos?

Mas, entonces, ¿qué hago con la sobredosis de ideas que me asalta? Me temo, sí, que tras esta crisis, seguiré haciendo la noche corta.

lunes, octubre 16, 2006

Gastronomía




A veces me dicen que porqué no escribo de asuntos más normales –cosa que me extraña porque normales me parecían mis temas e intereses de reflexión-, como, por ejemplo, los gustos cuya satisfacción, parece, dan la felicidad a quienes logran saborearlos. Que, por ejemplo, hable de comida. Pero no entiendo cómo se puede encargar un escrito reflexivo sobre un tema como la gastronomía, el arte del buen comer o algo así, a quien ni siquiera es sino siendo sido. Sido por toda la educación platónico-judeo-cristiana que valoró el espíritu frente a la animalidad horrenda de la carne. Espíritu que son creencias orteguianas frente a las ideas que fueron las que todavía se llaman de la sospecha. Mayo del 68 frente al siglo de Agustín. Biología contra cultura. Sido de formas tan contradictorias. Retorno a la primera luz de Heráclito, pues. Pero también Hegel nos dejó dicho que nada de lo pensado por el oscuro quedó fuera de su pensar. Sólo queda aceptar el reto de la síntesis. Reconocer el caos de las voces para, una vez más, intentar el coro de la sinfonía.

Se puede aceptar como una forma de placer. Mas el placer no parece otra cosa sino el premio que la naturaleza da al organismo por realizar las tareas necesarias para conservar su individualidad (imposible sin alimento) o mantener la
especie (ya es imposible que nos olvidemos del viejo “gen egoísta”). Los llamados placeres espirituales no serían, si admitimos la verdad freudiana, otra cosa sino sublimación. Con lo que esta-mos en las mismas. O admitimos nuestra naturaleza animal o reconocemos, más o menos religiosamente, que somos algo más que naturaleza, cultura si así se prefiere. Pero siempre, mal que le pese a Darwin, “sobrenaturales”. ¿Síntesis? Ciertamente necesaria en el siglo XXI en que vivimos. Porque la última mitad del siglo pasado fue la de la cosecha de las ideas que pretendieron salvar el cuerpo tras casi dos mil años de vituperio. Con la consabida vuelta, según la que llaman “ley del péndulo”, al otro extre-mo. Basta con observar cualquier kiosko de revistas para constatar como el culto al cuerpo ha dejado en la oscuridad o la rareza las palabras de otro tipo sublimado. Espectáculo que parece tan lamentable como aquél que lo despreciaba y castigaba sin sentido.

¿Volver al consabido término medio aristotélico? Padecerá nuestra originalidad, ciertamente, pero desde siempre es sabido que el objeto de la filosofía no consiste en la originalidad sino en la verdad. Así, no parece que la armonía buscada sea diferente al término medio tan manido. Es decir, mantener el cuerpo en salud, belleza y placer, pero adornado con la pátina cultural-espiritual que hemos construido durante siglos. ¿Acaso la humanidad no es lucha constante contra el mal natural para vencer sus horrendas leyes de violencia con las leyes, sus límites a la vida con muertes prematuras, sus condenas de dolor con droga y medicina? ¿Acaso no es deseo de perfeccionar sus límites, embellecerla más que lo dado –nunca olvidaremos el elogio del maquillaje que hizo el ya viejo Beaudelaire-, crear incluso obras más bellas que montañas y cielos, acaso, más todavía, no son las ideas de belleza y de bondad fruto del espíritu, pensamiento, vida solo humana? Sin poder olvidar que somos, en pleno sentido hegeliano, su conciencia.

Gastronomía, pues, en su centro. Agradable actividad que genera no sólo el placer rega-lado por las fuerzas naturales sino asimismo la belleza de la presentación y de las for-mas, el logro de sabores exquisitos, la compañía de la amistad y la palabra, imagen de felicidad humana aunando, una vez más, materia, afecto y comprensión. Nada diferente el erotismo: agradable actividad que genera no sólo el placer regalado por las fuerzas naturales sino asimismo la belleza de la presentación y de las formas, el logro de sabores, olores, miradas y sonidos exquisitos, la compañía de la amistad y la palabra, imagen de felicidad humana aunando, una vez más, materia, afecto y comprensión. ¿Comprensión? En esas estamos: haz de tu amor sabiduría. Y ¿porqué no también del alimento?


domingo, octubre 15, 2006

Gritos familiares

Son excesivas las ocasiones en que las relaciones humanas se dirimen entre gritos. Como si esa expresión irracional, ese enfado, diera la razón a quien lo emite. Es otra de esas maneras de “violencia de baja intensidad” que, a medida que crecen las posibilidades, pueden transformarse –como sucedía en el machismo de baja intensidad hace poco comentado en este blog- en grandes violencias. Así parece suceder en este mundo. Batan los gritos, del nivel que queramos, para que quienes lo profieren pasen a ocupar el lugar más importante de la actualidad, de la política, de la vida personal. Bastan las acciones violentas para que pasen a ser entes importantes en las decisiones de la sociedad o víctimas que no tenían otro remedio que la misma para poder subsistir. Pero, ¿es realmente así? Más bien parece lo que sigue, centrándonos ahora en las relaciones del hogar, ese lugar que parece últimamente tan peligroso.

Gritar es mostrar frustración, acaso impotencia, sintiendo que la palabra ya ha terminado sus caminos y la violencia suprema es imposible por terror o esperanza. Quien grita a otra persona, sea por una acción o una omisión indeseable, ha admitido que es ella quien debe dominar a la otra a la que se quiere hacer esclava. Es, por tanto, el grito síntoma de deseos profundamente inaceptables por la persona libre. Inaceptables por la persona que desea ser respetada. ¡Cuánto mas inaceptable por la que quiere ser amada! Es, además, camino seguro hacia mayores violencias psíquicas y, a veces, físicas. Camino seguro hacia la huida a otros hogares más cálidos y acogedores. Incluso hacia la soledad donde el silencio puede curar las heridas de los excesivos, y absurdos, decibelios.

La critica suave, por el contrario, hecha siempre con palabras racionales, tal vez irónicas pero de gracia, conduce al dialogo, a la posibilidad de arreglar lo que desagrada sin que la otra persona se sienta despreciada, esclavizada, odiada. Es, por tanto, un mejor camino hacia la paz en las relaciones, hacia la mejora de estas y de sus componentes, hacia la posibilidad de basar de nuevo estas en el amor con sus placeres y no en la guerra destructiva.

Mas, ¿cómo pasar del grito a la palabra después de haber sido proferido? ¿Cómo perdonar el supremo desprecio en que tal grito ha consistido? ¿Cómo cerrar la herida del desamor? ¿Cómo crear puentes si quien grita no busca caminos de suavidad y perdón ni es capaz de reconocer que la respuesta ha sido infinitamente más peligrosa para la relación que cualquier error o mala conducta de la otra? ¿No habrá muchos gritos detrás de las violencias absolutas que nos cuentan? Sólo si las brasas del amor aún se mantienen, sólo si el orgullo desaparece ante la petición de perdón por medio de besos y palabras, acaso se pueda reconducir la situación. Sólo con la promesa de volver a la razón y olvidar los caminos sin salida de los gritos.

En conclusión, siempre llegamos a la primitiva apuesta de la filosofía. No parece haber sino dos maneras de relacionarnos: la violencia y la palabra. Quien elija la primera jamás sabrá de amor humano ni de amistad humana, por mucho que, en apariencia, triunfe ante los borrachos de palabras. Quien elija la palabra tal vez encuentre en los oasis de la vida altas cotas de felicidad, aunque sean relámpagos de luz en la tormenta absurda en que vivimos.

Lo cual no soluciona el problema de qué palabras usar ante el grito, ante el arma, ante la violencia de quienes han decidido no usar los caminos del lenguaje. Acaso la huída sea posible en las relaciones personales pero no está tan claro en lo político y social. En esto parece, una vez más, que las propuestas filosóficas de diálogo y las religiosas de amor no han podido nada, tras milenios, contra guerras, egoísmos y violencias. ¿Mantenemos esperanzas o esperamos simplemente que no nos toque de cerca la sinrazón?

viernes, octubre 13, 2006

Vicios sin nombre



Parece que fue Aristóteles quien, en sus análisis de las conductas humanas, descubrió alguno vicios que, al no tener nombre, pasaban desapercibidos. Como si diera la razón el viejo refrán euskaldún que dice eso de que “todo lo que tiene nombre existe.” Aunque, en buena lógica, no sería correcto, sí que en realidad parece serlo su contrario: lo que no tiene nombre no existe. De ahí la importancia decisiva de quienes crean ideas para entender la realidad. Uno de esos vicios sin nombre a los que se refería el filósofo era el no sentir rabia, el no enojarse, con los actos injustos. ¿Puede, ciertamente, una persona considerarse moral si, al menos, no lamenta, critica, condena, a los poderosos que se embarcan en guerras por intereses totalmente inconfensables, a quienes se enriquecen con la desgracia ajena, a quienes usan a personas para mejorar puestos a costa del bienestar ajeno, a quienes acosan a compañeros, de escuela, de trabajo, por el mero placer de hacer daño? Por ejemplo.

Mas hoy deseba hablar de otro asunto. Un vicio relacionado con la envidia sin identificarse del todo con ella. Me refiero al odio a la excelencia, a la incapacidad de aceptar que haya personas cuya altura moral, intelectual, estética, esté por encima de la normal. Ese odio que se manifiesta en el intento de buscar en estas algo que las reduzca a la miseria moral, intelectual, estética, de las masas. Cosa sencilla puesto que nadie, mucho menos quien aspira a la excelencia y perfección en su vida, a la bondad, a la verdad y a la belleza, ha adquirido la perfección. Con lo cual, cualquier pequeño defecto, cualquier actividad normal incluso, puede ser considerada como definitiva para echar por tierra el esfuerzo de toda una vida.

¿Qué Einstein cambió para siempre nuestra concepción de la realidad? Sí, pero era machista. ¿Que Marx consiguió mejoras sociales que nadie antes hubiera osado imaginar? Sí, pero se acostó con su criada. ¿Qué Leonardo da Vinci creó belleza, creó verdad, creó utopía? Puede ser pero¿no era homosexual? Millones de ejemplos podrían acudir a nuestra memoria para ilustrar este vicio “democrático” que consiste en igualar a todos por debajo. No se puede considerar envidia porque, quienes critican la excelencia de estos personajes y otros, incluso de quienes podemos encontrar en nuestros caminos cotidianos, no desean en absoluto alcanzar tales cotas intelectuales o morales, sino negar incluso su existencia.

¿Qué alguien es capaz de llevar su pensamiento más allá de las miserias económicas de la normalidad? Aunque quien va a criticar nunca hubiera sido capaz ni de pensarlo –por tanto, para él, ni siquiera existe la posibilidad de una vida mejor- dirá que lo hace porque, en el fondo, no le afecta. ¿Qué alguien prefiera sacrificar comodidades por belleza? Pensará que lo hace porque no le faltan comodidades pero jamás se le hubiera ocurrido a quien critica ni siquiera la realidad de tal cosa. ¿Qué alguien dedica sus noches al estudio o la creación renunciando incluso muchas veces a los placeres del amor? Será que la soledad le abruma o busca beneficios que no encuentra a su pesar. ¿Qué alguien valora más el amor o el intelecto que el dinero? Se le recordará, como si tuviera algo que ver, que trabaja sólo por el dinero: no importará que dedique a su trabajo miles de horas más que las normales, no importará que diga que gran parte de su vida es precisamente ese trabajo donde puede crecer moral e intelectualmente. Nada importará ante la evidencia de que también el bueno tiene que comer.

Triste, sí, mas no por ello menos cierto. Siendo así, no extraña que el diablo que aparece en la novela de Guelbenzu, “Esta pared de hielo”, anduviera aburrido al no encontrar grandes almas que, por su alta moralidad, fueran dignas de captar. Si desde niños se desprecia a los que saben, si el modelo de triunfo es la fama sin sentido, si la palabra ética suena a eso que estudian los que no va a religión o, peor, a una clase donde se ponían “videos”, si el dinero, la diversión, el sexo pasajero sin humanidad, son los valores que vivimos, ¿cómo encontrar a alguien que, como en la novela citada, renuncie a una herencia millonaria porque sabe que su origen es la sangre? De hecho, la parte de la adolescencia que me toca intentar educar, respondió al unísono que no ella, por dios, que no sería ella quien renunciara.

¿Nos enojamos, pues, porque esto sea así? No parece quedar otro remedio si no queremos caer también en este nuevo vicio sin nombre, en ese odio sin límites a la excelencia, a los valores de quienes pierden más horas buscando conocimiento que dinero -¿hay alguien que imite hoy a Salomón?-, amor que sexo, interés que diversión, palabras que imágenes, amistad desinteresada que roces de interés. Enojémonos, pues, y no dejemos de intentar elevar la masa de saber, de placer, de amor, de belleza, de libertad, de felicidad y de justicia a nuestro alrededor.

sábado, octubre 07, 2006

¿Machismo de baja intensidad?


Una muy buena amiga mía me contaba la otra tarde un suceso de esos que todavía suelen suceder en la noche pamplonesa. Resulta que unas amigas suyas, tras una cena con compañeras de trabajo, volvían a casa con el sano propósito de descansar junto a sus esposos, novios, amantes o lo que cada una de ellas tuviera. Ya estaban llegando al aparcamiento para recoger el coche cuando se les acercó un grupo de “hombres”, treintañeros como ellas, invitándolas al baile y a la copa en su “maravillosa” compañía. No es extraño que el silencio fuera la respuesta ante unos desconocidos con los que no tenían intención alguna de hablar, mucho menos de alargar la noche, máxime cuando no parecía que sus condiciones físicas ni psíquicas fueran las adecuadas para una relación mínimamente humana. Se supone que ahí debería haberse terminado la historia, si las cosas fueran las que se esperan normales en estos tiempos, tras más de cuatro décadas de feminismo.

No me contaron truculencia alguna, de esas que salen en los telediarios con más frecuencia de la deseada, no hubo realidad de golpe y sangre, pero sí unas conductas sintomáticas de un insoportable fondo machista que, sinceramente, creía –quería creer- desterrado. Unas conductas que debieran ser denunciadas y castigadas sin que atenuante alguno ni genial abogado defensor pudieran oponer nada. Porque aquellos especímenes de forma humana se debieron sentir despreciados por seres inferiores que, en lugar de agradecerles su atención, les pagaran con indiferencia. Aquello no podía quedar así si pretendían mantener su autoestima. De modo que, como hacen quienes se sienten superiores, seguros por fuerza y número, pasaron de la invitación más o menos educada al insulto delictivo.

¿Cómo reproducir aquí, en un lugar que desea emanar sensibilidad, incluso poesía y belleza, tales palabras, si palabras podrían ser aquellos sonidos? Porque tampoco quedaría bien reflejado el asunto si dijera que lo primero que salió de las bocas de aquellos preclaros varones fue el comparar a aquellas mujeres con la característica de los desfiladeros, es decir, con la estrechez. O lo que siguió con sugerencias de necesitar retozos de amor entre apéndices veloces. ¿Fin? Ya se sabe que, cuando el macho es despreciado, sólo se le ocurre comparar a las mujeres que le ningunean –con razón, por supuesto- con las hembras de aquellos animalitos con los que Sansón, tras atarles a la cola fuego, logró vencer a los filisteos.

Curioso asunto, sí, que quienes se sienten atraídos por quienes les parecen ángeles de amor –eso y más estarían dispuestos a decir si fueran aceptados en sus deseos de compañía-, en cuanto comprueban la imposibilidad de acceder a ellas necesitan transformarlos en lo que más desprecian para, así, no sentirse tan impresentables, tan inútiles, tan literalmente indeseables, como realmente son. Un tipo de ¿hombres? que creíamos desparecidos hace años. Como creíamos desaparecidas las violaciones, vejaciones y asesinatos de mujeres basadas en el tópico “la maté porque no quería ser mía”.

Acaso haya quien piense que, comparados con asuntos mucho más graves, esos sucedidos nocturnos son una especie de “machismo de baja intensidad”, pero nadie debe ignorar que –no podemos dejar de citar en este blog al viejo Platón- “cada cual obra mal a medida de sus posibilidades” y que, en cuanto, la ocasión se presente, lo poco se transformará fácilmente en mucho. Porque estas conductas son excesivamente sintomáticas de un machismo que deseábamos vencido pero que, como se vive cada noche, sigue campando en nuestra sociedad. No es extraño, siendo así, que una de mis amigas confesara haber deseado ser Uma Thurman en la película “Kill Bill” y usar la catana para reducir la aparente virilidad de aquellos machitos a su virilidad verdadera.



domingo, septiembre 24, 2006

Víctimas

Hace unos días, noches más bien, dejé mis escritos para contemplar la película Omagh. No tengo costumbre de hacer comentarios técnicos acerca del séptimo arte. Más bien, por deformación profesional y por seguir haciendo honor al titulo de este blog, son las ideas, el conocimiento que puede aportar, las reflexiones que me provoca, lo que me interesa. En este caso, insertos en nuestro país en el famoso proceso de paz, no pude menos de comparar el (insoluble) problema que plantea el film con lo que puede suceder entre nosotros. A pesar de que ninguna situación es idéntica a otra, sólo porque existen algunas muy similares, podemos aplicar ideas generales a muchas de ellas: de otro modo no podría haber ciencia ni reflexión acerca de asunto alguno.



Plantea la película, como es sabido, el atentado del ”Ira Auténtico” en pleno proceso de paz y la desesperación de las familias que ven cómo nadie hace nada por encontrar, encerrar, juzgar y castigar a los asesinos. Porque hacerlo supondría mayores dificultades para esa paz tan deseada durante decenios. ¿No sucedió cosa parecida en nuestra transición cuando se renunció al castigo de los antiguos colaboradores de la dictadura y sus matanzas? ¿No se decidió el olvido para no caer en una nueva guerra civil, que hubiera sido más desastrosa que cualquier otra alternativa? ¿No esperamos dramas similares en España ante la situación de Euskadi? ¿Acaso las asociaciones de víctimas del terrorismo no temen ver paseando tranquilamente a los asesinos de sus allegados por las mimas calles por donde llevan años arrastrando su dolor? ¿No será así a cambio de acallar para siempre las pistolas y metralletas y no aumentar el número de las víctimas?



¿Víctimas inocentes o víctimas culpables? Acaso pueda servirnos de algo la teoría que sobre el cristianismo elaboró ya hace años Renée Girard. Defiende este que, antes del drama de la crucifixión de Cristo, toda sociedad mítica había considerado a las víctimas culpables y, por tanto, merecedoras del castigo impuesto. Postura que hemos vivido durante años al escuchar, tras un atentado, que la víctima “algo habrá hecho” para merecer tan definitivo castigo. Plantea, por el contrario, que el cristianismo introduce la decisiva novedad de la víctima inocente. Idea que, a pesar de la milenaria herencia cristiana del País Vasco, no parece haya abundado mucho en los años de la violencia etarra. Como, por otro lado, tampoco en la “católica” España del franquismo.


Sea lo que sea, en tiempos de pensamiento arreligioso, lo único claro es que las víctimas lo son, en muchos casos -como sucedía en la película que nos produce estas reflexiones- por mala suerte, por estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado. “Daños colaterales”, se diría en el lenguaje cínico de nuestra época, daños inevitables para acabar con el verdadero culpable que, en la mayor parte de las ocasiones, no sufre ningún daño. ¿Ejemplos? ¿Cuántos afganos han muerto mientras Bin Laden parece seguir viviendo en sus refugios? ¿Cuántos iraquíes mientras Sadam se eterniza en los juzgados? ¿Cuántas víctimas inocentes fueron asesinadas en la guerra civil sin alcanzar jamás a Franco, cuántas sin rozar apenas la piel del comunismo realmente existente en aquellos años? ¿Cuántas en nuestra tierra sin que España y Francia hayan cedido un ápice ante las pretensiones de ETA?


¿Servirá de algo la recuperación de la memoria de los muertos del pasado –sobre todo, cuando aparecen esquelas de los dos bandos pretendiendo equiparar los motivos de aquellos enemigos irreconciliables- en vistas a aliviar el dolor del pasado? ¿Servirá el olvido que ahora se pretende, como en la Irlanda del proceso comentado, para aliviar el dolor del presente? No parece tal cosa, no ciertamente para los muertos, no para los mutilados, no para quienes tuvieron la mala suerte de estar donde y cuando no debían. Se lavarán algunas conciencias, no lo niego, acaso se termine de una vez con los métodos violentos (cosa que tampoco parece demasiado clara) pero las víctimas no habrán tenido otra función que ser moneda de cambio de los que quedan vivos, no habrán tenido otra razón de ser que la mala suerte, causa no digna ni heroica, motivo absurdo. Todo lo más, mártires para un parte de la sociedad (magro consuelo para el muerto) y culpables para la otra.


¿Podría haber algún acercamiento, centrándonos en nuestro proceso, a la justicia? ¿Qué se podría reglar a las víctimas y familias a cambio del silencio y la renuncia a la condena? ¿Sería mucho pedir que el bando que espera lograr algo a cambio del abandono de las armas, aceptara la cárcel para quienes asesinaron a víctimas nocentes? Seguramente sí. Porque lo único claro desde el punto de vista humano, individual, que no político, es que las víctimas son victimas y punto. En los países ricos tal vez las familias reciban una compensación económica, en los pobres ni siquiera eso.


¿Conclusión? Si es ya tópico el ¡ay de los vencidos!” lo mismo podemos decir “ay de las víctimas”, pues a ambos grupos se les puede aplicar el rotulo del infierno: “abandonad toda esperanza quienes aquí entréis”. Otro drama sin solución, otro camino para aumentar la masa de sufrimiento, que ya hace milenios era insoportable: por mucho que Hegel hablara de las argucias de la razón o los cristianos del Dios que escribe rectos con renglones torcidos -incluso estos, si fueran ciertas su creencias y alcanzaran el paraíso, nunca podrían olvidar el plus de sufrimiento que otros beatos no tuvieron que pagar-. ¿Futuro? Esto continua.

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martes, septiembre 19, 2006

Granada, la aurora en las montañas

Ahora que todos preguntan qué tal el verano, justo hoy que el otoño empieza, es cuando debo dar fin a los relatos que los cursis llamarían de la canícula. Cuando, allá por enero, mi librero me regaló un calendario con poemas –algunos inéditos- de Juan Ramón Jimenez, editado por un pequeño hotel de Granada, pensé que aquél capricho merecía una visita. No creí que iba a ser tan pronto, pero el verano nos exigió buscar belleza tras recorridos por otros lugares no siempre preñados de hermosura. “El ladrón de agua”, era el nombre del hotel, tomado de un texto juanramoniano del libro “Olvidos de Granada”.

A fe que el ladrón hizo su trabajo restando buena parte del pecunio ganado con el, precisamente, regalo de palabras y de aromas. Mas mereció la pena el viaje literario persiguiendo, desde Moguer, a quien hace cincuenta años fuera regalado con el Nobel. Nos asignaron una habitación denominada con el nombre del poeta, aunque no hubiéramos lamentado haber descansado en la “jitana prendida por el sol”, en "las tres diosas brujas e la Vega”, o en cualquiera de ellas que no disponían de números sino de versos. Versos sustentados en un palacete del siglo XVI, uno de tantos construidos cuando Boabdil, perfeccionad
a su sensibilidad con los placeres de las artes y la carne, no pudo resistir la brutalidad maloliente de quienes, dicen, llevaban años sin lavarse por haber prometido no hacerlo antes de conquistar Granada (según dicen, no parece fuera otra la razón de la victoria de los hunos sobre los romanos: la imposibilidad de soportar su mal olor).

Bajo una de las almenas de la Alhambra, tal vez el único lugar en que la realidad es más hermosa que las postales, según mi joven y bella esposa, nuestro balcón se sostenía sobre un río Darro apenas vivo, un arroyuel
o preñado de cisnes olvidados de su canto, como si padecieran el síndrome de Stendhal, ese malestar ante la belleza que casi termina con la vida del gran escritor francés. Esa angustia que tal vez sea la razón de que ese lugar tan hermoso sea denominado “el paseo de los tristes”. Esa angustia que el poeta definía así: “siento un verdadero malestar físico y a veces tengo que huir de mí mismo, en ella (la belleza), y pensar en otra cosa”. Extraño lugar donde, por las noches, junto a parejas de enamorados, turistas irredentos y árabes reconquistando la ciudad con sus tés, con sus chilabas multicolores, con sus costumbres, sus manjares y colores, aparecían extraños personajes acompañados de multitud de perros que ahuyentaban hacia el Albaicín a los pocos gatos negros que se aventuraban en la noche. Todo ello en ese lugar que es el “marco incomparable” de quienes habitan Granada.

Granada la de los mil contrastes. La que todavía n
o sabe si es árabe o cristiana, la ciudad monumental con sus obras islámicas y católicas, el Albaicín, lugar de nocturnos ensueños solitarios, contratando con las obras caóticas del ciudad moderna y nueva, refugio de restaurantes que envuelven el manjar en la belleza, frente a otras tabernas baratas necesarias en la vida cotidiana que no puede detenerse en hermosuras. Granada, la ciudad que domesticó un agua creadora de jardines y de flores, de frescor en el verano y calidez en los inviernos acosados por la sierra, un agua que sólo es digna de la fuerza creadora que le asignó Tales de Mileto en los orígenes de nuestro pensamiento.

Si todo ello lo envolvemos en días y noches de amor y en el hallazgo de una idea juanramoniana casi heráclitea, podría contestar que el verano bien. El viejo pensador de Éfeso había creído que el tiempo era un niño que jugaba a los dados. Juan Ramón, en otro registro, afirma que el tiempo solo se detiene para jugar con el niño (el niño de Ronda y de Moguer, di
ce). Mi mente iluminada lamenta no haber llevado a mi niño al lugar de tal revelación: puesto que sólo el contacto con la infancia puede curarnos de las prisas que parecen van a amargarnos la vida para siempre; sólo el juego infantil no tiene fines, no tiene prisas, es sólo vida y lucha de libertad: seguramente tan destinado al fracaso como la promesa siempre incumplida de la belleza y de la vida.

No queda más remedio que sea Juan Ramón (Lorca quedó olvidado ante el gigante) quien se despida:

“El pajarito canta

-¿Oh madrugada, dentro, negra y roja!-
donde el niño está muerto.
¡Donde el niño está vivo;
rayo de oro del alegre
amanecer azul y fresco!”






domingo, agosto 06, 2006

Málaga, ¿ciudad del paraíso?



Hace unos días, una muy buena amiga mía me decía que ella sí, que no era como tantas otras gentes que dicen no arrepentirse de nada de lo hecho en la vida, que ella sí que se arrepentía de cantidad de ellas. Tal vea de la que más, de la de haberse enamorado, hace años, de mi, de mí cuando estaba inmerso totalmente en la “etapa estética”, según la clasificación de Kierkegaard. También podría hacer larga lisa de errores cometidos en mi vida. Pero, acaso, uno de los más molestos es el no haber seguido la idea de un famoso pensador actual, la de ganar dinero suficiente para una vida digna antes de los treinta años y dedicarse, después, enteramente a la filosofía. Mas, entre la influencia católica que tantas veces nos repitió la parábola del camello, del rico y de la puerta, junto a la del condenado Epulón y el salvado Lázaro, el desprecio por cosas tan vulgares como el dinero y la falta de una mentalidad cuando menos calvinista, hizo que mil ideas, hoy utilísimas para el negocio, quedaran como “locuras” u ocurrencias.

Una de ellas fue la de realizar funerales laicos –hoy negocio incipiente, aunque, obviamente, no en Navarra-; otra la de realizar consultas filosóficas, actividad, desde la publicación de “Más Platón y menos Prozac”, cada vez más lucrativa incluso en nuestro país. Finalmente, la que me guardo para mi reflexión actual, la de viajar siguiendo rutas más o menos literarias. Así, conocí Córdoba para leer “El collar de la Paloma” en ella, donde Ibn Hazm lo escribiera recién iniciado el siglo XI. Del mismo modo, en aquellos años postreros del franquismo, conocí Málaga, atraído por el libro de Aleixandre “Ciudad del Paraíso”. Cierto es que recalé antes en Marbella, en aquellos tiempo en que esta era un hermoso pueblecito andaluz con sus casas blancas y sus gentes acogedoras. Hablaré otro día de Moguer, a donde me llevó Juan Ramón, puesto que estos ejemplos bastan para intuir cómo antes de que se realizaran itinerarios con las aventuras del Código da Vinci o con las historia del capitán Alatriste, ya andaba, sin mentalidad económica, por esos derroteros.

Incluso hoy, ya sin remedio para adquirir tal mentalidad, volví a Málaga, huyendo del lugar comentado en la reflexión anterior. Ambas veces me sucedió algo similar a lo otrora comentado acerca de las imágenes (decíamos que, una vez vista la fotografía, no merece la pena el viaje porque hay muchas posibilidades, amén de no dejar cabida a la sorpresa, de que el lugar no sea tan bello como ella), que los versos eran infinitamente más bellos que la ciudad. Ni los cuadros de Picasso, ni la catedral, ni sus bares o galerías comerciales, ni su puerto, ni sus playas se acercaban mínimamente a la belleza de los versos que hacia allí me dirigieron. Tanto es así que o bien Aleixandre vivió otra Málaga –cosa segura- o bien su imaginación la transformó en ese lugar apetecible. Que sea él, por tanto, quien cierre esta noche mi pensar con unos versos cuyo sentimiento no parece sea, precisamente, el conocido hoy por quienes visitan las costas de aquél lugar:

Por mis labios de niño cantó la tierra; el mar
cantaba dulcemente azotado por mis manos inocentes.
La luz, tenuamente mordida por mis dientes blanquísimos,
cantó; cantó la sangre de la aurora en mi lengua.

Tiernamente en mi boca, la luz del mundo me iluminaba
por dentro. Toda la asunción de la vida embriagó mis sentidos.
Y los rumorosos bosques me desearon entre sus verdes
frondas,
porque la luz rosada era en mi cuerpo dicha.

Por eso hoy, mar,
con el polvo de la tierra en mis hombros,
impregnado todavía del efímero deseo apagado del hombre,
heme aquí, luz eterna,
vasto mar sin cansancio,
rosa del mundo ardiente.
Heme aquí frente a ti, mar, todavía. . .



Benidorm, que todavía existe


Se suele decir que el viajero sólo tiene interés social si es capaz de narrar su periplo de un modo original, instructivo, sorprendente. ¿Puede suceder tal cosa tras una breve estancia en Benidorm? Es un lugar simbólico porque, del mismo modo, pudimos recalar en Torremolinos, Salou o en cualquiera de los monstruos que han colonizado las playas mediterráneas y algunas otras. De entrada choco con la primera frase escrita, puesto que no es sencillo encontrar algo original, sorprendente o instructivo en estos templos vacacionales. ¿Por qué, entonces, tan pesado viaje? Decir nadie sería excesivo, pero pocas familias escapan al tormento de tener algún allegado que ha comprado o alquilado un apartamento en alguno de esos pueblos o ciudades. Lo cual no deja muchas opciones a la obligación de la visita.

Incluso, si hay que conocerlo todo, no tenemos más remedio que conocer el lugar que se convirtió en modelo del turismo patrio. Primer objeto de deseo de quienes comenzaban a tener vacaciones pagadas hacia los años sesenta del pasado siglo. Deseo de salir de las ciudades sin playa, deseo de viaje y cambio, primeras novedades extranjeras en el ámbito moral y de costumbres (sexuales), inicio de la liberación tras largos años del terrorismo ético ejercido sin pudor por “nuestra” Iglesia. Fue ciertamente original aquél modo de vida, tuvo que sorprender la libertad de otras mujeres, habitantes de países no tan lejanos, no hubo poco de instructivo en el contacto con los “extranjeros”. No había preocupaciones de la increíble corrupción que, seguramente, hubo en aquél y otros lugares similares, no tuvieron fuerza las ideas obligadas, sólo importó en aquellos tiempos la liberación, necesaria, de los cuerpos.

¿Hoy? Sensación de que, tras tanto cambio, nada ha cambiado. Cuerpos jóvenes usan y abusan de la noche, de las drogas legales e ilegales, mientras el sexo ya ha perdido cualquier misterio más allá del placer animal y pasajero. Cuerpos infantiles, jóvenes, maduros y seniles, masculinos y femeninos, usan y abusan del sol y de las playas con un mar que ya no posee encanto alguno ni capacidad para despertar las viejas reflexiones de poetas, científicos y filósofos. Cuerpos que se relacionan sin apenas palabras, más allá de los necesarios intercambios comerciales o sexuales, en esta increíble Babel moderna, poblada por tantos idiomas que las almas se pierden en un silencio incomprendido.

Curioso lugar, extraños centro de tentaciones y caídas que todavía logra atraer a miles, tal vez millones, de personas, a las que no importan las mil incomodidades a que se ven abocadas las verdaderas necesidades de los cuerpos y las almas. Bastan los significantes vacación, sol, descanso, playa, droga, sexo, para que a nadie importe vivir en pisos pensados para dos personas convertidos en hoteles de casi veinte. Pisos –apartamentos les llaman- donde es imposible el descanso, la intimidad, la lectura, la belleza ni, para muchas mujeres, la libertad siquiera del no trabajo en el “hogar”. Tampoco parece importar que playas creadas para mil se llenen de cien mil. ¡Pero todo sea por haber estado de vacaciones fuera del lugar de todo el año!

Sorprende todavía que, para cada generación, para cada clase social, ascendente o que nunca ascendió, todo sea nuevo cada vez. Sorprende que importe más el movimiento sin sentido que la comodidad, la promesa que la realización de la misma, la superficie que la verdad, el hedonismo sin clase que el placer perfecto de la unión de un cuerpo con un alma cultivada. Aprendimos que la humanidad difícilmente cambia más allá de lo más banal y accesorio -ya no se llama a la familia en las viejas cabinas sino con el móvil, no se usan mapas sino GPS, no se llega al apartamento en un seiscientos sino en un unifamiliar, la televisión llena los momentos de tedio en lugar del libro- , que las fuerzas de la propaganda y la sociedad nunca yerran en recuperar el dinero pagado en sueldos con el señuelo de la falsa tentación.

Digo aquí adiós a Benidorm -posiblemente no la vea más, seguramente ya no me enseñe otras historias ni me sorprenda con la repetición-, le digo adiós aquí con el deseo de que sus rascacielos sepan de nube y mar enlazados con versos, con ideas y con almas, que sus playas generen sentimientos elevados como antaño, que sus noches sepan otra vez de amor y sus días generen caminos de hermosura.

Alegrías y temores de un profesor en verano


Es curioso que las profesiones más deseadas en el imaginario tópico popular (la milicia por la creencia en sus grandes beneficios económicos, el sacerdocio por su escasez de trabajo y la enseñanza por sus largas vacaciones) sean a la vez las más odiadas y despreciadas, precisamente por la facilidad de ganar dinero, por no trabajar, por su inutilidad o por envidia. Tópico porque nadie ignora que la milicia es ahora refugio de quienes nada tienen y el sacerdocio de unos cuantos locos que trabajan a cambio de casi nada. ¿La enseñanza? ¿Qué decir si el propio alumnado afirma que ni en sus peores sueños desearían tal profesión, donde es preciso soportar a gentes como ellos? En esta última estamos, a esta última atacamos-defendemos.


En estos tiempos en que, como en casi todos, se critica la indisciplina del alumnado adolescente, su carencia de aficiones intelectuales, la falta de respeto hacia el profesorado, en fin, todas esas truculencias que tanto deprimen a quienes se dedican al imprescindible oficio de enseñar, acaso no vengan mal unas pinceladas de alegría y esperanza. No creo que en este asunto se pueda decir -tal vez en ninguno- que cualquier tiempo pasado fue mejor ya que el propio Platón ya se quejaba en su República de problemas similares. Si nos fijamos en nuestro pasado aparentemente añorado, ¿encontraríamos acaso más respeto o era simplemente el miedo que se extendía desde las alturas del dictador hasta los lugares más íntimos de escuelas y familias? ¿Encontraríamos realmente más lectores o sencillamente estábamos algunos raros que leíamos muchas veces sólo porque estaba prohibido? ¿Ha existido alguna época en que se haya leído más que ahora? No lo creo. Como tampoco que la juventud adorara a sus maestros ni maestras. Supongo que entonces, sea cual sea ese entonces, como ahora, la mayoría, esa minoría que podía acceder al estudio, soñaría únicamente con recreos, vacaciones, diversiones, amores y licores.


Nos queda, una vez más, conformarnos con la minoría y desear que se convierta, al modo juanramoniano, en inmensa minoría. Un conformarse que es satisfacción -sólo puede sufrir quien espere que en la caverna nadie se niegue a la luz y no al contrario- por haber logrado que unas pocas personas amen la luz del mediodía, continuando con el mito de Platón. De este tipo, de las pocas personas que aceptaron la luz de la caverna, son las satisfacciones que suelen encontrarse en el verano, muchas veces cuando menos las esperamos.


Así, placentero es que una de las alumnas más bellas e inteligentes del curso pasado, estando en compañía masculina, no haga como que no me ha visto, sino que me salude con la más encantadora de sus sonrisas. Es agradable que, mientras repostaba gasolina y contemplaba un espectacular todoterreno a mi lado, reciba una amplia sonrisa de una hermosa mujer que me recuerda ser la madre de un ya antiguo alumno. Casi emocionante que, al ir a cenar a un restaurante, la camarera nos reciba con un par de besos a mí y a mí esposa. Como recibir alguna carta donde otra alumna, más antigua todavía, me agradece los consejos de mis clases y, además, sigue citando el libro de ética que escribiera para el curso. O que, en fiestas de algún pueblo, alguien te diga que conserva mis exámenes de hace más de una década. Sigue siendo esperanzador que personas ya universitarias se introduzcan en mi ordenador para compartir experiencias, preguntar dudas o desahogarse ante las dificultades de la vida. Que actuales fontaneros y sus novias, tras una cena en su peña, me pidan palabras filosóficas hasta altas horas de la noche. Incluso, a veces, cuando falta todo no deja de ser uno de los grandes placeres el releer algunos de los comentarios críticos realizados a fin de curso, si estos hablan de que gracias a mis palabras se despertó la luz del amor al saber en sus almas.


Mas son casos extraños, porque la mayoría sigue prefiriendo la caverna. Aquí es cuando me pongo en el lugar de Yavhé, cuando Lot le preguntaba si perdonaría a Sodoma si encontrara diez personas justas en ella. Incluso dos. Al no encontrar sino una, nadie ignora la tormenta de azufre y fuego que la destruyó junto a Gomorra. Estos son los temores que me acosan al acercarse el inicio de otra bajada a la caverna del fracaso inevitable: ¿merece la pena tanto esfuerzo, tanta siembra, sabiendo de antemano que únicamente unas pocas semillas germinarán tras el largo embarazo de nueve meses que nos aguarda?


miércoles, julio 26, 2006

Desde "La Segunda Mujer" (de Luisa Castro)




Media casualidad. ¿Es esta la razón de mi lectura veraniega de esta novela tan comentada, según he llegado a saber, en Cataluña -según la grafía antigua? No parecen razonables las mitades pero algo de eso hay. Porque acaso sean no medias sino tercias, cuartas o quintas casualidades –acaso ninguna-, vayamos a saber. Como los diálogos, triálogos o cuatriálogos de Giordano Bruno. Dado que no tenia ningún deseo de leerla, ni siquiera la conocía hasta hace unos días, fue el verla en manos de mi esposa en las playas canarias el detonante de su lectura. La no casualidad venía de que se la había prestado una persona que conocía nuestra historia. Tampoco, al conocer el tema, podré hablar de azar en su lectura. Pues siempre he leído historias de profesores de filosofía o similares enlazados, más allá de los años, en el amor como un fuego con su aire, que dijo el poeta de Moguer. Recuerdo “Un peso en el mundo” de J.M. Guelbenzu, por ejemplo, y mil historias, también teorías, de la seducción. Recuerdo, incluso, la “Memoria de mis putas tristes” de García Márquez, la “Lolita” de Nabokov, o “el Animal moribundo” de Philip Roth. Historias que me rozan, que ayudan a comprender. Pues ya se sabe que, además de convertir el trabajo en placer, hacer sabiduría del amor es mi lema fundamental.

Lectura rápida –no merecía más-, insoportable sensación de que no merecía ni siquiera citar, al principio, una frase de Coetzee, de “Desgracia”, este sí un gran novelista, de los mejores -¿cómo medir si el mejor entre tanta calidad?- de su generación. Deseo de crítica total, recuerdo de “Bella del Señor” de Cohen, aquí sí la sabiduría del amor en lugares inaccesibles para Luisa. Tanta rapidez, tanta crítica, tanta sensación de haber perdido el tiempo, que sólo el ser verano y el haber adquirido algún conocimiento inesperado sobre el origen último de la historia me hacen escribir. Novela y venganza” es el título del comentario que, en su blog “el ángulohizo Ricardo Pita hace ya algunos meses. Comentario que hizo cierta mi fácil sospecha -que una novelista gallega ponga de protagonista a una novelista gallega era suficiente- de que algo de autobiográfico había en la novela. Puesto que tal novelista, en la realidad, estuvo casada con un “gran hombre” catalán que le doblaba, o más, la edad y con el que, antes de separarse, tuvo dos hijos.

Es el nombre del personaje, no Gaspar, sino el real, quien decididamente me obliga a escribir unas palabras en este “diario” que pretende aunar emoción, recuerdo, plan, erudición, reflexión y autobiografía, todo ello envuelto en las ideas del aire (sin ser Bob Dylan –recordado por su reciente visita a Donosti-Easo-San Sebastián- y sin haber creído todavía que “la respuesta está en el viento”). Xabier Rubert de Ventós parece ser el nombre real de Gaspar. Este hombre, nacido en la aristocracia catalana, conocido hoy día más por sus actividades políticas alrededor del Estatuto catalán, que por las que, en mi juventud, le conocían. Actividades estas relacionadas con el mundo del arte y de la estética: puesto que saltó a la fama en los años sesenta y setenta por sus publicaciones sobre estos temas (“el arte ensimismado”, “teoría de la sensibilidad”, “la estética y sus herejías”, entre otros).

Revelación esta que me tiene anonadado. Pues no es este el recuerdo que me queda de Rubert, al que conocí el 10 de julio de 1975, hace ahora la friolera de treinta y un años, y del que conservo, como regalo preciado, su primer libro antes citado. Tal encuentro sucedió de un modo no sé si rocambolesco o natural. Al menos si es cierto eso de que el “carácter es el destino”. Resulta que, tras los primeros versos de mi adolescencia, algún demonio socrático o diosa parmenídea me inyectó en mi cerebro una pregunta que todavía no he sabido responder pero que ha sido la causa de mis logros y fracasos a lo largo de mi vida. ¿Qué es la belleza? Esa era la pregunta. Esa pregunta que me llevó a amar más a Juan Ramón que a Machado en tiempos en que eso era casi peligroso. Que me hizo saber de memoria “el himno a la belleza” de Beaudelaire, que me hizo decidir mis estudios por escuchar que era en la carrera de filosofía -aun siendo en el quinto y último curso de la misma- donde se hablaba de tal asunto. Tanto es así que, cuando llegué al momento de estudiar lo que se denominaba “Estética”, ya había leído la kantiana “Crítica del Juicio”, la “Estética” de Hegel, varias historias generales del tema, había escrito numerosos estudios sobre lo bello, había leído tanto que el profesor, apenas sabedor del tema en San Agustín, me pedía a mí bibliografía. Desilusión, sí, fue lo que supuso mi encuentro con Don Luis Rey Altuna, alto cargo de educación, profesor, por ello, en la ilustre universidad de la obra divina, donde saqué el título - no donde estudié, que eso lo hacía en la soledad y silencio de mi habitación, robando horas al sueño, que no era mucho entre clases, trabajo, lectura y redacción.

La ignorancia de mi profesor la paliaba, entre otras lecturas, con los libros de Ventós. Hasta aquí cierta normalidad. Quizás menos mi osadía de escribirle y menos todavía su respuesta, su invitación a su casa y nuestra conversación, durante la que me ofreció contratarme como ayudante en la universidad, cosa que no se realizó puesto que fue detenido por algún asunto de opinión, asuntos que seguramente hoy nos harían sonreír de incredulidad. Me quedó la impresión de un hombre sencillo, a pesar de su posición social y de su fama, con el que sólo por la mala suerte de no haber muerto todavía el dictador y no haberse instaurado esta imperfecta democracia, no pude trabajar.

De ahí mi sorpresa cuando me dicen que un hombre (teóricamente de ficción) que desprecia a la servidumbre sólo por su origen social, que vive en la corrupción – lo de hacer aprobar a su hijo, consiguiendo las preguntas de la oposición y darle trabajo en la Generalitat , se cuenta como algo normal en su vida-, que desee una hija y luego no solamente se niegue a cualquier esfuerzo de crianza sino que sea capaz de darle una paliza por un miserable y normalísimo llanto, trate a las mujeres casi (¿casi?) como objetos, no sea capaz de ninguna sensibilidad, entre muchos otros defectos, es precisamente ese con el que, hace treinta años, mantuve una conversación más o menos filosófica.

Porque lo peor viene aquí. Una de las críticas que se le hace en la novela es que opinaba que nada se arregla con palabras. Lo cual, en un filósofo, siempre hijo de Platón, es tan grave como no creer en el amor siendo practicante de la religión de Cristo. Por supuesto que conozco mil fracasos, muy pocas personas están dispuestas a un diálogo que busque verdad y justicia, pero no puedo sino esforzarme en conseguirlo a no ser que desee dejar de ser filósofo, una profesión que nació, entre otros asuntos, como una apuesta a favor del diálogo en contra de la violencia.

¿Realmente la negativa de Luisa Castro a aceptar la novela como totalmente autobiográfica es cierta? Así lo espero para poder esperar que, en él, la filosofía no fuera una pose para justificar su posición social, para no atribuirla únicamente a su nacimiento: aunque ciertas sospechas tengo cuando recuerdo su frase de que no era la filosofía quien le permitía tener aquél piso en Pedralves sino su padre. Supongo que nunca lo sabré.