miércoles, diciembre 20, 2006

Bolsos, prisas y (mil) trabajos (una defensa de las familias)




Nos queda por defender el tercero de los estamentos implicados en esta dulce y terrible tarea de la educación, las familias, los padres, las madres, los abuelos, las abuelas y alguna tía, normalmente soltera, despistada. Tampoco ahora toca crítica sino clonación de nuestras comprensiones y defensas las alegrías y tristezas, en esta ocasión, familiares.

Si alguien, cualquier mañana, pudiera contemplar lo que sucede en miles de hogares, se sorprendería de la cantidad de energía que posee la humanidad. Miles de mujeres, algunos hombres asimismo, adecentando la casa para dejarla en orden cuando salgan, preparando desayunos, vistiendo hijos, vistiendo hijas, corriendo todos, a menudo incluso con riñas y con gritos, para llegar a tiempo a trabajos, al cole, al instituto, donde su prole recibirá enseñanzas de ideas, de valores progresistas, eso dicen, de esfuerzos, donde recibirán, como sabemos, esperanzas de de sueños y realidades de fracaso. Habrá tiempo, mientras, para tareas de casa o para los trabajos necesarios del dinero. Tras tres o cuatro horas de trabajo previo empieza el más trabajo.

Aunque tampoco con ello terminarán los trabajos de la jornada. Que estos tiempos son de trabajo a pares, para conseguir, tal vez, lo que antes (y tal vez ahora, si se deseara) pudiera conseguirse con la mitad del mismo. Serán, en muchos caso más horas que las clases del colegio, antes de recibir de nuevo a la prole en casa y retozar por calles, carreteras y caminos para acudir a las mil actividades extraescolares -deportes varios, músicas, idiomas y otros asuntos que, antes de baño y cena, dejarán cansados a los niños, a las niñas agotadas. ¿Son ya las nueve, son las diez? Posiblemente aun quede algo para hacer (preparar comidas, en muchos casos, para el día siguiente, preparar ropas, limpiar cocinas, limpiar baños…), quizás quede algún momento para ver la tele, que la lectura, eso que tanto se critica no hacer, ya sólo promete sueño a las madres agotadas, a los padres sin fuerzas ya siquiera para el amor que podría regalar hermanitos a sus hijas. Por ejemplo.

¿Nos extrañamos, tras eso, que volvamos a encontrar sueños de viernes, sueños de sábado y domingo, a pesar de que tampoco en este caso serán días de libertad total como se necesita? ¿Nos extrañaremos, tras esto, de que esperen con ansiedad el mes de vacaciones y poco mas que se concede cada año? ¿Recordaremos, incluso, que en ese mes, no desaparecen los niños, no se acaba la necesidad de limpieza y de comida? Otra sobredosis de trabajo que no se entiende tras haber inventado tantas cosas (lavadoras, lavavajillas, ordenadores, etc.) para ahorrar tiempo al trabajo necesario y poder dedicar el resto al ocio, al amor, al conocimiento, a la conversación, a la vida, a la libertad.

Así encontramos una sociedad acelerada, con mucha técnica material y poca sabiduría para organizarla y aprovecharla en el desarrollo de lo humano. Prisa, falta de tiempo, trabajo excesivo, explotación solapada (aunque evidente con una mirada somera) de esa palabra que ya no se nombra porque está omnipresente, del capitalismo, del egoísmo más salvaje, del enriquecimiento sin ética, es decir, sin justicia, ese sistema que tanto ha conseguido para la humanidad a costa de un gran precio cuyas consecuencias sociales y personales, tal vez tarden –aunque cada vez menos- en aflorar.

El propio Platón, que llamaría este sistema plutocracia, tiranía del dinero, no dejaría de profetizar la rebelión de las masas, hartas de tanta explotación. ¿Será posible terminar con las ganancias escandalosas de los bancos, de las grandes empresas, de empresarios, políticos y urbanistas corruptos, logrando así un mejor reparto de la riqueza y, por ende, menos trabajo necesario y más desarrollo del humano? ¿Qué puede hacer la sociedad para lograr mayor felicidad, mayor justicia, en esos tiempos de revoluciones imposibles? ¿Qué puede hacer la juventud, la clase docente y las familias, sin olvidarnos de solitarias y otros raros? ¿No precisaríamos de nuevas políticas más centradas en lo que de vedad importa, menos engañosas con libertades teóricas y esclavitudes reales? Políticas que consiguieran –por medio de la ingeniería social no violenta, si es posible- una organización diferente de las horas donde haya tiempo para la conversación y la lectura y no sólo para la insoportable lluvia continua de estudios inútiles, de reuniones falsas, de trabajos excesivos. También aquí podemos glosar la frase de Hölderlin y lamentar la existencia de todos esos monstruos groseros que no tienen corazón y matan de mil manera diferentes la belleza de la mayor parte de la humanidad con su irracional explotación”.

¿Realmente no son posibles estos cambios? ¿Podemos terminar otra vez con esperanzas? ¿Podemos soñar con una sociedad en que la palabra nos vuelva a hacer humanos en la búsqueda de verdad, belleza y bondad en lugar de la necesidad agobiante del dinero, único dios, único valor que realmente nos mueve y cosifica? ¡Qué remedio si deseamos continuar esta vida que tanto esfuerzo nos exige! ¡Qué remedio, sí, pero cuánto temor si nadie mira más allá de su pecunio!


viernes, diciembre 15, 2006

Maletines, sueños y fracasos (una defensa del profesorado)










Es evidente que, en el mundo de la educación, existen más estamentos -profesorado, familia, por lo menos-respecto a los cuales es precioso hablar y, en este momento, según el proyecto pensado para las próximas reflexiones de este blog, defender. Tiempo habrá para las críticas, leves o brutales, -algunas de las cuales han aparecido en la defensa de la juventud, otras irán apareciendo al compás del pensamiento, al compás de la escritura, que realizamos- pues ahora nos limitamos casi a clonar la anterior reflexión pero centrándonos en las alegrías y tristezas del profesorado.

Cualquiera que, cualquier mañana, pueda contemplar la entrada a un centro de enseñanza, verá un grupo de personas, más o menos jóvenes, más o menos maduras, acarreando un maletín, dirigiéndose con paso cansino, rápido en ocasiones, hacia la entrada de su lugar de trabajo. Cualquiera, asimismo, puede pensar en la otra carga psicológica, las horas que les aguardan, en las que regalarán mucha más información que la que germinará en las más jóvenes mentes que pretenden enseñar. Sin contar las, a veces, incontables reuniones obligadas con el resto de personas de eso que se llama comunidad educativa, alumnado, familias, resto del profesorado, cuando menos.

Pero no crean que con ello ya han terminado su jornada, que la mayor parte del profesorado llevará en su cartera, al dejar el centro, las obligaciones de preparar las clases del día siguiente, corregir ejercicios, repasar los errores y los aciertos de ese día -todo ello robando tiempo a familias, teles y paseos, todo ello, casi siempre, robando al sueño muchas más horas que las aconsejadas por quienes saben de salud. ¿Serán las mismas horas de sus clases, una por cada asignatura impartida, serán más? Bastantes más de las que, en todo caso, piensan que dedican quienes llegan del trabajo al hogar sin más tarea que el descanso. Porque no es ahora el caso -a pesar de algunas apariencias- que llegar al hogar signifique el final de su trabajo.

¿Nos extrañamos, tras eso, que estas personas, asimismo, sueñen con el viernes, con el sábado, con el domingo sueñen, a pesar de que tampoco serán días de libertad total como se piensa? ¿Nos extrañaremos, tras esto, de que sueñen con navidad, con semana santa y con veranos? ¿Recordaremos, incluso, que esos meses esperan libros, conferencias, cursos, para estar al día de los saberes necesarios para intentar el desarrollo de las mentes? Una sobredosis de trabajo que pocas personas valoran ni comprenden. Tanto que, cuando alguien, según dicen, pretende describir el esfuerzo real de su trabajo, sólo suele recibir miradas de incredulidad o de sarcasmo.

Eso cuando no críticas brutales de la mayor parte de la sociedad que sólo contempla el trabajo de las clases. Sólo oímos críticas a su labor, culpándoles de todos los males. Pues culpa suya es no sólo la violencia en las aulas sino la que se dan en hogares y parejas; suya es la culpa del racismo, de la falta de interés del alumnado al que no saben motivar, suya de que sus valores sean la pereza y el hedonismo en lugar del sacrificio -¿ciertamente es esto mejor que el gusto por el placer?- y el esfuerzo; de que prefieran la tele, los juegos y el fútbol o el cotilleo antes que el estudio, de que se droguen, de no ganarse el respeto, de todo aquello que de malo encontraremos luego en el mundo adulto. Como si el ejemplo de este fuera precisamente maravilloso. ¿No es acaso el mundo de la madurez donde aparece el negocio fácil, el robo, la guerra, la violencia y la mentira? ¿No será que la educación, y todos los dioses me libren de quitarle importancia, no es tan decisiva como a veces se pretende? Y, en muchas ocasiones, más ale que así sea: porque, de otro modo, quienes pasando ya el medio siglo de vida, fuimos educados totalmente en franquismo seríamos fascistas y clericales en lugar de demócratas y filósofos. Uno llega a pensar que, dada la tendencia de cada generación a llevar la contraria a sus mayores, lo normal sería que quines han sido educados en razón y democracia, acaben defendiendo los valores que, pensamos, habíamos destruido para siempre. De hecho ya pasa, sí, que uno de los traumas del profesorado es comprobar cómo gran parte de la juventud se entendería mejor con nuestras madres que con nosotros.

Incluso la frase de Platón, la de la desobediencia continua, ¿no añade más amargura y duelo al trabajo docente, por muy normal y e inveterada que ella sea? ¿Nos dejamos, también ahora, de tanto criticar, e intentamos la mejora? ¿Qué puede hacer la sociedad para lograr mente abiertas, dialogantes, amantes de las ideas, progresistas, justas, democráticas, feministas, antirracistas, lógicas, en fin, todo lo bueno que deseamos? ¿Qué puede hacer el profesorado para ello? ¿No necesitaría, también él, que le motiven y no que lo desprecien, no necesitaría saber que, cuando se vea envuelto en algún problema, no será el último que pueda tener razón si en el conflicto aparecen personas que aprenden y las que los engendraron? ¿No precisarían de los medios técnicos necesarios, de cursos realmente prácticos en relación a la pedagogía moderna, para no verse obligados, a su pesar, a continuar la imagen de las aulas del medievo? ¿No precisarán de una organización diferente de las horas donde haya tiempo para la conversación y la lectura y no sólo para la insoportable lluvia continua de contenidos sin tiempo para asimilarlos? Podríamos usar la forma de la frase de Hölderlin y lamentar “la existencia de todos esos monstruos groseros que no tienen corazón y matan de mil manera diferentes la belleza de quien enseña con su irracional disciplina”.

¿Realmente no hay otro modo de enseñar que no sea el bombardeo yuxtapuesto de contenidos inconexos? ¿No es posible una mínima inversión en pensamiento para acabar con la “multiesquizofrenia” en que, sin remedio, caen las mentes, obligadas a repetir lo que cada enseñante enseña aun siendo contradictorio con lo enseñado en otras clases? ¿No es posible, aquí no hay cambios puesto que ambas perspectivas confluyen, la modernización pedagógica comenzando en el ministerio y siguiendo con las editoriales, ambos absolutamente ya obsoletos?

Queda el trabajo diario. ¡Cuántas faltas de respeto (o sea de alta de valoración) es preciso tolerar cada mañana, faltas que en ninguna otra profesión se soportarían! ¡Cuántas frustraciones entre quienes, en principio, sienten como placer su trabajo, ante la indiferencia o el desprecio descarado de gran parte del alumnado! ¡Cuánto dolor cuando sienten el desprecio por el pensamiento y reciben peticiones de películas –para no estudiar, evidentemente-, o de exámenes memorísticos, de esos que se copian y no requieren ni un ápice de reflexión!

¿Terminamos otra vez con la misma esperanza de antes? ¿Soñando con una educación en que la palabra nos vuelva a hacer humanos en la búsqueda de verdad, belleza y bondad? ¡Qué remedio si deseamos continuar esta vida que tanto esfuerzo –tantas veces inútil, tantas veces criticado si se sale de los tópicos de las clases poderosas- nos exige! ¡Qué remedio, sí, pero cuánto temor si el alumnado se aburre, el profesorado sufre y las familias se agobian! Pero, para ellas, volveremos a semiclonar estas reflexiones antes de criticar, sintetizar o encontrar los caminos que soñamos.




sábado, diciembre 02, 2006

Mochilas, tareas y trabajos (una defensa de la juventud)


Cualquiera que, una mañana, pueda contemplar la entrada a un centro de enseñanza, verá un grupo de adolescentes cargado con mochilas de más de seis kilos, a veces incluso con una bolsa deporte si ese día toca educación física, como denominan ahora a la gimnasia de antaño. Cualquiera, asimismo, puede pensar en la otra carga psicológica, las seis horas que les aguardan, seis horas, con únicamente treinta minutos de descanso, en las que recibirán mucha más información que la que cualquier cerebro, incluso genial, puede decentemente procesar.

Pero no crean que con ello ya han terminado su jornada, que la mayor parte del profesorado aún guarda en su cartera las llamadas tareas destinadas a llenar la tarde de esa adolescencia que decimos con razón, si es que llegan con vida tras tanto esfuerzo, es el futuro de nuestra sociedad. ¿Serán seis horas de tareas, una por cada asignatura recibida? Serían doce, por tanto, una jornada laboral que ninguna persona adulta estaría dispuesta a aceptar a no ser a cambio de bastante dinero. Pero no es el caso -a pesar de que alguna lumbrera llame trabajo al estudio- en esta juventud que carga con mil tareas y actividades pero no con el dinero que otras personas logran con menos horas de su esfuerzo.

¿Nos extrañamos, tras eso, que en cuanto puedan pasen, hablen, sueñen con el viernes, con el sábado, con el domingo sueñen? ¿Nos extrañaremos, tras esto, de que sus cuerpos odien las mochilas y los libros? ¿Nos asombraremos, tras esto, de que sea imposible ganar amor a los saberes con tanta sobredosis? Una sobredosis de palabras que pocas personas sienten de otro modo que absolutamente alejadas de cualquier mundo real de nuestro siglo. Tanto que, cuando alguien, según dicen, pretende relacionar lo estudiado con la vida real que se vive más allá de las paredes de su cárcel, creen que ha aparecido un marciano o algo todavía más extraño.

Sólo reciben críticas de la parte senil de la sociedad -pues senil es toda aquella persona que piensa en la generación actual como peor que la suya (cosa ya escrita hace cuatro mil años según reza alguna tablilla babilónica) -; sólo oímos gritos de socorro ante la violencia en las aulas (como si no la hubiera habido más antaño); acusaciones de falta de valores sin que casi nadie sea capaz de decir qué significa tal asunto –por si acaso, digamos que llamamos valores a lo que realmente nos importa- (como si nuestras familias no nos hubieran acusado en nuestra juventud de romper con todas las tradiciones en las que habían creído hasta entonces); lamentos por la carencia de una disciplina que tanto odiamos cuando nos la imponían los franquistas; no falta quien se escandalice de que no estudian todos los días sino sólo, y poco, para el examen (como si quienes ahora imparten enseñanza, salvo raras excepciones, hubieran hecho cosa diferente, como sino fueran precisamente las madres, los padres que no estudiaron por vagancia los que más e empeñan en exigir a su descendencia un modo de vida que nunca fueron capaces de llevar); ni los gritos ante el botellón (como si no hubieran cantado en otros tiempos aquello de “que le quiten el tapón al botellón) o las drogas que, desde los años setenta, campan a sus anchas en ciudades y pueblos de nuestra -y de todas las demás- “comunidad autónoma” como ahora parece hay que denominar a lo que antes eran provincias y ahora naciones en busca, de su estado, como los personajes de Pirandello buscaban a su autor.

Así se resumía en un escrito esta situación tan moderna: en la democracia el padre se acostumbra a que el hijo sea su semejante y a temer a los hijos, y el hijo a ser semejante al padre y a no respetar ni temer a sus progenitores; el maestro teme y adula a los alumnos, y los alumnos hacen caso omiso de sus maestros y en general los jóvenes hacen lo mismo que los adultos y rivalizan con ellos en palabras y acciones; y los mayores, para complacerles, rebosan de jocosidad y afán de hacer bromas, imitando a los jóvenes para no parecer antipáticos ni mandones.

Perdóneseme el haber llamado moderna a esta situación. Pues, aunque alguien se extrañe, la originalidad de quienes realizan tales comentarios depende de quien, hace nada menos que dos mil quinientos años, escribiera las líneas citadas. Una vez más de ese padre intelectual al que no hay manera de, freudianamente, matar. Platón, sí, continua en las letras de nuestros ordenadores.

¿Dejamos, entonces, de tanto criticar, e intentamos la mejora? No discutiremos ahora el tema de la (¿indiscutible?) democracia (a la que Platón atribuía estos males), más bien regalaremos rápidas sugerencias –sin esperanza de verlas en realidad pero, tal vez, las únicas que realmente valdrían en una vida mejor- para no tener que contemplar una juventud reducida a porteadora de mochilas; una juventud con un mínimo de horas para atender a su necesidades de vida, amor, socialización, experimento y crecimiento; una juventud sometida a un régimen pedagógico obsoleto que parece desconocer fines y medios, a un régimen que ha convertido lo que debería ser placer y privilegio en tarea, trabajo y opresión. Como si de nuevo tuviera razón Hölderlin cuando lamentaba “la existencia de todos esos monstruos groseros que no tienen corazón y matan de mil manera diferentes la belleza juvenil con su irracional disciplina”.

¿Realmente no hay otro modo de tener libros y cuadernos en las mesas de estudio que llevarlos y traerlos cada día de casa al cole y del insti a casa? ¿No es posible una mínima inversión en taquillas o, incluso, volver a la confianza de que nadie va a robar un libro de química, por ejemplo, para tener dos en lugar del que ya tiene? Como tampoco parece muy lógico que seis horas de clase no san suficientes y se carguen de “tareas” que, en casi todos los casos, acaso sólo signifique un fracaso del modelo. Si aumentara el número de la secta “antitarea” las mochilas ciertamente volverían al lugar para el cual se inventaron, las montañas y paseos naturales, único lugar, además, donde no son de los objetos más horribles inventados por la sociedad occidental.

¿No es posible una modernización que no pase por poner “vídeos” -en el fondo, salvo bellas excepciones, deseos de descanso de los dos polos de la educación-, que no pase por mandar “buscar información” -¿para que quien enseña no se canse elaborándola?- , que aproveche, por ejemplo en historia, los juegos informáticos que muestran de modo imaginativo y profundo un momento de la misma? ¿No se podría pedir a las editoriales que realicen de una vez materiales multimedia –es imposible que una sola persona en clase logre hacerlo de manera adecuada- y contemplemos ya centros educativos que sorprendieran a los medievales?

Queda el trabajo. Se dice y se bendice el logro de que nadie trabaje antes de los dieciséis años y, sin embargo, no hay palabra que más se oiga en las evaluaciones de los centros que trabajo -se trabaja, no se trabaja- y derivados. ¿No pueden comprender quienes así hablan –la mayoría menos quienes pertenecemos a la liga de “profesorado sin bata, sin tarea y sin trabajo”- que han logrado transformar lo que era un privilegio placentero en la tortura del trabajo obligatorio? Ya Marx decía que, en el sistema capitalista, todo es trabajo forzado, alienante e inhumano –ahora también el estudio- lo que hace que toda persona escape de él, en cuanto pueda, como de la peste se escapa. Posiblemente el llamar trabajo al estudio sea asimismo la causa de que la gran mayoría escape de él como de la peste se escapa y piense que sólo es humano lo biológico -el comer, beber, fornicar- y el olvido en cualquier droga de la insoportable rutina de los días.

Termina la esperanza de contemplar la educación no como un camino exclusivo hacia el trabajo del dinero futuro, sino como el sendero en que la palabra nos vuelva a hacer humanos en la búsqueda de verdad, belleza y bondad. Una palabra que convertirá incluso lo biológico en humano, el comer en gastronomía, en erotismo el sexo, en arte la vivienda, en búsqueda de conocimiento los caminos -hoy desvaríos- de la droga. Mientras así no sea, mientras sólo el dinero futuro sea la razón que impulsa a las familias a que su descendencia acuda a los centros educativos, cualquier movimiento pedagógico digno estará abocado al fracaso de lo humano. Mientras no llegue el cambio, no es extraño que sean los robots y los gorilas el modelo del futuro que nos llega.