domingo, septiembre 24, 2006

Víctimas

Hace unos días, noches más bien, dejé mis escritos para contemplar la película Omagh. No tengo costumbre de hacer comentarios técnicos acerca del séptimo arte. Más bien, por deformación profesional y por seguir haciendo honor al titulo de este blog, son las ideas, el conocimiento que puede aportar, las reflexiones que me provoca, lo que me interesa. En este caso, insertos en nuestro país en el famoso proceso de paz, no pude menos de comparar el (insoluble) problema que plantea el film con lo que puede suceder entre nosotros. A pesar de que ninguna situación es idéntica a otra, sólo porque existen algunas muy similares, podemos aplicar ideas generales a muchas de ellas: de otro modo no podría haber ciencia ni reflexión acerca de asunto alguno.



Plantea la película, como es sabido, el atentado del ”Ira Auténtico” en pleno proceso de paz y la desesperación de las familias que ven cómo nadie hace nada por encontrar, encerrar, juzgar y castigar a los asesinos. Porque hacerlo supondría mayores dificultades para esa paz tan deseada durante decenios. ¿No sucedió cosa parecida en nuestra transición cuando se renunció al castigo de los antiguos colaboradores de la dictadura y sus matanzas? ¿No se decidió el olvido para no caer en una nueva guerra civil, que hubiera sido más desastrosa que cualquier otra alternativa? ¿No esperamos dramas similares en España ante la situación de Euskadi? ¿Acaso las asociaciones de víctimas del terrorismo no temen ver paseando tranquilamente a los asesinos de sus allegados por las mimas calles por donde llevan años arrastrando su dolor? ¿No será así a cambio de acallar para siempre las pistolas y metralletas y no aumentar el número de las víctimas?



¿Víctimas inocentes o víctimas culpables? Acaso pueda servirnos de algo la teoría que sobre el cristianismo elaboró ya hace años Renée Girard. Defiende este que, antes del drama de la crucifixión de Cristo, toda sociedad mítica había considerado a las víctimas culpables y, por tanto, merecedoras del castigo impuesto. Postura que hemos vivido durante años al escuchar, tras un atentado, que la víctima “algo habrá hecho” para merecer tan definitivo castigo. Plantea, por el contrario, que el cristianismo introduce la decisiva novedad de la víctima inocente. Idea que, a pesar de la milenaria herencia cristiana del País Vasco, no parece haya abundado mucho en los años de la violencia etarra. Como, por otro lado, tampoco en la “católica” España del franquismo.


Sea lo que sea, en tiempos de pensamiento arreligioso, lo único claro es que las víctimas lo son, en muchos casos -como sucedía en la película que nos produce estas reflexiones- por mala suerte, por estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado. “Daños colaterales”, se diría en el lenguaje cínico de nuestra época, daños inevitables para acabar con el verdadero culpable que, en la mayor parte de las ocasiones, no sufre ningún daño. ¿Ejemplos? ¿Cuántos afganos han muerto mientras Bin Laden parece seguir viviendo en sus refugios? ¿Cuántos iraquíes mientras Sadam se eterniza en los juzgados? ¿Cuántas víctimas inocentes fueron asesinadas en la guerra civil sin alcanzar jamás a Franco, cuántas sin rozar apenas la piel del comunismo realmente existente en aquellos años? ¿Cuántas en nuestra tierra sin que España y Francia hayan cedido un ápice ante las pretensiones de ETA?


¿Servirá de algo la recuperación de la memoria de los muertos del pasado –sobre todo, cuando aparecen esquelas de los dos bandos pretendiendo equiparar los motivos de aquellos enemigos irreconciliables- en vistas a aliviar el dolor del pasado? ¿Servirá el olvido que ahora se pretende, como en la Irlanda del proceso comentado, para aliviar el dolor del presente? No parece tal cosa, no ciertamente para los muertos, no para los mutilados, no para quienes tuvieron la mala suerte de estar donde y cuando no debían. Se lavarán algunas conciencias, no lo niego, acaso se termine de una vez con los métodos violentos (cosa que tampoco parece demasiado clara) pero las víctimas no habrán tenido otra función que ser moneda de cambio de los que quedan vivos, no habrán tenido otra razón de ser que la mala suerte, causa no digna ni heroica, motivo absurdo. Todo lo más, mártires para un parte de la sociedad (magro consuelo para el muerto) y culpables para la otra.


¿Podría haber algún acercamiento, centrándonos en nuestro proceso, a la justicia? ¿Qué se podría reglar a las víctimas y familias a cambio del silencio y la renuncia a la condena? ¿Sería mucho pedir que el bando que espera lograr algo a cambio del abandono de las armas, aceptara la cárcel para quienes asesinaron a víctimas nocentes? Seguramente sí. Porque lo único claro desde el punto de vista humano, individual, que no político, es que las víctimas son victimas y punto. En los países ricos tal vez las familias reciban una compensación económica, en los pobres ni siquiera eso.


¿Conclusión? Si es ya tópico el ¡ay de los vencidos!” lo mismo podemos decir “ay de las víctimas”, pues a ambos grupos se les puede aplicar el rotulo del infierno: “abandonad toda esperanza quienes aquí entréis”. Otro drama sin solución, otro camino para aumentar la masa de sufrimiento, que ya hace milenios era insoportable: por mucho que Hegel hablara de las argucias de la razón o los cristianos del Dios que escribe rectos con renglones torcidos -incluso estos, si fueran ciertas su creencias y alcanzaran el paraíso, nunca podrían olvidar el plus de sufrimiento que otros beatos no tuvieron que pagar-. ¿Futuro? Esto continua.

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martes, septiembre 19, 2006

Granada, la aurora en las montañas

Ahora que todos preguntan qué tal el verano, justo hoy que el otoño empieza, es cuando debo dar fin a los relatos que los cursis llamarían de la canícula. Cuando, allá por enero, mi librero me regaló un calendario con poemas –algunos inéditos- de Juan Ramón Jimenez, editado por un pequeño hotel de Granada, pensé que aquél capricho merecía una visita. No creí que iba a ser tan pronto, pero el verano nos exigió buscar belleza tras recorridos por otros lugares no siempre preñados de hermosura. “El ladrón de agua”, era el nombre del hotel, tomado de un texto juanramoniano del libro “Olvidos de Granada”.

A fe que el ladrón hizo su trabajo restando buena parte del pecunio ganado con el, precisamente, regalo de palabras y de aromas. Mas mereció la pena el viaje literario persiguiendo, desde Moguer, a quien hace cincuenta años fuera regalado con el Nobel. Nos asignaron una habitación denominada con el nombre del poeta, aunque no hubiéramos lamentado haber descansado en la “jitana prendida por el sol”, en "las tres diosas brujas e la Vega”, o en cualquiera de ellas que no disponían de números sino de versos. Versos sustentados en un palacete del siglo XVI, uno de tantos construidos cuando Boabdil, perfeccionad
a su sensibilidad con los placeres de las artes y la carne, no pudo resistir la brutalidad maloliente de quienes, dicen, llevaban años sin lavarse por haber prometido no hacerlo antes de conquistar Granada (según dicen, no parece fuera otra la razón de la victoria de los hunos sobre los romanos: la imposibilidad de soportar su mal olor).

Bajo una de las almenas de la Alhambra, tal vez el único lugar en que la realidad es más hermosa que las postales, según mi joven y bella esposa, nuestro balcón se sostenía sobre un río Darro apenas vivo, un arroyuel
o preñado de cisnes olvidados de su canto, como si padecieran el síndrome de Stendhal, ese malestar ante la belleza que casi termina con la vida del gran escritor francés. Esa angustia que tal vez sea la razón de que ese lugar tan hermoso sea denominado “el paseo de los tristes”. Esa angustia que el poeta definía así: “siento un verdadero malestar físico y a veces tengo que huir de mí mismo, en ella (la belleza), y pensar en otra cosa”. Extraño lugar donde, por las noches, junto a parejas de enamorados, turistas irredentos y árabes reconquistando la ciudad con sus tés, con sus chilabas multicolores, con sus costumbres, sus manjares y colores, aparecían extraños personajes acompañados de multitud de perros que ahuyentaban hacia el Albaicín a los pocos gatos negros que se aventuraban en la noche. Todo ello en ese lugar que es el “marco incomparable” de quienes habitan Granada.

Granada la de los mil contrastes. La que todavía n
o sabe si es árabe o cristiana, la ciudad monumental con sus obras islámicas y católicas, el Albaicín, lugar de nocturnos ensueños solitarios, contratando con las obras caóticas del ciudad moderna y nueva, refugio de restaurantes que envuelven el manjar en la belleza, frente a otras tabernas baratas necesarias en la vida cotidiana que no puede detenerse en hermosuras. Granada, la ciudad que domesticó un agua creadora de jardines y de flores, de frescor en el verano y calidez en los inviernos acosados por la sierra, un agua que sólo es digna de la fuerza creadora que le asignó Tales de Mileto en los orígenes de nuestro pensamiento.

Si todo ello lo envolvemos en días y noches de amor y en el hallazgo de una idea juanramoniana casi heráclitea, podría contestar que el verano bien. El viejo pensador de Éfeso había creído que el tiempo era un niño que jugaba a los dados. Juan Ramón, en otro registro, afirma que el tiempo solo se detiene para jugar con el niño (el niño de Ronda y de Moguer, di
ce). Mi mente iluminada lamenta no haber llevado a mi niño al lugar de tal revelación: puesto que sólo el contacto con la infancia puede curarnos de las prisas que parecen van a amargarnos la vida para siempre; sólo el juego infantil no tiene fines, no tiene prisas, es sólo vida y lucha de libertad: seguramente tan destinado al fracaso como la promesa siempre incumplida de la belleza y de la vida.

No queda más remedio que sea Juan Ramón (Lorca quedó olvidado ante el gigante) quien se despida:

“El pajarito canta

-¿Oh madrugada, dentro, negra y roja!-
donde el niño está muerto.
¡Donde el niño está vivo;
rayo de oro del alegre
amanecer azul y fresco!”