martes, noviembre 28, 2006

Síndrome King Kong


Con toda seguridad, si me diera por “googlear”, como últimamente se dice, me encontraría con mil entradas, jocosas o psiquiátricas, que hablaran de tal síndrome. Mas no lo voy a hacer y hablaré de él según mis vivencias mil veces sentidas y otras tantas pensadas. Obviamente tal denominación que sirve para expresar, ¿qué si no?, la debilidad ante la belleza, la he tomado de la famosa historia que ya lleva tres versiones cinematográficas. No parto de la tercera versión a pesar de que, al final de la misma, el periodista inteligente llega a discernir que no fueron los aviones sino la belleza la que mató a la bestia. Más bien de la primera, la clásica e imperecedera, aquella que comienza con un viejo proverbio árabe que, acaso, tenga más profundidad y consecuencias –buenas, tal vez, malas con mayor seguridad- que la de la beata admiración por su encanto y sugerencias meramente sentimentales. Aquí la frase:

“Al ver a la bella la bestia detuvo su mano de matar. Y, desde ese mismo momento, fue como si hubiera muerto”.

Efectivamente, quien fuera rey y podía devorar múltiples jóvenes vírgenes de la tribu que le adoraba y temía, se encontró de pronto con algo que era infinitamente superior a lo material, al alimento, al poder sobre cobardes. Algo que le hizo sentir sentires desconocidos hasta entonces, emociones que, si hubiera estado dotado de palabras y prejuicios, acaso hubiera denominado religiosos. Un objeto que le superaba, que le dominaba de tal modo que fue capaz de detener su mano de matar y dedicarse desde entonces a defender la vida de quien no era él. Descubrió el amor, eso que sólo a la belleza le ha tocado en suerte (no puede faltar nuestra referencia al creador del laboratorio de las ideas) ser capaz de despertarlo.

Somos muchos quienes hemos vivido bajo el poder de esa belleza que no somos capaces de controlar y nos mata de mil formas diferentes. Mata nuestra libertad, puesto que a ella la entregamos por poder contemplarla. Destruye nuestra objetividad, dado que ya nada parece más importante que el terrible imán que nos atrae. Acaba con nuestra autonomía, ya que sólo su ley obedecemos. Mata lentamente la vida pues nadie posee tanta energía como para luchar eternamente por su presencia.

Es posible que las características de estos escritos, siempre a medio camino entre lo universal y lo concreto, permitan confesiones y recuerdos (tan concretos como universales) en palabras posteriores. Ahora, sin embargo, sólo comentaré las terribles consecuencias que para las mujeres parece haber tenido esa vivencia en el mundo árabe y, evidentemente, no sólo en él sino acaso en todo lugar donde ellas convivan con los hombres, es decir, en toda sociedad humana.

Atracción y pavor. Esos eran los sentimientos que, al decir de Otto, en su teoría de lo sagrado, nos producía la hierofanía. Atracción y pavor. Esos eran los sentimientos que, al decir del proverbio citado, nos producen a los hombres las mujeres con su belleza irresistible. Lo cual nos hace tratarlas como a diosas, es decir, con veneración y miedo. Con encierro en los templos – hogares para que no perturben la vida normal de las sociedades. Que ya Pandora fue creada, según el mito hesiódico, para que “los hombres se abrazaran con cariño a su propia desgracia”.

¿No será, por tanto, ese miedo a perder el dominio, la libertad, la autonomía, la vida, en última instancia, lo que lleva al velo, al burka, a la represión, a la esclavitud de las mujeres? ¿No se ha teorizado tal cosa desde el psicoanálisis? ¿No se podría entender desde esto las terribles noticas que diariamente encontramos en los periódicos de sociedades aparentemente feministas?

Recordemos el final de aquella deliciosa novelita “Balzac y la joven costurera china”:la belleza de la mujer es un tesoro que no tiene precio”. Pensemos desde estas vivencias, desde estos sentimientos, desde esas emociones, desde estas sugerencias, el modo de encontrar la armonía del, como dejó dicho Heráclito el oscuro, “arco y la lira”, no cejemos hasta encontrar el equilibrio entre el poder de la belleza y la fuerza bruta del miedo.

¿No podríamos, por ejemplo, usar nuestra fuerza para mantener en vida siempre la belleza, no podrían ellas enarbolar la belleza para dibujar mundos de esperanza? Esa esperanza que nos mantiene todavía en vida. Sobre todo a aquellos que, como para Hegel, “la belleza es el domingo de la humanidad”. Para quienes la amamos sin temor porque nunca hemos deseado el poder ni ambicionado el dominio.

jueves, noviembre 16, 2006

Heroicidad cotidiana


“El rendimiento de los músculos de un ciudadano, que cumple tranquilamente con sus deberes ordinarios durante toda la jornada, es mayor que el de un atleta que tiene que levantar una vez al día pesos enormes; está fisiológicamente demostrado. Es, pues, lógico que las pequeñas obras cotidianas, en su importe social y en cuanto interesan para esta suma, presten mucha más energía al mundo que las acciones heroicas. Una heroicidad aparece tan diminuta como un grano de arena echado ilusionadamente sobre un monte”.

Estas palabras de Musil en su “el hombre sin atributos” expresan perfectamente una realidad que desarma a los tópicos sin remedio. Pues, desde ella, es difícil admirar a los llamados héroes, esos que prefieren morir en un sólo acto para que su recuerdo (irreal) permanezca para siempre en los libros y monumentos de su pueblo. Mas no como modelo que alguien deseara imitar más allá de las novelas. Sucede lo mismo con los amores románticos que no pueden sino acabar en la muerte, sabiendo como se sabe, que los amores reales son otra cosa diferente y más heroica.

Un acto apenas requiere esfuerzo pero las millones de acciones cotidianas que realizamos para poder sobrevivir son de tal magnitud que, si lo pensáramos, caeríamos agotados de inmediato. Por ejemplo, una mañana conté casi cien movimientos diferentes para preparar un vulgar cola cao para el desayuno de mi hijo. Tras haber realizado muchos más desde el momento en que apagué el despertador: la ducha, el aseo, el maquillaje, la ropa, el desayuno propio y demás. Todo ello sin empezar el trabajo de cada día. Sin contar que luego vendrá la necesidad de cocinar para atender las pesadas funciones biológicas, de limpiar los utensilios usados, de vaciar el vientre, de volver al trabajo o buscar al hijo, corretear de actividad en actividad, acciones similares al comer durante la cena. Etc.

Millones, billones, tal vez, (infinitas me dijo una madre) acciones realizadas durante un solo día. Un día de siete cada semana. Cuatro semanas cada mes. Doce meses cada año. Diez años cada década. Milagro parece que seamos capaces de vivir los años que vivimos. Mundo de héroes anónimos, sin atributos, mundo de acciones apenas valoradas –acaso porque el valorarlas supondría más esfuerzo, un sacar energías de dónde ya no quedan, fuerzas de flaqueza diría el viejo Capitán Trueno de nuestra infancia, esa flaqueza de donde surgen precisamente estas letras que hacen mi noche cada vez más corta- por más esenciales que todos eso heroísmo falsos. Falso además en el mejor de los casos, que en otros son tan calamitosos que destruirán la sociedad en menos de una toma de cola cao.

¿Qué? ¿Daremos todos la vida por la patria? ¿La daremos a la vez que la quitamos a otros que la dan por otras patrias? ¿Cuánto duraría una humanidad de patriotas heroicos? Tal vez hacemos que los admiramos y les ponemos una estatua en nuestras calles para decir que ya hemos cumplido con ellos y dedicarnos a los verdaderos heroísmos que mantienen vidas y no muertes. ¿Moriremos de amor cada vez que una enamorada nos niegue sus favores, como antes se decía? ¿Moriremos asimismo cuando nos los regalen con la excusa de haber vivido ya lo mejor que la vida nos ofrece? No, posiblemente nos dediquemos escribir versos o novelas, a hacer películas o cualquier otro objeto de arte para vivir un amor más sereno generador de vidas que cuidamos sin excesos.

Efectivamente, como supe hace años, cuando a punto estuve de desposarme con la muerte, “vivir es luz fragilísima en lucha constante contra la muerte poderosa”, tan frágil esta fuerza que cada minuto de vida sólo se logra a costa de un esfuerzo sobrehumano. O, acaso no sobrehumano, simplemente “sobreanimal”. Porque no hemos contado los actos de la mente, esa función tan extraña que saca fuerza del agotamiento, esa luz que ilumina de vida la noche de la muerte. Aun sabiendo que la derrota será segura nuestro fin será más merecedor de recuerdo y monumento que quienes, cobardes, se limitaron a negar la fuerza de la vida.

¿Diremos, incluso, que somos las mujeres las que más mereceremos la admiración por nuestra dedicación, casi excesiva, a la vida y sus cuidados? Pensémoslo y, tras ello, descansemos unas horas, que mañana nos esperan infinitos actos de frágil luz para logar otra victoria de amor y vida.


martes, noviembre 14, 2006

Libertad vigilada



Podemos empezar con Hobbes. Su artificio para mostrar cómo la seguridad que regala el estado sólo se consigue a costa de la libertad, no puede ser más actual. Sabido es que, en cualquier orden de la vida, la humanidad se enfrenta a este dilema y sólo si consigue la armonía entre ambos deseos podrá lograr cierto grado de serenidad feliz. ¿Ejemplos? Quien tiene una novia, un novio (permítaseme defender esta bella palabra, la única que me sigue pareciendo digna entre tanto amigo, colega, compañero y demás palabros modernos que se usan para no emplear precisamente la única hermosa) carece de la libertad de quien vive en soledad pero goza de la seguridad de un amor cotidiano. La soledad libre, por el contrario, promete más soledad que amor seguro. Quien, por no tener trabajo, es libre para viajar a donde quiera, carece, evidentemente, de la seguridad económica que puede dar un trabajo. Y viceversa. Etc.

Pero Hobbes hablaba de política. Asumido, como parece hemos asumido, que “el hombre es un lobo para el hombre” (inevitable el tópico de pedir excusas al lobo) sólo queda la salida de fortalecer el estado hasta límites hace tiempo olvidados. Desde el famoso ataque de las torres gemelas no hemos asistido sino a un continuo recorte de las libertades que tantos siglos y tanta sangre habíamos tardado en conseguir. Como lo muestran la vigilancia electrónica de teléfonos y ordenadores, las cámaras de video en las tiendas y en las calles, los cacheos humillantes en los aeropuertos (pronto los veremos en autobuses, trenes y en cualquier lugar que alguien piense pueda esconder un terrorista), las detenciones arbitrarias, el control insoportable en todos los órdenes de la vida, tantas cosas que parece hacer verdad un viejo aforismo que encontré en las calles de la vida: progreso es control.

Por supuesto que todo ello en nombre de la seguridad, ese valor supremo que permite a la mayoría seguir diciendo que es feliz a pesar de sus cada vez más elevados gastos en alarmas, cerraduras, perros peligrosos y otros métodos que añaden más esclavitud a la exigida por ese Gran Hermano que amenaza con dejar pequeño el 1984 de Orwell. Ese Gran Hermano que ya ha encontrado su chivo expiatorio en el “terrorismo árabe”, perfecta excusa para recortar la libertad de lo que, hasta ahora, llamábamos sociedades abiertas. Control recibido con agrado incluso por la gran mayoría que ya sólo parece alimentarse del miedo a los nuevos dioses. Porque no otra cosa que dioses semejan los llamados terroristas, esos que han tomado en sus manos las viejas prerrogativas divinas: repartir la vida y la muerte de modo arbitrario y exigirnos mil sacrificios, controles, represiones, esclavitudes varias, para intentar calmar su sed de sangre.

Parece que hemos olvidado que alcanzamos grandes cimas de libertad únicamente cuando dejamos de temer las terribles amenazas del terrible Dios que, según sus sacerdotes, podía condenarnos al infierno, lugar de las peores torturas imaginables. Parece que hemos olvidado que una vida encerrada en el miedo no merece la pena ser vivida, que una vida sin libertad difícilmente podemos calificarla de vida humana, que sólo aceptando menores cotas de seguridad (como si hubiera otra seguridad en nuestras vidas que la inevitable muerte) podemos decir que progresamos.

Si comenzó Hobbes, que termine Hegel: sólo quien no tiene miedo a la muerte es libre.

viernes, noviembre 10, 2006

Crisis de exceso

Quizás una de las causas más claras de la esterilidad creativa -en cualquier campo- sea el exceso de ideas y la incapacidad de elegir. Del mismo modo que quien no acaba de decidirse por un amor termina por quedarse solo, quien desea abarcarlo todo, finalmente se queda sin nada. Hay quienes, teniendo este problema desde la más tierna juventud, eligen estudiar filosofía, atraídos por la vocación de totalidad que tal disciplina posee. Mas incluso ahí la frustración acecha al comprobar la imposibilidad de un conocimiento absoluto y ordenado como si de un nuevo Hegel se tratase.

Si añadimos a ello las pesadas cargas de la vida moderna con su increíble falta de tiempo –increíble porque pareciera que los inventos de máquinas y aparatos deberían regalarnos más momentos para la creación- el asunto se complica. Porque hay quienes viven una vida peor que aquellas mujeres que, empezando a trabajar fuera de casa en los años setenta del pasado siglo, se vieron de repente aplastadas por el peso de dos jornadas de trabajo, la que habían tenido sus madres, las llamadas labores del hogar, lavar planchar, cocinar, criar hijos, etc. y además las horas de fábrica u oficina de los padres. Peor porque las dos jornadas han crecido hasta ser tres, al añadirse a los dos citadas las indispensables horas de soledad y creación robadas -¿a quien si no?- al sueño.

Con dificultad había quienes podían con tal exceso. Pero, de pronto, llega lo peor. Otro exceso, este de ideas. Si se ha logrado conquistar un cierto ritmo de lectura y escritura, es fácil que las Musas aparezcan rondando por los estantes de los estudios generando ideas extrañas que muchas veces recuerdan el quijotesco “del mucho leer y del poco dormir, poco a poco, se le fue secando el cerebro y acabó perdiendo el juicio”. ¿Os extrañaría, siendo así, oír a algunos de esos personajes afirmar con total seriedad que se les ha aparecido Bambulo, el perro que nos presentó Bernardo Atxaga, aconsejándole ciertos escritos, que han encontrado en el techo o en el cielo, entre las estrellas y la luna, algún texto definitivo para sus vidas o incluso que un gran hipopótamo rosa les había elegido para extender la verdadera religión?

Algo de eso me sucedió tras colgar aquí mi última reflexión. Sentía que ya no iba a tener problemas para realizar una reflexión –incluso varias- cada día, cada noche. Una sobredosis de ideas me asaltó de tal modo que volví a la situación de aquellos que se quedan sin nada por querer demasiado. He sido incapaz elegir en estos días si escribir sobre la muerte o sobre la vida, sobre los mitos o la filosofía, sobre mis lecturas literarias o de ciencia. Incluso si descansar unas semanas para retomar compulsivamente estas notas o revolotear por las mil diversiones que la vida moderna nos regala. ¿Conclusión? Como resultado del exceso sólo me ha llegado la nada.

¡Ah, mi vida mental! Me he solido enfrascar en demasiados trabajos totalmente inútiles que han servido no para ser más valorado en mi trabajo –ni por quienes mandan ni por quienes teóricamente deberían obedecer- sino para meterme en problemas. He escrito libros de texto que parecían ensayos o ensayos que parecían libros de texto logrando de ese modo la marginación y el olvido: Incluso habiendo acertado en uno de los cuernos del dilema, tampoco hubiera llegado el triunfo al no poder competir con editoriales que emplean cien o más personas para lo que yo elaboro solo. Muchas veces había decidido dedicar mis energías a algo más productivo que a una mala divulgación para caer de nuevo en trabajos similares e incluso en esto que no parece pueda llegar a ser nada entre millones y millones de blogs que hablan de asuntos más divertidos –por ello más buscados- que estas reflexiones que se pretendan filosóficas. ¿Debería dejarlo todo y centrar mis esfuerzos en plasmar lo mejor de mi mente en una sola obra, siendo capaz de elegir de una vez y dejar de revolotear cual mariposa en grupas de hipopótamos? ¿Debería hacer con la escritura lo que hago con la música, es decir, escucharla sin desear ser yo quien intente superar a los grandes de la historia? ¿Leer y nada más? ¿Dedicar la energía a lo que se llama vivir –ganar dinero, salir de noche, hacer el amor, comer, beber y esos asuntos poco mas que biológicos?

Mas, entonces, ¿qué hago con la sobredosis de ideas que me asalta? Me temo, sí, que tras esta crisis, seguiré haciendo la noche corta.