lunes, octubre 16, 2006

Gastronomía




A veces me dicen que porqué no escribo de asuntos más normales –cosa que me extraña porque normales me parecían mis temas e intereses de reflexión-, como, por ejemplo, los gustos cuya satisfacción, parece, dan la felicidad a quienes logran saborearlos. Que, por ejemplo, hable de comida. Pero no entiendo cómo se puede encargar un escrito reflexivo sobre un tema como la gastronomía, el arte del buen comer o algo así, a quien ni siquiera es sino siendo sido. Sido por toda la educación platónico-judeo-cristiana que valoró el espíritu frente a la animalidad horrenda de la carne. Espíritu que son creencias orteguianas frente a las ideas que fueron las que todavía se llaman de la sospecha. Mayo del 68 frente al siglo de Agustín. Biología contra cultura. Sido de formas tan contradictorias. Retorno a la primera luz de Heráclito, pues. Pero también Hegel nos dejó dicho que nada de lo pensado por el oscuro quedó fuera de su pensar. Sólo queda aceptar el reto de la síntesis. Reconocer el caos de las voces para, una vez más, intentar el coro de la sinfonía.

Se puede aceptar como una forma de placer. Mas el placer no parece otra cosa sino el premio que la naturaleza da al organismo por realizar las tareas necesarias para conservar su individualidad (imposible sin alimento) o mantener la
especie (ya es imposible que nos olvidemos del viejo “gen egoísta”). Los llamados placeres espirituales no serían, si admitimos la verdad freudiana, otra cosa sino sublimación. Con lo que esta-mos en las mismas. O admitimos nuestra naturaleza animal o reconocemos, más o menos religiosamente, que somos algo más que naturaleza, cultura si así se prefiere. Pero siempre, mal que le pese a Darwin, “sobrenaturales”. ¿Síntesis? Ciertamente necesaria en el siglo XXI en que vivimos. Porque la última mitad del siglo pasado fue la de la cosecha de las ideas que pretendieron salvar el cuerpo tras casi dos mil años de vituperio. Con la consabida vuelta, según la que llaman “ley del péndulo”, al otro extre-mo. Basta con observar cualquier kiosko de revistas para constatar como el culto al cuerpo ha dejado en la oscuridad o la rareza las palabras de otro tipo sublimado. Espectáculo que parece tan lamentable como aquél que lo despreciaba y castigaba sin sentido.

¿Volver al consabido término medio aristotélico? Padecerá nuestra originalidad, ciertamente, pero desde siempre es sabido que el objeto de la filosofía no consiste en la originalidad sino en la verdad. Así, no parece que la armonía buscada sea diferente al término medio tan manido. Es decir, mantener el cuerpo en salud, belleza y placer, pero adornado con la pátina cultural-espiritual que hemos construido durante siglos. ¿Acaso la humanidad no es lucha constante contra el mal natural para vencer sus horrendas leyes de violencia con las leyes, sus límites a la vida con muertes prematuras, sus condenas de dolor con droga y medicina? ¿Acaso no es deseo de perfeccionar sus límites, embellecerla más que lo dado –nunca olvidaremos el elogio del maquillaje que hizo el ya viejo Beaudelaire-, crear incluso obras más bellas que montañas y cielos, acaso, más todavía, no son las ideas de belleza y de bondad fruto del espíritu, pensamiento, vida solo humana? Sin poder olvidar que somos, en pleno sentido hegeliano, su conciencia.

Gastronomía, pues, en su centro. Agradable actividad que genera no sólo el placer rega-lado por las fuerzas naturales sino asimismo la belleza de la presentación y de las for-mas, el logro de sabores exquisitos, la compañía de la amistad y la palabra, imagen de felicidad humana aunando, una vez más, materia, afecto y comprensión. Nada diferente el erotismo: agradable actividad que genera no sólo el placer regalado por las fuerzas naturales sino asimismo la belleza de la presentación y de las formas, el logro de sabores, olores, miradas y sonidos exquisitos, la compañía de la amistad y la palabra, imagen de felicidad humana aunando, una vez más, materia, afecto y comprensión. ¿Comprensión? En esas estamos: haz de tu amor sabiduría. Y ¿porqué no también del alimento?


domingo, octubre 15, 2006

Gritos familiares

Son excesivas las ocasiones en que las relaciones humanas se dirimen entre gritos. Como si esa expresión irracional, ese enfado, diera la razón a quien lo emite. Es otra de esas maneras de “violencia de baja intensidad” que, a medida que crecen las posibilidades, pueden transformarse –como sucedía en el machismo de baja intensidad hace poco comentado en este blog- en grandes violencias. Así parece suceder en este mundo. Batan los gritos, del nivel que queramos, para que quienes lo profieren pasen a ocupar el lugar más importante de la actualidad, de la política, de la vida personal. Bastan las acciones violentas para que pasen a ser entes importantes en las decisiones de la sociedad o víctimas que no tenían otro remedio que la misma para poder subsistir. Pero, ¿es realmente así? Más bien parece lo que sigue, centrándonos ahora en las relaciones del hogar, ese lugar que parece últimamente tan peligroso.

Gritar es mostrar frustración, acaso impotencia, sintiendo que la palabra ya ha terminado sus caminos y la violencia suprema es imposible por terror o esperanza. Quien grita a otra persona, sea por una acción o una omisión indeseable, ha admitido que es ella quien debe dominar a la otra a la que se quiere hacer esclava. Es, por tanto, el grito síntoma de deseos profundamente inaceptables por la persona libre. Inaceptables por la persona que desea ser respetada. ¡Cuánto mas inaceptable por la que quiere ser amada! Es, además, camino seguro hacia mayores violencias psíquicas y, a veces, físicas. Camino seguro hacia la huida a otros hogares más cálidos y acogedores. Incluso hacia la soledad donde el silencio puede curar las heridas de los excesivos, y absurdos, decibelios.

La critica suave, por el contrario, hecha siempre con palabras racionales, tal vez irónicas pero de gracia, conduce al dialogo, a la posibilidad de arreglar lo que desagrada sin que la otra persona se sienta despreciada, esclavizada, odiada. Es, por tanto, un mejor camino hacia la paz en las relaciones, hacia la mejora de estas y de sus componentes, hacia la posibilidad de basar de nuevo estas en el amor con sus placeres y no en la guerra destructiva.

Mas, ¿cómo pasar del grito a la palabra después de haber sido proferido? ¿Cómo perdonar el supremo desprecio en que tal grito ha consistido? ¿Cómo cerrar la herida del desamor? ¿Cómo crear puentes si quien grita no busca caminos de suavidad y perdón ni es capaz de reconocer que la respuesta ha sido infinitamente más peligrosa para la relación que cualquier error o mala conducta de la otra? ¿No habrá muchos gritos detrás de las violencias absolutas que nos cuentan? Sólo si las brasas del amor aún se mantienen, sólo si el orgullo desaparece ante la petición de perdón por medio de besos y palabras, acaso se pueda reconducir la situación. Sólo con la promesa de volver a la razón y olvidar los caminos sin salida de los gritos.

En conclusión, siempre llegamos a la primitiva apuesta de la filosofía. No parece haber sino dos maneras de relacionarnos: la violencia y la palabra. Quien elija la primera jamás sabrá de amor humano ni de amistad humana, por mucho que, en apariencia, triunfe ante los borrachos de palabras. Quien elija la palabra tal vez encuentre en los oasis de la vida altas cotas de felicidad, aunque sean relámpagos de luz en la tormenta absurda en que vivimos.

Lo cual no soluciona el problema de qué palabras usar ante el grito, ante el arma, ante la violencia de quienes han decidido no usar los caminos del lenguaje. Acaso la huída sea posible en las relaciones personales pero no está tan claro en lo político y social. En esto parece, una vez más, que las propuestas filosóficas de diálogo y las religiosas de amor no han podido nada, tras milenios, contra guerras, egoísmos y violencias. ¿Mantenemos esperanzas o esperamos simplemente que no nos toque de cerca la sinrazón?

viernes, octubre 13, 2006

Vicios sin nombre



Parece que fue Aristóteles quien, en sus análisis de las conductas humanas, descubrió alguno vicios que, al no tener nombre, pasaban desapercibidos. Como si diera la razón el viejo refrán euskaldún que dice eso de que “todo lo que tiene nombre existe.” Aunque, en buena lógica, no sería correcto, sí que en realidad parece serlo su contrario: lo que no tiene nombre no existe. De ahí la importancia decisiva de quienes crean ideas para entender la realidad. Uno de esos vicios sin nombre a los que se refería el filósofo era el no sentir rabia, el no enojarse, con los actos injustos. ¿Puede, ciertamente, una persona considerarse moral si, al menos, no lamenta, critica, condena, a los poderosos que se embarcan en guerras por intereses totalmente inconfensables, a quienes se enriquecen con la desgracia ajena, a quienes usan a personas para mejorar puestos a costa del bienestar ajeno, a quienes acosan a compañeros, de escuela, de trabajo, por el mero placer de hacer daño? Por ejemplo.

Mas hoy deseba hablar de otro asunto. Un vicio relacionado con la envidia sin identificarse del todo con ella. Me refiero al odio a la excelencia, a la incapacidad de aceptar que haya personas cuya altura moral, intelectual, estética, esté por encima de la normal. Ese odio que se manifiesta en el intento de buscar en estas algo que las reduzca a la miseria moral, intelectual, estética, de las masas. Cosa sencilla puesto que nadie, mucho menos quien aspira a la excelencia y perfección en su vida, a la bondad, a la verdad y a la belleza, ha adquirido la perfección. Con lo cual, cualquier pequeño defecto, cualquier actividad normal incluso, puede ser considerada como definitiva para echar por tierra el esfuerzo de toda una vida.

¿Qué Einstein cambió para siempre nuestra concepción de la realidad? Sí, pero era machista. ¿Que Marx consiguió mejoras sociales que nadie antes hubiera osado imaginar? Sí, pero se acostó con su criada. ¿Qué Leonardo da Vinci creó belleza, creó verdad, creó utopía? Puede ser pero¿no era homosexual? Millones de ejemplos podrían acudir a nuestra memoria para ilustrar este vicio “democrático” que consiste en igualar a todos por debajo. No se puede considerar envidia porque, quienes critican la excelencia de estos personajes y otros, incluso de quienes podemos encontrar en nuestros caminos cotidianos, no desean en absoluto alcanzar tales cotas intelectuales o morales, sino negar incluso su existencia.

¿Qué alguien es capaz de llevar su pensamiento más allá de las miserias económicas de la normalidad? Aunque quien va a criticar nunca hubiera sido capaz ni de pensarlo –por tanto, para él, ni siquiera existe la posibilidad de una vida mejor- dirá que lo hace porque, en el fondo, no le afecta. ¿Qué alguien prefiera sacrificar comodidades por belleza? Pensará que lo hace porque no le faltan comodidades pero jamás se le hubiera ocurrido a quien critica ni siquiera la realidad de tal cosa. ¿Qué alguien dedica sus noches al estudio o la creación renunciando incluso muchas veces a los placeres del amor? Será que la soledad le abruma o busca beneficios que no encuentra a su pesar. ¿Qué alguien valora más el amor o el intelecto que el dinero? Se le recordará, como si tuviera algo que ver, que trabaja sólo por el dinero: no importará que dedique a su trabajo miles de horas más que las normales, no importará que diga que gran parte de su vida es precisamente ese trabajo donde puede crecer moral e intelectualmente. Nada importará ante la evidencia de que también el bueno tiene que comer.

Triste, sí, mas no por ello menos cierto. Siendo así, no extraña que el diablo que aparece en la novela de Guelbenzu, “Esta pared de hielo”, anduviera aburrido al no encontrar grandes almas que, por su alta moralidad, fueran dignas de captar. Si desde niños se desprecia a los que saben, si el modelo de triunfo es la fama sin sentido, si la palabra ética suena a eso que estudian los que no va a religión o, peor, a una clase donde se ponían “videos”, si el dinero, la diversión, el sexo pasajero sin humanidad, son los valores que vivimos, ¿cómo encontrar a alguien que, como en la novela citada, renuncie a una herencia millonaria porque sabe que su origen es la sangre? De hecho, la parte de la adolescencia que me toca intentar educar, respondió al unísono que no ella, por dios, que no sería ella quien renunciara.

¿Nos enojamos, pues, porque esto sea así? No parece quedar otro remedio si no queremos caer también en este nuevo vicio sin nombre, en ese odio sin límites a la excelencia, a los valores de quienes pierden más horas buscando conocimiento que dinero -¿hay alguien que imite hoy a Salomón?-, amor que sexo, interés que diversión, palabras que imágenes, amistad desinteresada que roces de interés. Enojémonos, pues, y no dejemos de intentar elevar la masa de saber, de placer, de amor, de belleza, de libertad, de felicidad y de justicia a nuestro alrededor.

sábado, octubre 07, 2006

¿Machismo de baja intensidad?


Una muy buena amiga mía me contaba la otra tarde un suceso de esos que todavía suelen suceder en la noche pamplonesa. Resulta que unas amigas suyas, tras una cena con compañeras de trabajo, volvían a casa con el sano propósito de descansar junto a sus esposos, novios, amantes o lo que cada una de ellas tuviera. Ya estaban llegando al aparcamiento para recoger el coche cuando se les acercó un grupo de “hombres”, treintañeros como ellas, invitándolas al baile y a la copa en su “maravillosa” compañía. No es extraño que el silencio fuera la respuesta ante unos desconocidos con los que no tenían intención alguna de hablar, mucho menos de alargar la noche, máxime cuando no parecía que sus condiciones físicas ni psíquicas fueran las adecuadas para una relación mínimamente humana. Se supone que ahí debería haberse terminado la historia, si las cosas fueran las que se esperan normales en estos tiempos, tras más de cuatro décadas de feminismo.

No me contaron truculencia alguna, de esas que salen en los telediarios con más frecuencia de la deseada, no hubo realidad de golpe y sangre, pero sí unas conductas sintomáticas de un insoportable fondo machista que, sinceramente, creía –quería creer- desterrado. Unas conductas que debieran ser denunciadas y castigadas sin que atenuante alguno ni genial abogado defensor pudieran oponer nada. Porque aquellos especímenes de forma humana se debieron sentir despreciados por seres inferiores que, en lugar de agradecerles su atención, les pagaran con indiferencia. Aquello no podía quedar así si pretendían mantener su autoestima. De modo que, como hacen quienes se sienten superiores, seguros por fuerza y número, pasaron de la invitación más o menos educada al insulto delictivo.

¿Cómo reproducir aquí, en un lugar que desea emanar sensibilidad, incluso poesía y belleza, tales palabras, si palabras podrían ser aquellos sonidos? Porque tampoco quedaría bien reflejado el asunto si dijera que lo primero que salió de las bocas de aquellos preclaros varones fue el comparar a aquellas mujeres con la característica de los desfiladeros, es decir, con la estrechez. O lo que siguió con sugerencias de necesitar retozos de amor entre apéndices veloces. ¿Fin? Ya se sabe que, cuando el macho es despreciado, sólo se le ocurre comparar a las mujeres que le ningunean –con razón, por supuesto- con las hembras de aquellos animalitos con los que Sansón, tras atarles a la cola fuego, logró vencer a los filisteos.

Curioso asunto, sí, que quienes se sienten atraídos por quienes les parecen ángeles de amor –eso y más estarían dispuestos a decir si fueran aceptados en sus deseos de compañía-, en cuanto comprueban la imposibilidad de acceder a ellas necesitan transformarlos en lo que más desprecian para, así, no sentirse tan impresentables, tan inútiles, tan literalmente indeseables, como realmente son. Un tipo de ¿hombres? que creíamos desparecidos hace años. Como creíamos desaparecidas las violaciones, vejaciones y asesinatos de mujeres basadas en el tópico “la maté porque no quería ser mía”.

Acaso haya quien piense que, comparados con asuntos mucho más graves, esos sucedidos nocturnos son una especie de “machismo de baja intensidad”, pero nadie debe ignorar que –no podemos dejar de citar en este blog al viejo Platón- “cada cual obra mal a medida de sus posibilidades” y que, en cuanto, la ocasión se presente, lo poco se transformará fácilmente en mucho. Porque estas conductas son excesivamente sintomáticas de un machismo que deseábamos vencido pero que, como se vive cada noche, sigue campando en nuestra sociedad. No es extraño, siendo así, que una de mis amigas confesara haber deseado ser Uma Thurman en la película “Kill Bill” y usar la catana para reducir la aparente virilidad de aquellos machitos a su virilidad verdadera.