lunes, febrero 12, 2007

Memorias diversas



No parece que sea lo mismo novela histórica que memoria histórica, eso hoy tan de moda, que suena mucho a la llamada intrahistoria por Unamuno. Llevamos unos cuantos años contemplando intentos de recuperar la memoria casi personal –ya muy difícil puesto que pocos de quienes la vivieron permanecen en este mundo de vivos- de la famosa guerra civil. No hemos dejado tampoco de leer críticas al valor histórico de esa memoria individual, críticas tomadas a veces como intentos de no desear encontrar de una vez por todas la verdad. Sin embargo, a estas alturas pocos ignoran que la memoria personal no siempre es fiel –mucho menos a tantos año vista, menos todavía si la memoria no es ya de hijos sino de nietos o allegados jóvenes que no vivieron ni de lejos eso que desean recordar-, que la psicología desterró hace cien años la introspección o, por razones similares, que Marx mostró cómo la auto-imagen de una sociedad o de un individuo no tiene porqué coincidir –más bien, todo lo contrario- con la que tales sociedades o individuos poseen de sí mismos. Todo esto viene a cuento de un comentario que el pasado sábado leí en la crítica televisiva de un periódico navarro. Un comentario que me recordó a otro que me hizo una alumna hace unos años: su madre, que era de la misma edad que yo, y le había contado cómo era la Pamplona de su juventud, se sorprendió al oír mi versión que, de tan diferente, parecía haberse vivido en otro lugar y tiempo. Algo así le debió pasar al comentarista en cuestión.

Normalmente, suelo leer con bastante agrado los comentarios de televisión de José Javier Esparza. No obstante, el sábado pasado, la crítica que hizo a “Cuéntame” me sorprendió. También a mí, hacía tiempo que me había llegado el hartazgo de la misma –la primera temporada fue agradable por recordar mis tiempos juveniles, dado que el universitario era más o menos de mi edad y condición social- pues todo lo repetitivo cansa. De todos modos las críticas que me inspiraban las pocas veces que lo contemplaba algún momento no eran precisamente las realizadas por José Javier sino casi las contrarias. Lo que me producía lejanía de una familia normal eran las relaciones con el cínico empresario, sus coqueteos con las inmobiliarias y la última ludopatía, cosas muy alejadas de una familia obrera como la que quieren presentar. En absoluto la politización que le parece falsa. ¿De veras conoce alguna época más politizada en nuestra sociedad que las de los años setenta enteros? ¿Esos que comenzaron con el proceso de Burgos y terminaron, si se quiere, con el triunfo del PSOE en el 82?

Aquellos tiempos en que había más de cincuenta partidos políticos, en que las “vietnamitas” echaban humo en los lugares más recónditos, en que los ex - seminaristas, muchos de ellos, se habían hecho marxistas, donde se hacían huelgas en las fábricas, casi hasta porque no llovía y se perdían las cosechas, donde no había familia que no tuviera algún afín en la cárcel o en peligro de entrar en ella, en que, cada tarde, antes de los vinos del casco viejo, se vivían las carreras delante de los grises por razones varias, donde los universitarios hacían reuniones y pasaban los temores típicos de la posible denuncia, en que se leían libros prohibidos –lo estaban casi todos los que tenían interés-, se rompían tabúes sexuales, se debatían el feminismo y las utopías más radicales –tanto que, para muchos, incluso el partido comunista era casi de derechas-, donde se esperaba el fin de Franco como si ello fuera el advenimiento del paraíso.

Así que, si algún hijo o persona joven, me preguntara donde estaba en el 75 o los cinco años anteriores o posteriores, no tendría ninguna vergüenza en contestar. En el 75 justo estaba acabando la carrera –fueron los años en que algunos hijos de obreros, casi todos tras pasar por seminarios varios, comenzaron a acceder a la universidad, muchas veces compaginando el estudio y el trabajo-, llevando una vida que exigía las energías que sólo pueden tenerse en la juventud, dure lo que dure esta, una vida de horas de oficina, de horas de clase, de horas de estudio, de horas de lectura y escritura, de horas de reuniones clandestinas, horas de manifestaciones y conversaciones políticas, vascas y comunistas, horas de juerga y ligue, pocas, evidentemente, horas de sueño.

Un momento en que se derribaban todas las ideas del pasado, en que se asumían muchas de las del 68, donde se vivía la revolución sexual, leíamos feminismos en aquella vieja y pionera revista “Vindicación feminista”, comenzaba el imperio de las drogas, se creía que el poder de la iglesia, de la banca y el ejército iban a terminar pronto, años políticos, sí, en todos los aspectos de la vida, tanto que la carrera preferida por muchos era precisamente la historia por el deseo de encontrar sus mecanismos de cambio.

Etc. ¿Cuál es la verdadera historia de la época? ¿Mi memoria? ¿Su memoria? ¿La de la madre de aquella alumna? ¿Todas? ¿Será cierto que pertenecía a una minoría que pensábamos mayoritaria? Lo único que queda claro es que, así como la belleza era difícil al decir de Sócrates, la memoria es complicada.

jueves, febrero 08, 2007

Novela histórica

Hace años, cuando apenas leía novelas por no considerarlo una actividad seria –sólo me lo parecía la poesía y la filosofía-, solía descansar en ocasiones con alguna de esas novelas consideradas históricas, en un momento en que éstas tenían calidad e interés. Pienso en “Opus Nigrum” y “Memorias de Adriano de Margarita Yourcenar, en algunas de Robert Graves que, aun sabiendo, por propia confesión del autor, que las elaboraba para ganar dinero y dedicarse a la poesía, su verdadera vocación, aun poseían cierta originalidad y calidad. Incluso las vidas de Alejandro de Mary Renault. Sin contar las casi clásicas de Mika Waltari o las clásicas del todo como Ivanhoe. Tiempos que convivían ya con clanes de osos y cavernas, médicos viajeros y ya, ya sí, excesos de templarios. Quizás sea el intelectual Eco el último de los válidos: “El nombre de la rosa”, “La isla del día después”, Baudolino” y alguna otra todavía requieren atención.


Pero todo empeora. Del mismo modo que el comic, tras su cenit en los años ochenta, terminó con vueltas a Mortadelo y creaciones japonesas, también la llamada novela histórica decayó hasta los límites de la vulgaridad, la mala copia y la propuesta de película. De vez en cuando, igual que, a veces, contemplo una película mal o un mal partido de fútbol para no acabar como Alonso Quijano –ya se sabe, mucho leer, poco dormir ya acabar con el cerebro destrozado- descansaba con alguna novela de estas. Recuerdo aún “El secreto de la diosa”, obra de un tal Lorenzo Mediano, que tuve como lectura mala veraniega (la obra para piscina del año anterior, “el mito del alma”, de Puente Ojea, casi termina con mi capacidad de pensar) defendía la tesis, tratada antes por Graves y otros, de que las mujeres perdieron su poder cuando los hombres se enteraron de que sin su semilla ellas eran estériles. Quedó perdida.


La última, ya hace dos o tres años, fue mi lectura mala de otoño. Encontré una tal “El código da Vinci” que la leí como descanso muy cansado. Porque era evidente que pretendía hacer una película, porque era más evidente que copiaba descaradamente esas tesis ya vistas hacía años en algunos de los autores antes citados, porque pretendía escandalizar con ideas más antiguas que los abuelos de los más antiguos de nuestros contemporáneos, porque, sobre todo, no sabía cómo terminar y añadió casi trescientas páginas insoportables a las casi insoportables, pero, al menos, divertidas, de la primera mitad. Dada mi actividad de bibliotecario en un instituto, me limité a recomendar su no lectura a quienes me preguntaron por ella y así, como la anterior, quedó para el olvido. ¡Cuál no sería mi sorpresa al contemplar todo lo que vino después! Su éxito desmesurado, las absurdas polémicas, la película, la publicación de otras obras que, en su momento –lógico si su calidad era similar- no tuvieron éxito alguno y la masiva afluencia de novelas históricas por ver si tenían otra vez la suerte de estar en el lugar y momento oportunos, cosa que, al parecer, le ha tocado a una cierta “Catedral del mar” que, en este momento, desconozco más allá de saber su éxito.


Curioso. No deseaba hablar de esto. Acaso cierta mal conciencia por despreciar el éxito -¿envidia?- me ha hecho confesar mis pecados literarios. Porque, en una vida tan limitada, no puede sino ser pecado perder tiempo con estos “libros” dejando tanta calidad existente en los estantes de la espera. Debo agradecer a Juan Goytisolo un reciente artículo en el que abundaba en la idea de que lo bueno no suele tener éxito. Terminaba con una frase de los surrealistas que, de tanto gusto, la siento como mía: “toda idea que triunfa corre fatalmente a su ruina”. No, deseaba hablar de otro tipo de novela histórica, de esa que incide en lo que ahora se llama “memoria de la historia”, creo. Hablaré, pero ya otra noche.