miércoles, julio 26, 2006

Desde "La Segunda Mujer" (de Luisa Castro)




Media casualidad. ¿Es esta la razón de mi lectura veraniega de esta novela tan comentada, según he llegado a saber, en Cataluña -según la grafía antigua? No parecen razonables las mitades pero algo de eso hay. Porque acaso sean no medias sino tercias, cuartas o quintas casualidades –acaso ninguna-, vayamos a saber. Como los diálogos, triálogos o cuatriálogos de Giordano Bruno. Dado que no tenia ningún deseo de leerla, ni siquiera la conocía hasta hace unos días, fue el verla en manos de mi esposa en las playas canarias el detonante de su lectura. La no casualidad venía de que se la había prestado una persona que conocía nuestra historia. Tampoco, al conocer el tema, podré hablar de azar en su lectura. Pues siempre he leído historias de profesores de filosofía o similares enlazados, más allá de los años, en el amor como un fuego con su aire, que dijo el poeta de Moguer. Recuerdo “Un peso en el mundo” de J.M. Guelbenzu, por ejemplo, y mil historias, también teorías, de la seducción. Recuerdo, incluso, la “Memoria de mis putas tristes” de García Márquez, la “Lolita” de Nabokov, o “el Animal moribundo” de Philip Roth. Historias que me rozan, que ayudan a comprender. Pues ya se sabe que, además de convertir el trabajo en placer, hacer sabiduría del amor es mi lema fundamental.

Lectura rápida –no merecía más-, insoportable sensación de que no merecía ni siquiera citar, al principio, una frase de Coetzee, de “Desgracia”, este sí un gran novelista, de los mejores -¿cómo medir si el mejor entre tanta calidad?- de su generación. Deseo de crítica total, recuerdo de “Bella del Señor” de Cohen, aquí sí la sabiduría del amor en lugares inaccesibles para Luisa. Tanta rapidez, tanta crítica, tanta sensación de haber perdido el tiempo, que sólo el ser verano y el haber adquirido algún conocimiento inesperado sobre el origen último de la historia me hacen escribir. Novela y venganza” es el título del comentario que, en su blog “el ángulohizo Ricardo Pita hace ya algunos meses. Comentario que hizo cierta mi fácil sospecha -que una novelista gallega ponga de protagonista a una novelista gallega era suficiente- de que algo de autobiográfico había en la novela. Puesto que tal novelista, en la realidad, estuvo casada con un “gran hombre” catalán que le doblaba, o más, la edad y con el que, antes de separarse, tuvo dos hijos.

Es el nombre del personaje, no Gaspar, sino el real, quien decididamente me obliga a escribir unas palabras en este “diario” que pretende aunar emoción, recuerdo, plan, erudición, reflexión y autobiografía, todo ello envuelto en las ideas del aire (sin ser Bob Dylan –recordado por su reciente visita a Donosti-Easo-San Sebastián- y sin haber creído todavía que “la respuesta está en el viento”). Xabier Rubert de Ventós parece ser el nombre real de Gaspar. Este hombre, nacido en la aristocracia catalana, conocido hoy día más por sus actividades políticas alrededor del Estatuto catalán, que por las que, en mi juventud, le conocían. Actividades estas relacionadas con el mundo del arte y de la estética: puesto que saltó a la fama en los años sesenta y setenta por sus publicaciones sobre estos temas (“el arte ensimismado”, “teoría de la sensibilidad”, “la estética y sus herejías”, entre otros).

Revelación esta que me tiene anonadado. Pues no es este el recuerdo que me queda de Rubert, al que conocí el 10 de julio de 1975, hace ahora la friolera de treinta y un años, y del que conservo, como regalo preciado, su primer libro antes citado. Tal encuentro sucedió de un modo no sé si rocambolesco o natural. Al menos si es cierto eso de que el “carácter es el destino”. Resulta que, tras los primeros versos de mi adolescencia, algún demonio socrático o diosa parmenídea me inyectó en mi cerebro una pregunta que todavía no he sabido responder pero que ha sido la causa de mis logros y fracasos a lo largo de mi vida. ¿Qué es la belleza? Esa era la pregunta. Esa pregunta que me llevó a amar más a Juan Ramón que a Machado en tiempos en que eso era casi peligroso. Que me hizo saber de memoria “el himno a la belleza” de Beaudelaire, que me hizo decidir mis estudios por escuchar que era en la carrera de filosofía -aun siendo en el quinto y último curso de la misma- donde se hablaba de tal asunto. Tanto es así que, cuando llegué al momento de estudiar lo que se denominaba “Estética”, ya había leído la kantiana “Crítica del Juicio”, la “Estética” de Hegel, varias historias generales del tema, había escrito numerosos estudios sobre lo bello, había leído tanto que el profesor, apenas sabedor del tema en San Agustín, me pedía a mí bibliografía. Desilusión, sí, fue lo que supuso mi encuentro con Don Luis Rey Altuna, alto cargo de educación, profesor, por ello, en la ilustre universidad de la obra divina, donde saqué el título - no donde estudié, que eso lo hacía en la soledad y silencio de mi habitación, robando horas al sueño, que no era mucho entre clases, trabajo, lectura y redacción.

La ignorancia de mi profesor la paliaba, entre otras lecturas, con los libros de Ventós. Hasta aquí cierta normalidad. Quizás menos mi osadía de escribirle y menos todavía su respuesta, su invitación a su casa y nuestra conversación, durante la que me ofreció contratarme como ayudante en la universidad, cosa que no se realizó puesto que fue detenido por algún asunto de opinión, asuntos que seguramente hoy nos harían sonreír de incredulidad. Me quedó la impresión de un hombre sencillo, a pesar de su posición social y de su fama, con el que sólo por la mala suerte de no haber muerto todavía el dictador y no haberse instaurado esta imperfecta democracia, no pude trabajar.

De ahí mi sorpresa cuando me dicen que un hombre (teóricamente de ficción) que desprecia a la servidumbre sólo por su origen social, que vive en la corrupción – lo de hacer aprobar a su hijo, consiguiendo las preguntas de la oposición y darle trabajo en la Generalitat , se cuenta como algo normal en su vida-, que desee una hija y luego no solamente se niegue a cualquier esfuerzo de crianza sino que sea capaz de darle una paliza por un miserable y normalísimo llanto, trate a las mujeres casi (¿casi?) como objetos, no sea capaz de ninguna sensibilidad, entre muchos otros defectos, es precisamente ese con el que, hace treinta años, mantuve una conversación más o menos filosófica.

Porque lo peor viene aquí. Una de las críticas que se le hace en la novela es que opinaba que nada se arregla con palabras. Lo cual, en un filósofo, siempre hijo de Platón, es tan grave como no creer en el amor siendo practicante de la religión de Cristo. Por supuesto que conozco mil fracasos, muy pocas personas están dispuestas a un diálogo que busque verdad y justicia, pero no puedo sino esforzarme en conseguirlo a no ser que desee dejar de ser filósofo, una profesión que nació, entre otros asuntos, como una apuesta a favor del diálogo en contra de la violencia.

¿Realmente la negativa de Luisa Castro a aceptar la novela como totalmente autobiográfica es cierta? Así lo espero para poder esperar que, en él, la filosofía no fuera una pose para justificar su posición social, para no atribuirla únicamente a su nacimiento: aunque ciertas sospechas tengo cuando recuerdo su frase de que no era la filosofía quien le permitía tener aquél piso en Pedralves sino su padre. Supongo que nunca lo sabré.

martes, julio 18, 2006

Eskubi y las arrobas



No tengo nada personal contra Eskubi sino contra alguna de sus manifestaciones que, no sé porqué, me afectan especialmente: acaso por amar las ideas y las palabras. Debo reconocer que no conocía a este hombre antes de sus (malos) usos de la palabra a-gnosticismo, ya criticados previamente en otro artículo presanferminero en este mismo blog. Después supe que fue más coherente al acudir a procesiones y misas con excusas variadas, más cercanas, a pesar de todo, al agnosticismo declarado que le llevó al ridículo de su grito. Tras pasar las jornadas festivas en lugares más tranquilos ya me había olvidado de él a pesar de algunas críticas absurdas de ciertos amigos a mi artículo. Resulta que si alguien se proclama de izquierdas (no quiere decir que lo sea, que mis dudas, por lo menos, tengo que el nacionalismo necesariamente sea tal cosa) tiene bula para decir las mayores burradas sin que, desde la izquierda, se le pueda criticar, sin ser acusado de dar armas a la derecha. Cuando sólo se está pidiendo que la izquierda sea inteligente y no zafia.

Debo reconocer que, en estos tiempos, los matices del pensar no pesan, no, muchas arrobas. Que para ser izquierdista, parecen pensar ciertas gentes, es necesario ser nacionalista, cosa más que discutible. Además -seamos divertidos- si hace años en el viejo “Egin” confesé, glosando a Groucho, que no podía pertenecer a una nación que aceptara gente como yo, menos todavía debería desear pertenecer a una que acepte, además como representante, a gente como mi querido concejal. Este hombre que parece tener que ser progre para todo, que no tiene novia (una de la más hermosas palabras del castellano que, como veremos e enseguida, no parece amar en demasía) ni esposa –ni siquiera amante, concubina, querida, amada, cualquier otra palabra más cariñosa e íntima- sino sencillamente compañera (como si compañera no fuera la del pupitre de al lado de la clase, la que trabaja junto a nosotros en la oficina o asuntos similares): y más vale que no la llamó mi moza o mi camarada; que también debe ser feminista al menos en la triste apariencia del uso maldito del @, hace ya años castigado, como antes lo fue la a/o –cosa que aún tuvo algún sentido en los años setenta, acaso en los primeros ochenta, antes de que lográramos hacer lenguajes agradables sin tener que usar tan tales horrísonos artificios-, con la pena de muerte estética para cualquiera que la usase.

Porque de eso quería hablar. Acaso el concejal ame (¿de veras?) más el euskera (por si acaso, mi idioma materno, como el castellano lo es el mío paterno) que el romance pero es evidente que conoce y usa este, si bien con poca precisión: en primer lugar en algunos conceptos como el famoso agnosticismo, y en su artículo de hoy (me olvido del contenido) con el uso de algo que no existe ni, aunque deba luchar hasta la extenuación, existirá. ¿Será que realmente odia el castellano a pesar –o por ello- de no poder vivir sin él, y quiere destruirlo con estos incalificables artificios?

Hace años ya pensaba que si, que era malo, muy malo, eso de usar el @ para aparentar, muchas veces sólo eso, igualdades no discutidas entre hombres y mujeres: pero ninguna mujer decente, ni hombre, puede admitir ese pseudo-feminismo barato, ese cambio que viene tras el o/a, esa @ maldita que merece el mayor castigo porque no sólo no acrecienta la masa de belleza del universo sino que consigue aminorarla. Agustín García Calvo solía llamar “gilipoyas” –así escrito por él- a quien, creyendo hacer su voluntad, sólo obedecía a quien mandaba. En este asunto del @ dudo que puede haber persona más o menos decente que quiera de por sí usar tal monstruosidad No, es este uno de los ejemplos de gilipollez mas cercanos que tenemos, es el poder que pretende robarnos incluso el uso hermoso de la lengua, ese poder, que se pretende progre, que ha conseguido que muchas personas usen unos términos que no comprenden pero parecen quedar bien, que sirven para poder pertenecer a la numerosa tribu de los “progres”.

No se me diga, no, que es el único modo de referirnos a los dos sexos, por lo menos, de que nuestra especie se compone. No, porque quienes ya hace más de treinta años, hombres acaso más que mujeres, nos dimos cuenta de la importancia del lenguaje para la igualdad, a la vez que del significado que tiene el hecho de que, en la mayor parte de las religiones, haya dioses en lugar de diosas, ya incurrimos, al principio, en el horror del o/a y, tras ser condenados por la belleza del lenguaje, buscamos alternativas diferentes y variadas que jamás caerán en el hacer caso a quienes mandan, sean de la tribu que sea. Hace ya algún tiempo una mujer verdaderamente libre, me escribió, a propósito de este asunto, lo siguiente: que “la estupidez humana llega a límites insospechados y ésta es una de las muestras más palpables. De todas maneras he de decirte como fémina, que si bien esta moda me parece una estupidez, que ofende más bien a la estética, la que me saca de mis casillas es la anterior: esa del o/a. ¿Cuantas conferencias interminables no habremos oído en el que el orador se volvía loco de placer con sus o /a? ¡Pardiez, qué moderno soy! incluyo a las mujeres en mis pensamientos y divagaciones filosóficas... Por no hablar de los políticos y jefes más inmediatos. Cualquier mujer que haya tenido el gusto de trabajar en la empresa privada (sobre todo aquí hay que mantener las formas sin llegar al despendole) tendrá cuasi-tatuado el o/a. "Pasemos todos/as a la sala de reuniones, todos/as pensamos que..., todos/as vamos a trabajar por...". Lástima que en las bajas maternales, salarios, vacaciones y demás las aes se pierdan por el camino... Y héte aquí cual es mi sorpresa cuando al carro se suben también las nuevas generaciones y te encuentras a una de tus congéneres hablándote en los mismos términos.¡¡!!! ¿Pero qué pasa? ¿Es la liberación esa femenina que dicen que ocurrió? ¿Es la maldita letra @ que se ha apoderado de algo más que del papel? Igual se está dando una nueva evolución biológica y se nos esta convirtiendo el cerebro en @...” Además ¿se ha avanzado algo, o se ha retrocedido, respecto al viejo “señoras y señores con que empezaban todos los discursos de otras épocas aparentemente, sólo aparentemente, sólo para los de mala memoria, menos feministas?

Por cierto, para evitar posibles nuevas acusaciones de “dar armas a la derecha” termino aquí con un resumen de mi ideología político-social: toda política verdaderamente democrática no debe basarse en mentiras, ni en populismos fáciles ni en victimismos falsos sino en la verdad y en la belleza. De hecho, se puede decir que la política ideal sería el paso del caos informe de la esclavitud, las desigualdades económicas, sexuales, raciales , del enfrentamiento violento y el trabajo absurdo a la libertad, la igualdad, el diálogo y la creatividad. En resumidas cuentas una nueva versión de la teogonía hesiódica, una nueva versión de la creación del mundo.

Como decía aquél, quien tenga oídos para oír que entienda.


lunes, julio 17, 2006

Fuerteventura



Convertido en uno de esos malditos “viajeros” de los que abominé en Semana Santa, me encontré el seis de julio, junto con mi joven y bella esposa y con mi encantador hijito de cinco años, en un hotel de Fuerteventura, esa isla desierta con playas idílicas casi inaccesibles. Tanto que la piscina era la playa más concurrida de todas ellas. Más todavía cuando, de acuerdo con la moderna –tan tardía como necesaria-ley de costas-, no se puede construir, como antaño, a pie de playa. Asunto que ubica a los hoteles más cercanos a más de medio kilómetro de las salvajes olas tras, como en nuestro caso, bajar una empinada cuesta que, obviamente, luego había que subir, antes de llegar a los doscientos o más metros exigidos por la ley. No es extraño así que no hubiera hamacas libres en la piscina desde la primera hora de la mañana. Unas hamacas ocupadas por cuerpos morenos o todavía blancos, atléticos unos, obesos los demás, hermosísimos algunos, lejos de la belleza los demás. Cuerpos que encerraban almas lectoras, juguetonas de nintendos o pesepés, hacedoras de crucigramas o soñadoras simplemente. Hacía tiempo que no veía tantos ojos repasando letras en un libro. Libros de todos los colores, en todos los idiomas que antes se llamaban cultos, alemán, francés, inglés, pocos en castellano, con títulos muy repetidos en todos ellos. ¿Adivináis quien se llevaba la palma? Por supuesto que sí, ese, el de la película reciente, el del mayor éxito de los últimos años, ese del que no me resistiré a contar mi experiencia en este verano que invita a la relajación. Incluso a alguna lectura mala pero necesaria para la misma. Que nadie puede estar todas las horas en alerta. Aunque sea entonces cuando venga el Señor: mala suerte en ese caso. A no ser que el santo código sea capaz de vencer nuestra pereza merecida tras un año de pensar.

A mí me tocó Houellebecq y su ¿novelita? Lanzarote. Pero Lanzarote lo conocí el pasado año en el viaje de amor que me tocó tras la boda de mi medio siglo. También durante las fiestas de San Fermín, también esta vez olvidadas y abandonadas por temor al ruido que no es música, a los olores que no son Chanel, a las masas que no son relajamiento ni soledad. Pero como no soy Houellebecq y mi situación era de nuevo esposo y luego familiar, ni me encontré con dos lesbianas alemanas con ganas de ser fecundadas, ni con un policía belga acusado, más tarde, de pedofilia dentro de una secta en la que buscó consuelo. Sí que escuché la historia del volcán que relata al final del libro para poder darle cierto empaque de páginas, amén de visitar los cactus, las cuevas y las playas de turistas. Los conocidos fueron sólo matrimonios tranquilos del norte, camareras hartas de la explotación, saludos pasajeros y, sobre todo, mucho amor. Nada que pudiera inspirar una ¿novela? como la citada que lo mismo podía haber sido ubicada en cualquier costa, en cualquier lugar, incluso en el olvido para hacer caso al Ortega que pedía no escribir libros inútiles como la mejor obra de caridad de nuestro tiempo.

¿Daría Lanzarote para más? Un coche alquilado por dos días nos llevó al centro de la isla, a Betancuria, donde escuchamos los pocos conocimientos que bebimos en la isla, gracias al párroco de la pequeña ciudad para el que, según confesión apresurada, era una lata vivir en aquél lugar. Pero nos informó del origen del nombre de Betancuria, procedente de un pirata francés, Betancourt, que, gracias al rey de Castilla, evitó la muerte refugiándose en esta isla y poniéndola bajo el gobierno castellano. ¿Los habitantes anteriores? No parece pasaran de doscientos y no hubo tiempo para conocer su lugar de procedencia ni las razones que les llevaron a permanecer en tan pobre y desértica isla. No es extraño se convirtiera poco más que en zona militar y de castigo (allí fue desterrado Unamuno durante un tiempo) hasta el descubrimiento, llevado a cabo por agencias de viajes, promotores urbanísticos y otros bienhechores de la humanidad, del valor monetario que tendrían unos hoteles de lujo desde los que pode visitar playas todavía salvajes, todavía alejadas de la construcción: otro buen negocio para todoterrenos y similares: porque una cosa es una playa salvaje y otra tener que hacer los esfuerzos de los viejos piratas que trepaban, en palabras del citado párroco, como gatos.

Curioso asunto este de lugares abandonados por su inhabitabilidad convertidos en “paraísos turísticos” desde los que, acaso, alguien todavía pudiera contemplar la luna llena rielando sobre el mar y reflexionar sobre infinitudes naturales, pequeñeces humanas, alejamientos de la naturaleza, la fuerza del dinero, los engaños de la propaganda, el sentido de la vida, la muerte o el amor. Siempre que podamos evitar lecturas de códigos y ocurrencias tipo Houellebecq.