viernes, enero 26, 2007

Elegía (Philip Roth)


Quienes hayan tenido algún problema serio con su corazón, no podrán leer sin cierta angustia “Elegía”, la última obra de Philip Roth. Esa que termina… “Sin embargo, no se despertó. Paro cardíaco. Ya no existía., liberado de ser, entrando en la nada sin saberlo siquiera. Tal como había temido desde el principio.” No sabemos si tendría el protagonista alguien que, como el padre del autor, en su deseo de no olvidar nada, le escribiera un “Patrimonio”. Acaso una duda: ¿no existe quien prefiere ese irse sin saberlo, sin tiempo para el lamento de lo dejado?

Sea lo que sea, parece que Roth está oliendo ya los achaques de la vejez y la cercanía de la muerte. Como si ya supiera que ni el amor será salvación como lo fue en “El animal moribundo” o en “La mancha humana”. Que, acaso piense, el amor puede salvar de la muerte moral, como hizo Sonia con Rodion Romanovich Roskalnikov, el inolvidable personaje de “Crimen y Castigo” de Dostoiewski. De los achaques morales tal vez, mas ya no de la vejez, esa etapa de la vida que no “es una batalla sino una masacre”. Que será difícil ver a un nonagenario enamorándose “en una noche de amor loco con una adolescente virgen” como, soñó Gabriel García Márquez no hace mucho, y “estar condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día de mis cien años”.

No es eso lo que cuentan quienes, todavía mujeres sobre todo, han tenido que cuidar enfermedades casi ni humanas durante años, nada de belleza en la vejez, nada de heroísmo, nada de sublimidad en la muerte: sólo fealdad, muchas veces cobardía, casi siempre deseo de fin en los que viven. Algo que no debería existir si quien se inventó este asunto –si es que alguien lo inventó, que no parece, - hubiera realizado las cosas medianamente bien. La vieja idea epicúrea de que un Creador inteligente y bueno es impensable en este mundo no parece perder vigencia: es tanta la masa de dolor de la “biosfera” que ninguna argucia hegeliana de la razón ni ningún renglón torcido de esos que, dice, Dios usa para enderezarlos, puede justificarlo.

Porque de nada vale ya el pasado ni sus triunfos. Ni sus logros intelectuales, económicos, amorosos o de fama. Nada cuando el cuerpo se deteriora y es abandonado en los asilos, esos morideros modernos –sean lujosos o pobres, no cambia la esencia de la cosa-, nada excepto la conciencia de que era mentira el placer de una jubilación donde se hace lo que no se pudo hacer antes, la conciencia de que las familiares mas queridos tienen que seguir su vida dejando a esa soledad que tanto amábamos como amante única de las noches y los días. Pues, por mucho que la mente siga ansiando la belleza, por mucho que la belleza siga soñando inteligencia, llega un momento en que la vida pide cuerpos capaces de transmitir más vida y menos letras, más placer y menos lucidez.

¿Platón? Quería que el pensamiento básico fuera reflexión sobre la muerte. Que, si no había una teoría suficientemente racional que la explicase o justificase, tomáramos la tradición más reconocida y, como si de una balsa se tratase, cruzáramos la vida entre sus olas encrespadas, amenazando siempre con el desastre. Con el seguro desastre. Ese desastre en que consiste la historia entera de la humanidad: si miramos hacia atrás podemos contemplar (si somos capaces de olvidar las crueldades sin límite que lo componen) obras maravillosas de todo tipo –arte, religión, filosofía, ciencia, arquitectura, música, etc.- pero nada de sus creadores. Efectivamente, el pasado es un gigantesco cementerio sin sentido. ¿Hay alguna forma de soportar la realidad que no sea la falta de conciencia? Sí, efectivamente, el pecado original no pudo ser otro que el narrado en la Biblia: comer del árbol del conocimiento, pensar.


sábado, enero 13, 2007

Misantropía y (des) esperanza




Existen momentos en que la mirada se hace compasiva y sólo capta lo bueno de las personas, de los colectivos, de las situaciones. Existen otros en que, por el contrario, como si de un periódico se tratase, sólo se perciben problemas, mil razones para desear que el mundo (no sólo humano) termine cuanto antes. No sería justo, más bien hipócrita, tras los escritos anteriores, dejar esos momentos en el olvido. Ciñéndome a las tres últimas reflexiones, a veces sólo constatamos que la juventud es insoportable, las familias agobiantes y la docencia un desastre sin remedio. Todo tejiendo un conjunto tan horrible que sólo quedan ganas de salir de esta caverna y no bajar jamás a ella. Tentación de todos, desde el mito platónico hasta hoy, pasando por Abentofail y su gacela.

Cada día es más penoso bajar a la caverna sabiendo el seguro fracaso en ella. ¿Quién va a escuchar que la bondad es mejor porque es ser y la maldad, aun siendo sólo tener, es lo deseable? ¿Quién preferirá la belleza a la comodidad por mucho que sepamos que ella es más divina? ¿Quién la verdad a la opinión propia por muy errónea, egoísta y torpe que esta sea? ¿Quién, en estos tiempos de imagen y más imagen, dejará de preferir esas sombras a las palabras iluminadoras que tanto esfuerzo nos exigen?


Los estados, los gobiernos, exigen que la enseñanza transmita esos valores que vamos soñando en estas reflexiones –justicia, diálogo, paz, belleza, amor, verdad y bien- pero la realidad social presenta el triunfo de la explotación, del robo, de la injusticia, de la prostitución, de la guerra, del triunfo de la violencia sobre cualquier otra realidad. El valor exclusivo del dinero, siendo válido cualquier medio conseguirlo excepto, parece, el mérito y el esfuerzo. El valor único de la diversión y de la droga. La falta de sentido, la inutilidad de la vida. Leer periódicos, sí, es desear que el mundo acabe cuanto antes. Hubo una ocasión que, sintiendo que la juventud se divide entre quienes sufren los peores padecimientos y quienes sufren viendo esos padecimientos –normalmente porque en clase de religión o ética (y normalmente profesoras) les hacen realizar trabajos acerca de todas las desgracias imaginables-, intenté elegir noticias en la prensa con acontecimientos agradables y me fue absolutamente imposible encontrar otra cosa más allá del triunfo de Osasuna.


Como, una vez más, parece que el viejo Platón sigue teniendo razón –esta vez cuando constata que “cada cual obra mal a medida de sus posibilidades”-, si bajamos a la caverna cotidiana nos encontramos con el desastre. Una gran mayoría de adolescentes desprecian todo lo que suene a conocimiento (¿acaso da dinero, acaso es divertido, conocer el pensamiento kantiano?), faltan al respeto a cualquiera que, en la docencia, pretenda ir más allá de la repetición y la amenaza, hacen sentir la inutilidad de tal trabajo y saben que, en caso de conflicto, podrán acabar con quien no les siga sus deseos de vagancia e indisciplina.


Muchas personas de la clase docente dan la impresión de no haber leído un libro de verdad ni siquiera cuando hicieron la carrera. Muchas son trepas, ignorantes, cobardes, chivatas e incluso dormitan en la vagancia. Tanto que nada importa si, aun pudiendo hundir a alguien de su estado, le sirve para elevarse en el escalafón y la carrera. Tanto que, con la excusa que sea, sienten que los libros no sólo son caros sino ciertamente inútiles. Tanto que, si tienen algún problema con alguien en su trabajo no dialogan con él para arreglarlo, sino que directamente –dando muestras de su baja catadura moral, acuden a la jefatura de estudios o a la dirección, haciendo del vulgar chivateo la expresión de su cobardía; y no importa que sean de historia, de literatura, de tecnología, o de cualquier otra asignatura que ninguna parece librarse de estos personajes. Tanto que hay quienes se limitan en clase a leer un texto (escrito por otras personas, por supuesto) creyendo que eso es la docencia. Como decía el otro, ¡Dios, qué tropa!


¡Qué decir de los padres y las madres (no queda más remedio, parece, en este ambiente, que citarlos a ambos) a no ser, muchas veces, que su mejor labor es no hacer nada! Ya no sólo porque siempre debe tener razón su descendencia por muy impresentable que esta sea. Ya no sólo porque, en conflicto, siempre perderá quien, pretendiendo enseñar, nunca podrá mantener la razón ante la administración, la dirección, el resto del profesorado, el alumnado y las familias. ¡Cómo va a tener razón un profesor si además es raro! Sin contar con toda esa caterva que, siendo vagos (y vagas) –cuando no algo peor- en su juventud, pretenden ahora que el fruto de sus vientres haga exactamente lo contrario de lo que hicieron cuando jóvenes y lo que, a buen seguro, siguen haciendo de en la madurez.


En fin, que, cuando más joven, mucho más, que ahora, pensaba que eran los hombres quienes ya no tenían remedio. Ahora, tras la gran esperanza feminista, comprobando cómo las mujeres van imitando lentamente lo peor de lo masculino –sin que suceda lo contrario-, la misantropía parece el único destino de quienes amamos la inteligencia, la belleza, la excelencia, la verdad y el bien.


No obstante, nunca me han faltado caminos de salvación que han logrado siga bajando a la caverna del fracaso. No sólo la parte de mi carácter que, incluso cuando es afectada duramente, no tarda mucho en el olvido. Tampoco la que me hace olvidar rápidamente las cosas malas del telediario y la rutina para serme casi imposible escribir el artículo que acabo de escribir. No ello, que sería tan personal que su interés sería asimismo nulo, sino una vieja frase de Heráclito avisando, a la razón común, que sólo quien no espera encontrará lo inesperado. Así, sin esperarlo, he encontrado gentes maravillosas en todos los estamentos citados, tanto que a veces me he sentido avergonzado ante su excelencia, tanto que me han hecho reconciliarme con la vida. Parece que he tenido mas suerte que el mismísimo Yavhé cuando, primero, sólo encontró bueno a Noé y, en otra ocasión, a Lot. Pues he encontrado más de diez madres maravillosas y padres excelentes, más de diez alumnas no sólo inteligentes sino bellísimas, más de diez alumnos asimismo dotados de gran nivel intelectual y humano, profesores que se desviven por su trabajo, profesoras que lo mismo.


Misantropía, sí, más con paréntesis de esperanza.