A mí me tocó Houellebecq y su ¿novelita? Lanzarote. Pero Lanzarote lo conocí el pasado año en el viaje de amor que me tocó tras la boda de mi medio siglo. También durante las fiestas de San Fermín, también esta vez olvidadas y abandonadas por temor al ruido que no es música, a los olores que no son Chanel, a las masas que no son relajamiento ni soledad. Pero como no soy Houellebecq y mi situación era de nuevo esposo y luego familiar, ni me encontré con dos lesbianas alemanas con ganas de ser fecundadas, ni con un policía belga acusado, más tarde, de pedofilia dentro de una secta en la que buscó consuelo. Sí que escuché la historia del volcán que relata al final del libro para poder darle cierto empaque de páginas, amén de visitar los cactus, las cuevas y las playas de turistas. Los conocidos fueron sólo matrimonios tranquilos del norte, camareras hartas de la explotación, saludos pasajeros y, sobre todo, mucho amor. Nada que pudiera inspirar una ¿novela? como la citada que lo mismo podía haber sido ubicada en cualquier costa, en cualquier lugar, incluso en el olvido para hacer caso al Ortega que pedía no escribir libros inútiles como la mejor obra de caridad de nuestro tiempo.
¿Daría Lanzarote para más? Un coche alquilado por dos días nos llevó al centro de la isla, a Betancuria, donde escuchamos los pocos conocimientos que bebimos en la isla, gracias al párroco de la pequeña ciudad para el que, según confesión apresurada, era una lata vivir en aquél lugar. Pero nos informó del origen del nombre de Betancuria, procedente de un pirata francés, Betancourt, que, gracias al rey de Castilla, evitó la muerte refugiándose en esta isla y poniéndola bajo el gobierno castellano. ¿Los habitantes anteriores? No parece pasaran de doscientos y no hubo tiempo para conocer su lugar de procedencia ni las razones que les llevaron a permanecer en tan pobre y desértica isla. No es extraño se convirtiera poco más que en zona militar y de castigo (allí fue desterrado Unamuno durante un tiempo) hasta el descubrimiento, llevado a cabo por agencias de viajes, promotores urbanísticos y otros bienhechores de la humanidad, del valor monetario que tendrían unos hoteles de lujo desde los que pode visitar playas todavía salvajes, todavía alejadas de la construcción: otro buen negocio para todoterrenos y similares: porque una cosa es una playa salvaje y otra tener que hacer los esfuerzos de los viejos piratas que trepaban, en palabras del citado párroco, como gatos.
Curioso asunto este de lugares abandonados por su inhabitabilidad convertidos en “paraísos turísticos” desde los que, acaso, alguien todavía pudiera contemplar la luna llena rielando sobre el mar y reflexionar sobre infinitudes naturales, pequeñeces humanas, alejamientos de la naturaleza, la fuerza del dinero, los engaños de la propaganda, el sentido de la vida, la muerte o el amor. Siempre que podamos evitar lecturas de códigos y ocurrencias tipo Houellebecq.
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