lunes, julio 17, 2006

Fuerteventura



Convertido en uno de esos malditos “viajeros” de los que abominé en Semana Santa, me encontré el seis de julio, junto con mi joven y bella esposa y con mi encantador hijito de cinco años, en un hotel de Fuerteventura, esa isla desierta con playas idílicas casi inaccesibles. Tanto que la piscina era la playa más concurrida de todas ellas. Más todavía cuando, de acuerdo con la moderna –tan tardía como necesaria-ley de costas-, no se puede construir, como antaño, a pie de playa. Asunto que ubica a los hoteles más cercanos a más de medio kilómetro de las salvajes olas tras, como en nuestro caso, bajar una empinada cuesta que, obviamente, luego había que subir, antes de llegar a los doscientos o más metros exigidos por la ley. No es extraño así que no hubiera hamacas libres en la piscina desde la primera hora de la mañana. Unas hamacas ocupadas por cuerpos morenos o todavía blancos, atléticos unos, obesos los demás, hermosísimos algunos, lejos de la belleza los demás. Cuerpos que encerraban almas lectoras, juguetonas de nintendos o pesepés, hacedoras de crucigramas o soñadoras simplemente. Hacía tiempo que no veía tantos ojos repasando letras en un libro. Libros de todos los colores, en todos los idiomas que antes se llamaban cultos, alemán, francés, inglés, pocos en castellano, con títulos muy repetidos en todos ellos. ¿Adivináis quien se llevaba la palma? Por supuesto que sí, ese, el de la película reciente, el del mayor éxito de los últimos años, ese del que no me resistiré a contar mi experiencia en este verano que invita a la relajación. Incluso a alguna lectura mala pero necesaria para la misma. Que nadie puede estar todas las horas en alerta. Aunque sea entonces cuando venga el Señor: mala suerte en ese caso. A no ser que el santo código sea capaz de vencer nuestra pereza merecida tras un año de pensar.

A mí me tocó Houellebecq y su ¿novelita? Lanzarote. Pero Lanzarote lo conocí el pasado año en el viaje de amor que me tocó tras la boda de mi medio siglo. También durante las fiestas de San Fermín, también esta vez olvidadas y abandonadas por temor al ruido que no es música, a los olores que no son Chanel, a las masas que no son relajamiento ni soledad. Pero como no soy Houellebecq y mi situación era de nuevo esposo y luego familiar, ni me encontré con dos lesbianas alemanas con ganas de ser fecundadas, ni con un policía belga acusado, más tarde, de pedofilia dentro de una secta en la que buscó consuelo. Sí que escuché la historia del volcán que relata al final del libro para poder darle cierto empaque de páginas, amén de visitar los cactus, las cuevas y las playas de turistas. Los conocidos fueron sólo matrimonios tranquilos del norte, camareras hartas de la explotación, saludos pasajeros y, sobre todo, mucho amor. Nada que pudiera inspirar una ¿novela? como la citada que lo mismo podía haber sido ubicada en cualquier costa, en cualquier lugar, incluso en el olvido para hacer caso al Ortega que pedía no escribir libros inútiles como la mejor obra de caridad de nuestro tiempo.

¿Daría Lanzarote para más? Un coche alquilado por dos días nos llevó al centro de la isla, a Betancuria, donde escuchamos los pocos conocimientos que bebimos en la isla, gracias al párroco de la pequeña ciudad para el que, según confesión apresurada, era una lata vivir en aquél lugar. Pero nos informó del origen del nombre de Betancuria, procedente de un pirata francés, Betancourt, que, gracias al rey de Castilla, evitó la muerte refugiándose en esta isla y poniéndola bajo el gobierno castellano. ¿Los habitantes anteriores? No parece pasaran de doscientos y no hubo tiempo para conocer su lugar de procedencia ni las razones que les llevaron a permanecer en tan pobre y desértica isla. No es extraño se convirtiera poco más que en zona militar y de castigo (allí fue desterrado Unamuno durante un tiempo) hasta el descubrimiento, llevado a cabo por agencias de viajes, promotores urbanísticos y otros bienhechores de la humanidad, del valor monetario que tendrían unos hoteles de lujo desde los que pode visitar playas todavía salvajes, todavía alejadas de la construcción: otro buen negocio para todoterrenos y similares: porque una cosa es una playa salvaje y otra tener que hacer los esfuerzos de los viejos piratas que trepaban, en palabras del citado párroco, como gatos.

Curioso asunto este de lugares abandonados por su inhabitabilidad convertidos en “paraísos turísticos” desde los que, acaso, alguien todavía pudiera contemplar la luna llena rielando sobre el mar y reflexionar sobre infinitudes naturales, pequeñeces humanas, alejamientos de la naturaleza, la fuerza del dinero, los engaños de la propaganda, el sentido de la vida, la muerte o el amor. Siempre que podamos evitar lecturas de códigos y ocurrencias tipo Houellebecq.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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