martes, septiembre 19, 2006

Granada, la aurora en las montañas

Ahora que todos preguntan qué tal el verano, justo hoy que el otoño empieza, es cuando debo dar fin a los relatos que los cursis llamarían de la canícula. Cuando, allá por enero, mi librero me regaló un calendario con poemas –algunos inéditos- de Juan Ramón Jimenez, editado por un pequeño hotel de Granada, pensé que aquél capricho merecía una visita. No creí que iba a ser tan pronto, pero el verano nos exigió buscar belleza tras recorridos por otros lugares no siempre preñados de hermosura. “El ladrón de agua”, era el nombre del hotel, tomado de un texto juanramoniano del libro “Olvidos de Granada”.

A fe que el ladrón hizo su trabajo restando buena parte del pecunio ganado con el, precisamente, regalo de palabras y de aromas. Mas mereció la pena el viaje literario persiguiendo, desde Moguer, a quien hace cincuenta años fuera regalado con el Nobel. Nos asignaron una habitación denominada con el nombre del poeta, aunque no hubiéramos lamentado haber descansado en la “jitana prendida por el sol”, en "las tres diosas brujas e la Vega”, o en cualquiera de ellas que no disponían de números sino de versos. Versos sustentados en un palacete del siglo XVI, uno de tantos construidos cuando Boabdil, perfeccionad
a su sensibilidad con los placeres de las artes y la carne, no pudo resistir la brutalidad maloliente de quienes, dicen, llevaban años sin lavarse por haber prometido no hacerlo antes de conquistar Granada (según dicen, no parece fuera otra la razón de la victoria de los hunos sobre los romanos: la imposibilidad de soportar su mal olor).

Bajo una de las almenas de la Alhambra, tal vez el único lugar en que la realidad es más hermosa que las postales, según mi joven y bella esposa, nuestro balcón se sostenía sobre un río Darro apenas vivo, un arroyuel
o preñado de cisnes olvidados de su canto, como si padecieran el síndrome de Stendhal, ese malestar ante la belleza que casi termina con la vida del gran escritor francés. Esa angustia que tal vez sea la razón de que ese lugar tan hermoso sea denominado “el paseo de los tristes”. Esa angustia que el poeta definía así: “siento un verdadero malestar físico y a veces tengo que huir de mí mismo, en ella (la belleza), y pensar en otra cosa”. Extraño lugar donde, por las noches, junto a parejas de enamorados, turistas irredentos y árabes reconquistando la ciudad con sus tés, con sus chilabas multicolores, con sus costumbres, sus manjares y colores, aparecían extraños personajes acompañados de multitud de perros que ahuyentaban hacia el Albaicín a los pocos gatos negros que se aventuraban en la noche. Todo ello en ese lugar que es el “marco incomparable” de quienes habitan Granada.

Granada la de los mil contrastes. La que todavía n
o sabe si es árabe o cristiana, la ciudad monumental con sus obras islámicas y católicas, el Albaicín, lugar de nocturnos ensueños solitarios, contratando con las obras caóticas del ciudad moderna y nueva, refugio de restaurantes que envuelven el manjar en la belleza, frente a otras tabernas baratas necesarias en la vida cotidiana que no puede detenerse en hermosuras. Granada, la ciudad que domesticó un agua creadora de jardines y de flores, de frescor en el verano y calidez en los inviernos acosados por la sierra, un agua que sólo es digna de la fuerza creadora que le asignó Tales de Mileto en los orígenes de nuestro pensamiento.

Si todo ello lo envolvemos en días y noches de amor y en el hallazgo de una idea juanramoniana casi heráclitea, podría contestar que el verano bien. El viejo pensador de Éfeso había creído que el tiempo era un niño que jugaba a los dados. Juan Ramón, en otro registro, afirma que el tiempo solo se detiene para jugar con el niño (el niño de Ronda y de Moguer, di
ce). Mi mente iluminada lamenta no haber llevado a mi niño al lugar de tal revelación: puesto que sólo el contacto con la infancia puede curarnos de las prisas que parecen van a amargarnos la vida para siempre; sólo el juego infantil no tiene fines, no tiene prisas, es sólo vida y lucha de libertad: seguramente tan destinado al fracaso como la promesa siempre incumplida de la belleza y de la vida.

No queda más remedio que sea Juan Ramón (Lorca quedó olvidado ante el gigante) quien se despida:

“El pajarito canta

-¿Oh madrugada, dentro, negra y roja!-
donde el niño está muerto.
¡Donde el niño está vivo;
rayo de oro del alegre
amanecer azul y fresco!”






2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente para un final del verano.Loly

Anónimo dijo...

Yo también pasé por Granada este verano... y no viví todo eso.

Joaquin