Cualquiera que, una mañana, pueda contemplar la entrada a un centro de enseñanza, verá un grupo de adolescentes cargado con mochilas de más de seis kilos, a veces incluso con una bolsa deporte si ese día toca educación física, como denominan ahora a la gimnasia de antaño. Cualquiera, asimismo, puede pensar en la otra carga psicológica, las seis horas que les aguardan, seis horas, con únicamente treinta minutos de descanso, en las que recibirán mucha más información que la que cualquier cerebro, incluso genial, puede decentemente procesar.
Pero no crean que con ello ya han terminado su jornada, que la mayor parte del profesorado aún guarda en su cartera las llamadas tareas destinadas a llenar la tarde de esa adolescencia que decimos con razón, si es que llegan con vida tras tanto esfuerzo, es el futuro de nuestra sociedad. ¿Serán seis horas de tareas, una por cada asignatura recibida? Serían doce, por tanto, una jornada laboral que ninguna persona adulta estaría dispuesta a aceptar a no ser a cambio de bastante dinero. Pero no es el caso -a pesar de que alguna lumbrera llame trabajo al estudio- en esta juventud que carga con mil tareas y actividades pero no con el dinero que otras personas logran con menos horas de su esfuerzo.
¿Nos extrañamos, tras eso, que en cuanto puedan pasen, hablen, sueñen con el viernes, con el sábado, con el domingo sueñen? ¿Nos extrañaremos, tras esto, de que sus cuerpos odien las mochilas y los libros? ¿Nos asombraremos, tras esto, de que sea imposible ganar amor a los saberes con tanta sobredosis? Una sobredosis de palabras que pocas personas sienten de otro modo que absolutamente alejadas de cualquier mundo real de nuestro siglo. Tanto que, cuando alguien, según dicen, pretende relacionar lo estudiado con la vida real que se vive más allá de las paredes de su cárcel, creen que ha aparecido un marciano o algo todavía más extraño.
Sólo reciben críticas de la parte senil de la sociedad -pues senil es toda aquella persona que piensa en la generación actual como peor que la suya (cosa ya escrita hace cuatro mil años según reza alguna tablilla babilónica) -; sólo oímos gritos de socorro ante la violencia en las aulas (como si no la hubiera habido más antaño); acusaciones de falta de valores sin que casi nadie sea capaz de decir qué significa tal asunto –por si acaso, digamos que llamamos valores a lo que realmente nos importa- (como si nuestras familias no nos hubieran acusado en nuestra juventud de romper con todas las tradiciones en las que habían creído hasta entonces); lamentos por la carencia de una disciplina que tanto odiamos cuando nos la imponían los franquistas; no falta quien se escandalice de que no estudian todos los días sino sólo, y poco, para el examen (como si quienes ahora imparten enseñanza, salvo raras excepciones, hubieran hecho cosa diferente, como sino fueran precisamente las madres, los padres que no estudiaron por vagancia los que más e empeñan en exigir a su descendencia un modo de vida que nunca fueron capaces de llevar); ni los gritos ante el botellón (como si no hubieran cantado en otros tiempos aquello de “que le quiten el tapón al botellón) o las drogas que, desde los años setenta, campan a sus anchas en ciudades y pueblos de nuestra -y de todas las demás- “comunidad autónoma” como ahora parece hay que denominar a lo que antes eran provincias y ahora naciones en busca, de su estado, como los personajes de Pirandello buscaban a su autor.
Así se resumía en un escrito esta situación tan moderna: en la democracia el padre se acostumbra a que el hijo sea su semejante y a temer a los hijos, y el hijo a ser semejante al padre y a no respetar ni temer a sus progenitores; el maestro teme y adula a los alumnos, y los alumnos hacen caso omiso de sus maestros y en general los jóvenes hacen lo mismo que los adultos y rivalizan con ellos en palabras y acciones; y los mayores, para complacerles, rebosan de jocosidad y afán de hacer bromas, imitando a los jóvenes para no parecer antipáticos ni mandones.
Perdóneseme el haber llamado moderna a esta situación. Pues, aunque alguien se extrañe, la originalidad de quienes realizan tales comentarios depende de quien, hace nada menos que dos mil quinientos años, escribiera las líneas citadas. Una vez más de ese padre intelectual al que no hay manera de, freudianamente, matar. Platón, sí, continua en las letras de nuestros ordenadores.
¿Dejamos, entonces, de tanto criticar, e intentamos la mejora? No discutiremos ahora el tema de la (¿indiscutible?) democracia (a la que Platón atribuía estos males), más bien regalaremos rápidas sugerencias –sin esperanza de verlas en realidad pero, tal vez, las únicas que realmente valdrían en una vida mejor- para no tener que contemplar una juventud reducida a porteadora de mochilas; una juventud con un mínimo de horas para atender a su necesidades de vida, amor, socialización, experimento y crecimiento; una juventud sometida a un régimen pedagógico obsoleto que parece desconocer fines y medios, a un régimen que ha convertido lo que debería ser placer y privilegio en tarea, trabajo y opresión. Como si de nuevo tuviera razón Hölderlin cuando lamentaba “la existencia de todos esos monstruos groseros que no tienen corazón y matan de mil manera diferentes la belleza juvenil con su irracional disciplina”.
¿Realmente no hay otro modo de tener libros y cuadernos en las mesas de estudio que llevarlos y traerlos cada día de casa al cole y del insti a casa? ¿No es posible una mínima inversión en taquillas o, incluso, volver a la confianza de que nadie va a robar un libro de química, por ejemplo, para tener dos en lugar del que ya tiene? Como tampoco parece muy lógico que seis horas de clase no san suficientes y se carguen de “tareas” que, en casi todos los casos, acaso sólo signifique un fracaso del modelo. Si aumentara el número de la secta “antitarea” las mochilas ciertamente volverían al lugar para el cual se inventaron, las montañas y paseos naturales, único lugar, además, donde no son de los objetos más horribles inventados por la sociedad occidental.
¿No es posible una modernización que no pase por poner “vídeos” -en el fondo, salvo bellas excepciones, deseos de descanso de los dos polos de la educación-, que no pase por mandar “buscar información” -¿para que quien enseña no se canse elaborándola?- , que aproveche, por ejemplo en historia, los juegos informáticos que muestran de modo imaginativo y profundo un momento de la misma? ¿No se podría pedir a las editoriales que realicen de una vez materiales multimedia –es imposible que una sola persona en clase logre hacerlo de manera adecuada- y contemplemos ya centros educativos que sorprendieran a los medievales?
Queda el trabajo. Se dice y se bendice el logro de que nadie trabaje antes de los dieciséis años y, sin embargo, no hay palabra que más se oiga en las evaluaciones de los centros que trabajo -se trabaja, no se trabaja- y derivados. ¿No pueden comprender quienes así hablan –la mayoría menos quienes pertenecemos a la liga de “profesorado sin bata, sin tarea y sin trabajo”- que han logrado transformar lo que era un privilegio placentero en la tortura del trabajo obligatorio? Ya Marx decía que, en el sistema capitalista, todo es trabajo forzado, alienante e inhumano –ahora también el estudio- lo que hace que toda persona escape de él, en cuanto pueda, como de la peste se escapa. Posiblemente el llamar trabajo al estudio sea asimismo la causa de que la gran mayoría escape de él como de la peste se escapa y piense que sólo es humano lo biológico -el comer, beber, fornicar- y el olvido en cualquier droga de la insoportable rutina de los días.
Termina la esperanza de contemplar la educación no como un camino exclusivo hacia el trabajo del dinero futuro, sino como el sendero en que la palabra nos vuelva a hacer humanos en la búsqueda de verdad, belleza y bondad. Una palabra que convertirá incluso lo biológico en humano, el comer en gastronomía, en erotismo el sexo, en arte la vivienda, en búsqueda de conocimiento los caminos -hoy desvaríos- de la droga. Mientras así no sea, mientras sólo el dinero futuro sea la razón que impulsa a las familias a que su descendencia acuda a los centros educativos, cualquier movimiento pedagógico digno estará abocado al fracaso de lo humano. Mientras no llegue el cambio, no es extraño que sean los robots y los gorilas el modelo del futuro que nos llega.
2 comentarios:
"¿Cómo puede aprobar mi hijo si no hace tareas en casa?" Por la jornada partida en Secundaria.Loly.
Totalmente de acuerdo. Una reflexión genial, bien argumentada y totamente compartida.
Hay que buscar otras vías para fomentar el placer del aprendizaje. Será una pena que muchos de estos jóvenes sean mañana desgraciados ejecutivos agresivos (o desgraciados lo que sea) que no se paren a disfrutar del mero placer de vivir y conocer, sino sólo a sobrevivir acumulando, en la errónea idea de que eso les dará la felicidad.
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