Hace años, cuando apenas leía novelas por no considerarlo una actividad seria –sólo me lo parecía la poesía y la filosofía-, solía descansar en ocasiones con alguna de esas novelas consideradas históricas, en un momento en que éstas tenían calidad e interés. Pienso en “Opus Nigrum” y “Memorias de Adriano” de Margarita Yourcenar, en algunas de Robert Graves que, aun sabiendo, por propia confesión del autor, que las elaboraba para ganar dinero y dedicarse a la poesía, su verdadera vocación, aun poseían cierta originalidad y calidad. Incluso las vidas de Alejandro de Mary Renault. Sin contar las casi clásicas de Mika Waltari o las clásicas del todo como Ivanhoe. Tiempos que convivían ya con clanes de osos y cavernas, médicos viajeros y ya, ya sí, excesos de templarios. Quizás sea el intelectual Eco el último de los válidos: “El nombre de la rosa”, “La isla del día después”, “Baudolino” y alguna otra todavía requieren atención.
Pero todo empeora. Del mismo modo que el comic, tras su cenit en los años ochenta, terminó con vueltas a Mortadelo y creaciones japonesas, también la llamada novela histórica decayó hasta los límites de la vulgaridad, la mala copia y la propuesta de película. De vez en cuando, igual que, a veces, contemplo una película mal o un mal partido de fútbol para no acabar como Alonso Quijano –ya se sabe, mucho leer, poco dormir ya acabar con el cerebro destrozado- descansaba con alguna novela de estas. Recuerdo aún “El secreto de la diosa”, obra de un tal Lorenzo Mediano, que tuve como lectura mala veraniega (la obra para piscina del año anterior, “el mito del alma”, de Puente Ojea, casi termina con mi capacidad de pensar) defendía la tesis, tratada antes por Graves y otros, de que las mujeres perdieron su poder cuando los hombres se enteraron de que sin su semilla ellas eran estériles. Quedó perdida.
La última, ya hace dos o tres años, fue mi lectura mala de otoño. Encontré una tal “El código da Vinci” que la leí como descanso muy cansado. Porque era evidente que pretendía hacer una película, porque era más evidente que copiaba descaradamente esas tesis ya vistas hacía años en algunos de los autores antes citados, porque pretendía escandalizar con ideas más antiguas que los abuelos de los más antiguos de nuestros contemporáneos, porque, sobre todo, no sabía cómo terminar y añadió casi trescientas páginas insoportables a las casi insoportables, pero, al menos, divertidas, de la primera mitad. Dada mi actividad de bibliotecario en un instituto, me limité a recomendar su no lectura a quienes me preguntaron por ella y así, como la anterior, quedó para el olvido. ¡Cuál no sería mi sorpresa al contemplar todo lo que vino después! Su éxito desmesurado, las absurdas polémicas, la película, la publicación de otras obras que, en su momento –lógico si su calidad era similar- no tuvieron éxito alguno y la masiva afluencia de novelas históricas por ver si tenían otra vez la suerte de estar en el lugar y momento oportunos, cosa que, al parecer, le ha tocado a una cierta “Catedral del mar” que, en este momento, desconozco más allá de saber su éxito.
Curioso. No deseaba hablar de esto. Acaso cierta mal conciencia por despreciar el éxito -¿envidia?- me ha hecho confesar mis pecados literarios. Porque, en una vida tan limitada, no puede sino ser pecado perder tiempo con estos “libros” dejando tanta calidad existente en los estantes de la espera. Debo agradecer a Juan Goytisolo un reciente artículo en el que abundaba en la idea de que lo bueno no suele tener éxito. Terminaba con una frase de los surrealistas que, de tanto gusto, la siento como mía: “toda idea que triunfa corre fatalmente a su ruina”. No, deseaba hablar de otro tipo de novela histórica, de esa que incide en lo que ahora se llama “memoria de la historia”, creo. Hablaré, pero ya otra noche.
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