miércoles, abril 26, 2006

¿Para qué enseñar filosofía ?

Reflexionar sobre la propia labor no sólo es conveniente sino necesario. Sacar a la luz pública tales reflexiones entra dentro de la necesidad. A no ser que se pretenda vivir en la vieja torre de marfil olvidando las obligaciones para con la sociedad. Salir a la luz exige, Foucault obliga, precisar el lugar desde el que se habla, dado que no es desde el poder desde el que hablamos. Desearíamos, al menos, que el lugar de origen de esa voz fuera la sinfonía conseguida. Mas sólo es el caos quien lo define. Únicamente porque tal caos es generador de estrellas, porque esta nada de mi saber es a veces violada por luces cuyo origen desconozco, procuro ser portavoz de ese saber que no poseo.

Mi labor, enseñar filosofía. Mi reflexión se tambalea. ¿Filosofía y educación? ¿Educación y filosofía? ¿Filosofía de la educación? ¿Educación para la filosofía? Si lo que se entiende por educación es la adquisición de las habilidades básicas –lingüísticas, numéricas, etc.- para subsistir en la sociedad en que se nace, no tiene mucha importancia la palabra filosofía en ella: serán suficientes unas técnicas pedagógicas sin mayor interés teórico. Tampoco, aunque algo más, si sólo se pretende inculcar unas normas básicas de convivencia. Una filosofía de la educación centrada en estos dos aspectos no irá más allá de una descripción de las técnicas y valores dominantes de la sociedad en que se educa. Con lo que podemos eliminar esta pregunta de nuestra reflexión. Tampoco nos lleva hacia adelante la yuxtaposición de los dos conceptos.

Educación para la filosofía. Algo que esta sociedad pragmática sólo tolera por cierto complejo de culpa ante los ideales que ella generó. Un oasis de libertad en una sociedad absolutamente limitada a los valores monetarios, como profetizó Marx. Un adorno sin más importancia que los cuadros que decoran los salones. Una experiencia personal que acaso debiera descansar en el olvido dada su incapacidad para generar dinero. Un caos que sería conveniente ocultar para no permitir que la duda corrompa algún cerebro.

Corromper, por tanto, como dicen de Sócrates, a la juventud. Con pensamiento y duda, como entonces. Con amor ahora que, dicen, entonces no era corrupción sino costumbre. ¿Finalidad? Hacer del amor sabiduría. Hacer de la sabiduría amor. Porque nadie será feliz si sólo es bañado por dinero, según el síndrome de Midas, o de tío Gilito si queremos ser más jóvenes, nos muestra. Porque nadie será feliz si sólo es bañado por afectos, según el síndrome Don Juan asimismo, nos enseña. Ciertamente tampoco el síndrome ratón de biblioteca o, con denominación más atractiva de loco de la caverna, promete felicidad. Porque es necesaria la armonía de los tres ámbitos. Sin embargo, no vemos desde qué otro lugar diferente a la filosofía, pensemos de ella lo que pensemos, podemos avisar de la existencia del tercer ámbito. Siempre que la filosofía se haga carne en las vivencias de quien enseña. O que la carne se haya hecho filosofía.

Educar, pues, para la filosofía, es hacerlo para armonizar el ser humano y hacerlo creador. No importa seamos caos si logramos, por algún don desconocido, generar estrellas de sabiduría y de amor, en los corazones y mentes de la juventud. Dejemos las técnicas, necesarias, para otros. Nuestra labor es diferente. Nuestro destino es iluminar paisajes que desconocemos todavía más que lo que los desconocen aquellas almas a las que pretendemos enseñar. Acaso, como en el verso de Rilke, ser “rosa, contradicción pura, placer de no ser sueño de nadie entre tantos párpados”. Si eso es así, gracias Juan Ramón, “no la toques más que así es la rosa”.

Viajad, viajad, malditos




Hubo un tiempo en que viajar significaba conocimiento, es decir, peligro. Existieron épocas en que el viaje era libertad, es decir, posibilidad de perder la vida. Tiempos, épocas en que la salvación premiaba con futuro. Viajes para buscar tierras más feraces. Para escapar de condiciones de esclavitud o pobreza. Para encontrar gentes, objetos, tesoros, lugares desconocidos y deseables. Lujos ni siquiera soñados, costumbres diferentes, inventos inesperados, razas diferentes, selvas y animales, plantas y drogas. Hubo un tiempo, sí, en que viajar significaba conocimiento, peligro y libertad.

Siendo eurocentristas, ¡qué remedio si aquí hemos nacido!, sabemos que la filosofía, la única patria posible de libertad, nació, entre otras causas, cuando algunos griegos viajaron y, en lugar de despreciar lo ajeno, poniendo en duda lo propio, abocaron sus almas al más grande de los peligros. Recordamos que un marino equivocado descubrió lugares similares al paraíso donde las promesas de riquezas contrastaban con la miseria de donde procedía. Conocemos un italo que, tras una gran muralla, encontró sedas, pólvora e ideas tan potentes como las que llevaba en su equipaje. Nos contaron relatos de quienes exploraron selvas pobladas por gigantes, por enanos, por gentes que fueron esclavizadas, de otros que se atrevieron con el frío. De muchos que dejaron la seguridad de sus hogares para adentrarse en paisajes de los que desconocían absolutamente todo, muchas veces incluso su existencia. Que hoy mismo hay quien se adentra en la soledad infinita del espacio.

Solían dejarlo todo pues buscaban la novedad y no tenía sentido hacerlo acompañados de la rutina de los días, tanta novedad buscaban que algunos dejaron de viajar al darse cuenta de que nunca podrían hacerlo sin ellos mismos. ¿Cómo lograr, así, un conocimiento sin prejuicios de lo nuevo, cómo si nadie podría viajar sin tales ideas preconcebidas? Parecería, pues, que el placer del viaje habría terminado (excepto para quienes seguían huyendo de pobreza o tiranía) justo en la época en que más fácil parecía ser posible merced a esos grandes inventos que son los coches, los trenes, los barcos, los aviones.

¿Ha sucedido así? No, por cierto. En la era de la rebelión de las masas, hasta un punto que sorprendería al propio Ortega, el viaje se ha convertido en una obligación de la manada. Nadie es nada si no se desplaza en navidades, en semana santa, en cada puente, cada fin de semana, por supuesto en el verano. Un desplazamiento en masa para encontrarse con la misma gente de cada día en peores casas que las dejadas, para conocer lo conocido en la propaganda de las agencias, para encorarse con que lo real no es tan hermosos como el arte de la imagen, para gastar en vano el dinero tan duramente conseguido, para poder decir a las amistades que hemos viajado más lejos que ellos.

Para que la ganancia espiritual se resuma en los comentarios tan sabidos: hemos desconectado del trabajo y la rutina, el tiempo nos ha acompañado, los niños han disfrutado mucho, todo era muy bonito, lo hemos pasado estupendamente, cenamos con una familia que, curiosamente, era de la misma ciudad de donde veníamos, todo muy bien pero estamos cansados de tanto andar, de tanto ver las cosas que hay que ver, lástima de la pesadez del viaje y sus atascos. Fin.

Ganas dan de viajar ya sólo en el tiempo, cosa tan posible como levantarnos, tomar un libro de la estantería y sumergirnos en los pensamientos de quienes viajaron con verdadero afán de conocimiento y nunca encontraron lo ya sabido. ¿Qué más da que se llaman Platón, Herodoto, Buda o Kapucinski? ¿Qué más da si nuestro espíritu crece infinitamente más que con el paseo superficial de un mueso, no digamos ya de la falsedad de un parque temático, con el descanso en una playa que nunca lleva siquiera a reflexionar sobre la grandeza del mar, que con el viaje desesperante del atasco? ¿Qué más da qué libro sea si tenemos casi la completa seguridad de encontrar en él más sabiduría que en cualquier individuo de las masas?

domingo, abril 02, 2006

El mundo de las ideas

Cuando Platón creó el mundo de las ideas inauguró, en un suspiro, la filosofía. El deseo de saber. Una aspiración erótica hacia la posesión de ideas bellas, verdaderas, buenas. Una pasión que ha recorrido la historia de occidente logrando cotas increíbles de libertad y progreso junto a errores infames. Una forma de vida inédita en que la dignidad personal -es decir, la conciencia de que cada persona es un fin en sí misma- hizo su aparición en el planeta azul que nos acoge. Un camino tan absorvente que, en ocasiones, ha olvidado su origen erótico y su función liberadora. Una estancia, no obstante sus errores y olvidos, irrenunciable para quien desee libertad, verdad, bondad, belleza, justicia y felicidad.

Contra el relativismo: agradecido a Ayaan Hirsi Ali

Uno esos errores infames del filosofar es precisamente el relativismo. A pesar de que una de las razones de la fundación de la filosofía platónica fue precisamente la lucha contra el relativismo sofista -contra la idea de Protágoras de que "el hombre es la medida de todas las cosas"-, un falso complejo de culpa, unido a un mal entendimiento de la democracia, ha hecho de Occidente el único hogar del relativismo. Asustado por el desprecio antiguo de toda cultura diferente, inseguro ante el camino de su civilización, temeroso de ser identificado con dogmatismos religiosos (ya sólo el Papa parece luchar contra esta lacra intelectual), el pensamiento considerado progresista en nuestro ámbito ha terminado por renunciar a cualquier pretensión de verdad. Incluso a los logros más irrenunciables. Esos logros de libertad y conciencia individuales tan duramente conseguidos a lo largo de los siglos.

La culpabilidad mal entendida -una cosa es lamentar los excesos pasados, otra no reconocer las propias conquistas-, la inseguridad llevada a límites inaceptables -un asunto es reconocer la falibilidad de nuestros pensamientos y otra muy diferente considerarlos todos falsos-, la democracia entendida como igualadora de cualquier opinión, han sido causas, entre otras, de la pérdida de cualquier criterio de verdad, de belleza o de moral. Centrémonos en este último. Ya sabemos que criterio significa la razón por la cual, en este caso, decimos que algo es bueno, justo, deseable. Razón que, como la filosofía siempre ha buscado, debe ser universal.

Ayaan Hirsi Alí con su reciente libro “yo acuso” creo que ha venido en ayuda de quienes defendemos ciertas verdades básicas e irrenunciables. No nos referimos a posibles y válidos relativismos estéticos sino a lo más fundamental y esencial del ser humano, aquello que sin lo cual nada de humano podemos encontrar. Sin entrar ahora en debates evolucionistas, no parece que podamos dudar de que sean la conciencia y la libertad las cualidades que nos dan humanidad. De donde, nuestro criterio de moralidad regalará con el calificativo de tal a toda conducta que potencie ambas cualidades. En negativo, los peores crímenes contra la humanidad serán los que atenten contra el desarrollo intelectual y libertario de los seres humanos.

En esto tiene razón Ayaan, en que no podemos, postulando la igualdad de culturas, dar el mismo valor a las culturas que defienden conciencia y libertad para todos sus componentes que a las que se las niegan a todas sus mujeres. Sigue siendo cierta la idea de Fourier: una sociedad es tan libre como lo sean sus mujeres. No supone esto un intento de imponer valores basados en etnocentrismos sin fundamento, sino en la acción moral desnuda, esa que consiste en acrecentar la masa de libertad y de conciencia, también de felicidad y justicia, por supuesto, de la humanidad.