domingo, agosto 06, 2006

Málaga, ¿ciudad del paraíso?



Hace unos días, una muy buena amiga mía me decía que ella sí, que no era como tantas otras gentes que dicen no arrepentirse de nada de lo hecho en la vida, que ella sí que se arrepentía de cantidad de ellas. Tal vea de la que más, de la de haberse enamorado, hace años, de mi, de mí cuando estaba inmerso totalmente en la “etapa estética”, según la clasificación de Kierkegaard. También podría hacer larga lisa de errores cometidos en mi vida. Pero, acaso, uno de los más molestos es el no haber seguido la idea de un famoso pensador actual, la de ganar dinero suficiente para una vida digna antes de los treinta años y dedicarse, después, enteramente a la filosofía. Mas, entre la influencia católica que tantas veces nos repitió la parábola del camello, del rico y de la puerta, junto a la del condenado Epulón y el salvado Lázaro, el desprecio por cosas tan vulgares como el dinero y la falta de una mentalidad cuando menos calvinista, hizo que mil ideas, hoy utilísimas para el negocio, quedaran como “locuras” u ocurrencias.

Una de ellas fue la de realizar funerales laicos –hoy negocio incipiente, aunque, obviamente, no en Navarra-; otra la de realizar consultas filosóficas, actividad, desde la publicación de “Más Platón y menos Prozac”, cada vez más lucrativa incluso en nuestro país. Finalmente, la que me guardo para mi reflexión actual, la de viajar siguiendo rutas más o menos literarias. Así, conocí Córdoba para leer “El collar de la Paloma” en ella, donde Ibn Hazm lo escribiera recién iniciado el siglo XI. Del mismo modo, en aquellos años postreros del franquismo, conocí Málaga, atraído por el libro de Aleixandre “Ciudad del Paraíso”. Cierto es que recalé antes en Marbella, en aquellos tiempo en que esta era un hermoso pueblecito andaluz con sus casas blancas y sus gentes acogedoras. Hablaré otro día de Moguer, a donde me llevó Juan Ramón, puesto que estos ejemplos bastan para intuir cómo antes de que se realizaran itinerarios con las aventuras del Código da Vinci o con las historia del capitán Alatriste, ya andaba, sin mentalidad económica, por esos derroteros.

Incluso hoy, ya sin remedio para adquirir tal mentalidad, volví a Málaga, huyendo del lugar comentado en la reflexión anterior. Ambas veces me sucedió algo similar a lo otrora comentado acerca de las imágenes (decíamos que, una vez vista la fotografía, no merece la pena el viaje porque hay muchas posibilidades, amén de no dejar cabida a la sorpresa, de que el lugar no sea tan bello como ella), que los versos eran infinitamente más bellos que la ciudad. Ni los cuadros de Picasso, ni la catedral, ni sus bares o galerías comerciales, ni su puerto, ni sus playas se acercaban mínimamente a la belleza de los versos que hacia allí me dirigieron. Tanto es así que o bien Aleixandre vivió otra Málaga –cosa segura- o bien su imaginación la transformó en ese lugar apetecible. Que sea él, por tanto, quien cierre esta noche mi pensar con unos versos cuyo sentimiento no parece sea, precisamente, el conocido hoy por quienes visitan las costas de aquél lugar:

Por mis labios de niño cantó la tierra; el mar
cantaba dulcemente azotado por mis manos inocentes.
La luz, tenuamente mordida por mis dientes blanquísimos,
cantó; cantó la sangre de la aurora en mi lengua.

Tiernamente en mi boca, la luz del mundo me iluminaba
por dentro. Toda la asunción de la vida embriagó mis sentidos.
Y los rumorosos bosques me desearon entre sus verdes
frondas,
porque la luz rosada era en mi cuerpo dicha.

Por eso hoy, mar,
con el polvo de la tierra en mis hombros,
impregnado todavía del efímero deseo apagado del hombre,
heme aquí, luz eterna,
vasto mar sin cansancio,
rosa del mundo ardiente.
Heme aquí frente a ti, mar, todavía. . .



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