viernes, octubre 13, 2006

Vicios sin nombre



Parece que fue Aristóteles quien, en sus análisis de las conductas humanas, descubrió alguno vicios que, al no tener nombre, pasaban desapercibidos. Como si diera la razón el viejo refrán euskaldún que dice eso de que “todo lo que tiene nombre existe.” Aunque, en buena lógica, no sería correcto, sí que en realidad parece serlo su contrario: lo que no tiene nombre no existe. De ahí la importancia decisiva de quienes crean ideas para entender la realidad. Uno de esos vicios sin nombre a los que se refería el filósofo era el no sentir rabia, el no enojarse, con los actos injustos. ¿Puede, ciertamente, una persona considerarse moral si, al menos, no lamenta, critica, condena, a los poderosos que se embarcan en guerras por intereses totalmente inconfensables, a quienes se enriquecen con la desgracia ajena, a quienes usan a personas para mejorar puestos a costa del bienestar ajeno, a quienes acosan a compañeros, de escuela, de trabajo, por el mero placer de hacer daño? Por ejemplo.

Mas hoy deseba hablar de otro asunto. Un vicio relacionado con la envidia sin identificarse del todo con ella. Me refiero al odio a la excelencia, a la incapacidad de aceptar que haya personas cuya altura moral, intelectual, estética, esté por encima de la normal. Ese odio que se manifiesta en el intento de buscar en estas algo que las reduzca a la miseria moral, intelectual, estética, de las masas. Cosa sencilla puesto que nadie, mucho menos quien aspira a la excelencia y perfección en su vida, a la bondad, a la verdad y a la belleza, ha adquirido la perfección. Con lo cual, cualquier pequeño defecto, cualquier actividad normal incluso, puede ser considerada como definitiva para echar por tierra el esfuerzo de toda una vida.

¿Qué Einstein cambió para siempre nuestra concepción de la realidad? Sí, pero era machista. ¿Que Marx consiguió mejoras sociales que nadie antes hubiera osado imaginar? Sí, pero se acostó con su criada. ¿Qué Leonardo da Vinci creó belleza, creó verdad, creó utopía? Puede ser pero¿no era homosexual? Millones de ejemplos podrían acudir a nuestra memoria para ilustrar este vicio “democrático” que consiste en igualar a todos por debajo. No se puede considerar envidia porque, quienes critican la excelencia de estos personajes y otros, incluso de quienes podemos encontrar en nuestros caminos cotidianos, no desean en absoluto alcanzar tales cotas intelectuales o morales, sino negar incluso su existencia.

¿Qué alguien es capaz de llevar su pensamiento más allá de las miserias económicas de la normalidad? Aunque quien va a criticar nunca hubiera sido capaz ni de pensarlo –por tanto, para él, ni siquiera existe la posibilidad de una vida mejor- dirá que lo hace porque, en el fondo, no le afecta. ¿Qué alguien prefiera sacrificar comodidades por belleza? Pensará que lo hace porque no le faltan comodidades pero jamás se le hubiera ocurrido a quien critica ni siquiera la realidad de tal cosa. ¿Qué alguien dedica sus noches al estudio o la creación renunciando incluso muchas veces a los placeres del amor? Será que la soledad le abruma o busca beneficios que no encuentra a su pesar. ¿Qué alguien valora más el amor o el intelecto que el dinero? Se le recordará, como si tuviera algo que ver, que trabaja sólo por el dinero: no importará que dedique a su trabajo miles de horas más que las normales, no importará que diga que gran parte de su vida es precisamente ese trabajo donde puede crecer moral e intelectualmente. Nada importará ante la evidencia de que también el bueno tiene que comer.

Triste, sí, mas no por ello menos cierto. Siendo así, no extraña que el diablo que aparece en la novela de Guelbenzu, “Esta pared de hielo”, anduviera aburrido al no encontrar grandes almas que, por su alta moralidad, fueran dignas de captar. Si desde niños se desprecia a los que saben, si el modelo de triunfo es la fama sin sentido, si la palabra ética suena a eso que estudian los que no va a religión o, peor, a una clase donde se ponían “videos”, si el dinero, la diversión, el sexo pasajero sin humanidad, son los valores que vivimos, ¿cómo encontrar a alguien que, como en la novela citada, renuncie a una herencia millonaria porque sabe que su origen es la sangre? De hecho, la parte de la adolescencia que me toca intentar educar, respondió al unísono que no ella, por dios, que no sería ella quien renunciara.

¿Nos enojamos, pues, porque esto sea así? No parece quedar otro remedio si no queremos caer también en este nuevo vicio sin nombre, en ese odio sin límites a la excelencia, a los valores de quienes pierden más horas buscando conocimiento que dinero -¿hay alguien que imite hoy a Salomón?-, amor que sexo, interés que diversión, palabras que imágenes, amistad desinteresada que roces de interés. Enojémonos, pues, y no dejemos de intentar elevar la masa de saber, de placer, de amor, de belleza, de libertad, de felicidad y de justicia a nuestro alrededor.

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