Son excesivas las ocasiones en que las relaciones humanas se dirimen entre gritos. Como si esa expresión irracional, ese enfado, diera la razón a quien lo emite. Es otra de esas maneras de “violencia de baja intensidad” que, a medida que crecen las posibilidades, pueden transformarse –como sucedía en el machismo de baja intensidad hace poco comentado en este blog- en grandes violencias. Así parece suceder en este mundo. Batan los gritos, del nivel que queramos, para que quienes lo profieren pasen a ocupar el lugar más importante de la actualidad, de la política, de la vida personal. Bastan las acciones violentas para que pasen a ser entes importantes en las decisiones de la sociedad o víctimas que no tenían otro remedio que la misma para poder subsistir. Pero, ¿es realmente así? Más bien parece lo que sigue, centrándonos ahora en las relaciones del hogar, ese lugar que parece últimamente tan peligroso.
Gritar es mostrar frustración, acaso impotencia, sintiendo que la palabra ya ha terminado sus caminos y la violencia suprema es imposible por terror o esperanza. Quien grita a otra persona, sea por una acción o una omisión indeseable, ha admitido que es ella quien debe dominar a la otra a la que se quiere hacer esclava. Es, por tanto, el grito síntoma de deseos profundamente inaceptables por la persona libre. Inaceptables por la persona que desea ser respetada. ¡Cuánto mas inaceptable por la que quiere ser amada! Es, además, camino seguro hacia mayores violencias psíquicas y, a veces, físicas. Camino seguro hacia la huida a otros hogares más cálidos y acogedores. Incluso hacia la soledad donde el silencio puede curar las heridas de los excesivos, y absurdos, decibelios.
La critica suave, por el contrario, hecha siempre con palabras racionales, tal vez irónicas pero de gracia, conduce al dialogo, a la posibilidad de arreglar lo que desagrada sin que la otra persona se sienta despreciada, esclavizada, odiada. Es, por tanto, un mejor camino hacia la paz en las relaciones, hacia la mejora de estas y de sus componentes, hacia la posibilidad de basar de nuevo estas en el amor con sus placeres y no en la guerra destructiva.
Mas, ¿cómo pasar del grito a la palabra después de haber sido proferido? ¿Cómo perdonar el supremo desprecio en que tal grito ha consistido? ¿Cómo cerrar la herida del desamor? ¿Cómo crear puentes si quien grita no busca caminos de suavidad y perdón ni es capaz de reconocer que la respuesta ha sido infinitamente más peligrosa para la relación que cualquier error o mala conducta de la otra? ¿No habrá muchos gritos detrás de las violencias absolutas que nos cuentan? Sólo si las brasas del amor aún se mantienen, sólo si el orgullo desaparece ante la petición de perdón por medio de besos y palabras, acaso se pueda reconducir la situación. Sólo con la promesa de volver a la razón y olvidar los caminos sin salida de los gritos.
En conclusión, siempre llegamos a la primitiva apuesta de la filosofía. No parece haber sino dos maneras de relacionarnos: la violencia y la palabra. Quien elija la primera jamás sabrá de amor humano ni de amistad humana, por mucho que, en apariencia, triunfe ante los borrachos de palabras. Quien elija la palabra tal vez encuentre en los oasis de la vida altas cotas de felicidad, aunque sean relámpagos de luz en la tormenta absurda en que vivimos.
Lo cual no soluciona el problema de qué palabras usar ante el grito, ante el arma, ante la violencia de quienes han decidido no usar los caminos del lenguaje. Acaso la huída sea posible en las relaciones personales pero no está tan claro en lo político y social. En esto parece, una vez más, que las propuestas filosóficas de diálogo y las religiosas de amor no han podido nada, tras milenios, contra guerras, egoísmos y violencias. ¿Mantenemos esperanzas o esperamos simplemente que no nos toque de cerca la sinrazón?
2 comentarios:
De acuerdo. El grito es ruido, incomunicación. ¿No crees que gritan para obligarnos a huir del espacio social y dejarles campa ancha? En el ámbito familiar e interpersonal creo que podemos hacer más. Yo lo intento, pues es el único reducto que nos puede quedar. Loly.
En este país estamos acostumbrados a dirimir nuestras diferencias a gritos. Además, va en algunos caracteres, pero es francamente desagradable, tanto si es uno mismo quien cae en esa bajeza como si es quien la sufre.
Y no digamos si a quien hay que soportar es al vecino...
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