“Al ver a la bella la bestia detuvo su mano de matar. Y, desde ese mismo momento, fue como si hubiera muerto”.
Efectivamente, quien fuera rey y podía devorar múltiples jóvenes vírgenes de la tribu que le adoraba y temía, se encontró de pronto con algo que era infinitamente superior a lo material, al alimento, al poder sobre cobardes. Algo que le hizo sentir sentires desconocidos hasta entonces, emociones que, si hubiera estado dotado de palabras y prejuicios, acaso hubiera denominado religiosos. Un objeto que le superaba, que le dominaba de tal modo que fue capaz de detener su mano de matar y dedicarse desde entonces a defender la vida de quien no era él. Descubrió el amor, eso que sólo a la belleza le ha tocado en suerte (no puede faltar nuestra referencia al creador del laboratorio de las ideas) ser capaz de despertarlo.
Somos muchos quienes hemos vivido bajo el poder de esa belleza que no somos capaces de controlar y nos mata de mil formas diferentes. Mata nuestra libertad, puesto que a ella la entregamos por poder contemplarla. Destruye nuestra objetividad, dado que ya nada parece más importante que el terrible imán que nos atrae. Acaba con nuestra autonomía, ya que sólo su ley obedecemos. Mata lentamente la vida pues nadie posee tanta energía como para luchar eternamente por su presencia.
Es posible que las características de estos escritos, siempre a medio camino entre lo universal y lo concreto, permitan confesiones y recuerdos (tan concretos como universales) en palabras posteriores. Ahora, sin embargo, sólo comentaré las terribles consecuencias que para las mujeres parece haber tenido esa vivencia en el mundo árabe y, evidentemente, no sólo en él sino acaso en todo lugar donde ellas convivan con los hombres, es decir, en toda sociedad humana.
Atracción y pavor. Esos eran los sentimientos que, al decir de Otto, en su teoría de lo sagrado, nos producía la hierofanía. Atracción y pavor. Esos eran los sentimientos que, al decir del proverbio citado, nos producen a los hombres las mujeres con su belleza irresistible. Lo cual nos hace tratarlas como a diosas, es decir, con veneración y miedo. Con encierro en los templos – hogares para que no perturben la vida normal de las sociedades. Que ya Pandora fue creada, según el mito hesiódico, para que “los hombres se abrazaran con cariño a su propia desgracia”.
¿No será, por tanto, ese miedo a perder el dominio, la libertad, la autonomía, la vida, en última instancia, lo que lleva al velo, al burka, a la represión, a la esclavitud de las mujeres? ¿No se ha teorizado tal cosa desde el psicoanálisis? ¿No se podría entender desde esto las terribles noticas que diariamente encontramos en los periódicos de sociedades aparentemente feministas?
Recordemos el final de aquella deliciosa novelita “Balzac y la joven costurera china”: “la belleza de la mujer es un tesoro que no tiene precio”. Pensemos desde estas vivencias, desde estos sentimientos, desde esas emociones, desde estas sugerencias, el modo de encontrar la armonía del, como dejó dicho Heráclito el oscuro, “arco y la lira”, no cejemos hasta encontrar el equilibrio entre el poder de la belleza y la fuerza bruta del miedo.
¿No podríamos, por ejemplo, usar nuestra fuerza para mantener en vida siempre la belleza, no podrían ellas enarbolar la belleza para dibujar mundos de esperanza? Esa esperanza que nos mantiene todavía en vida. Sobre todo a aquellos que, como para Hegel, “la belleza es el domingo de la humanidad”. Para quienes la amamos sin temor porque nunca hemos deseado el poder ni ambicionado el dominio.