Podemos empezar con Hobbes. Su artificio para mostrar cómo la seguridad que regala el estado sólo se consigue a costa de la libertad, no puede ser más actual. Sabido es que, en cualquier orden de la vida, la humanidad se enfrenta a este dilema y sólo si consigue la armonía entre ambos deseos podrá lograr cierto grado de serenidad feliz. ¿Ejemplos? Quien tiene una novia, un novio (permítaseme defender esta bella palabra, la única que me sigue pareciendo digna entre tanto amigo, colega, compañero y demás palabros modernos que se usan para no emplear precisamente la única hermosa) carece de la libertad de quien vive en soledad pero goza de la seguridad de un amor cotidiano. La soledad libre, por el contrario, promete más soledad que amor seguro. Quien, por no tener trabajo, es libre para viajar a donde quiera, carece, evidentemente, de la seguridad económica que puede dar un trabajo. Y viceversa. Etc.
Pero Hobbes hablaba de política. Asumido, como parece hemos asumido, que “el hombre es un lobo para el hombre” (inevitable el tópico de pedir excusas al lobo) sólo queda la salida de fortalecer el estado hasta límites hace tiempo olvidados. Desde el famoso ataque de las torres gemelas no hemos asistido sino a un continuo recorte de las libertades que tantos siglos y tanta sangre habíamos tardado en conseguir. Como lo muestran la vigilancia electrónica de teléfonos y ordenadores, las cámaras de video en las tiendas y en las calles, los cacheos humillantes en los aeropuertos (pronto los veremos en autobuses, trenes y en cualquier lugar que alguien piense pueda esconder un terrorista), las detenciones arbitrarias, el control insoportable en todos los órdenes de la vida, tantas cosas que parece hacer verdad un viejo aforismo que encontré en las calles de la vida: progreso es control.
Por supuesto que todo ello en nombre de la seguridad, ese valor supremo que permite a la mayoría seguir diciendo que es feliz a pesar de sus cada vez más elevados gastos en alarmas, cerraduras, perros peligrosos y otros métodos que añaden más esclavitud a la exigida por ese Gran Hermano que amenaza con dejar pequeño el 1984 de Orwell. Ese Gran Hermano que ya ha encontrado su chivo expiatorio en el “terrorismo árabe”, perfecta excusa para recortar la libertad de lo que, hasta ahora, llamábamos sociedades abiertas. Control recibido con agrado incluso por la gran mayoría que ya sólo parece alimentarse del miedo a los nuevos dioses. Porque no otra cosa que dioses semejan los llamados terroristas, esos que han tomado en sus manos las viejas prerrogativas divinas: repartir la vida y la muerte de modo arbitrario y exigirnos mil sacrificios, controles, represiones, esclavitudes varias, para intentar calmar su sed de sangre.
Parece que hemos olvidado que alcanzamos grandes cimas de libertad únicamente cuando dejamos de temer las terribles amenazas del terrible Dios que, según sus sacerdotes, podía condenarnos al infierno, lugar de las peores torturas imaginables. Parece que hemos olvidado que una vida encerrada en el miedo no merece la pena ser vivida, que una vida sin libertad difícilmente podemos calificarla de vida humana, que sólo aceptando menores cotas de seguridad (como si hubiera otra seguridad en nuestras vidas que la inevitable muerte) podemos decir que progresamos.
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