Estaba cenando el pasado sábado en una cafetería de barrio cuando apareció un niño de unos ocho años vestido de ¡marinero! Me pareció entrar en el túnel del tiempo, en aquellos años del franquismo católico o del catolicismo franquista, que todo parecía uno, en que los niños hacían la comunión vestidos de marineros los pobres, de ¡almirantes! los más pudientes. ¿Las niñas? Creo que se vestían de novia como símbolo de su unión con el divino esposo. Algo de lógica, lógica religiosa pero lógica, tenía lo de la niñas. Pero sigo sin entender la razón de la vocación marinera de los niños. ¿Sería símbolo de su tener que navegar por la vida para ganar el sustento para ellos y para las novias alejadas de la divinidad de ese día? Sea lo que sea nadie me quitó la impresión de volver a lejanísimos pasados.
Más tarde, al ir a recoger unas fotos, encontré a mi proveedor desesperado porque tenía que pasar el mes de las flores haciendo continuos reportajes de tan importantísima fiesta comunitaria. Incluso, en las pocas alegrías de ocio que me concedo, tuve la suerte de encontrarme con un viejo amigo, tan viejo como que hizo conmigo la primera comunión, nada menos que ¡a los seis años!, para poder coincidir con nuestras hermanas de siete que, ellas sí, habían llegado, como se decía, al uso de razón.
Razones claras de que las cosas existen por muy alejado que uno se encuentre de las mismas. Por mucho que hubiéramos creído que las costumbres, tras tanto cambio post-franquista, habían cambiado. Que, así como los seminarios (perdóneseme le imagen tan gastada que voy a usar, pero es la única que expresa lo que siento ante aquél suceso) se vaciaron del mismo modo que lo hace el agua al abrirse las compuertas de las presas, creímos, ya antes de los ochenta que lo mismo sucedería con los bautizos, comuniones, bodas eclesiásticas, incluso con los funerales.
Ciertamente sabíamos que no era así, que las ceremonias se imponen a la vista sin quererlo, que las familias a veces nos obligan a vivirlas, que las costumbres son sagradas y las tradiciones no se pueden perder, no vaya a ser que se nos caiga, con ellas, nuestra preciada “identidad”. Como sabíamos que la cosa no era lógica, que la mayoría de padres y madres no pisaban una iglesia ni por asomo, mucho menos tenían capacidad para conocer el significado de la ceremonia –no sucede cosa diferente con bautizos y con bodas- que les regalaban a sus marineros y princesas (¿no se entiende que, cuando se vean de mayores en las fotos tengan ganas de cambiar de familia por no haberles prohibido el ridículo de aquél día con las promesas de regalos?), como sentíamos que, al final, no pasaba de ser una excusa para el banquete familiar.
No se crea que son banquetes como el novelado por Platón, no, que intentar una conversación durante los mismos en que aparezca el tema estrella del día, el significado de la comunión para sus vidas, es mucho más que una quimera. ¿Es únicamente, por tanto, la costumbre la única razón del mantenimiento de esas fiestas? ¿O la necesidad de un rito que hable de un nuevo paso en la madurez de la generación que criamos? Acaso seamos sólo los solitarios quienes no podemos entender esas muestras colectivas: porque tampoco entendemos los ruidos de las noches, las fiestas de ciudades y de pueblos, las explosiones de “alegría” de los hinchas, etc. Acaso estos monstruos que, desde la razón detectamos, sean hijos de de una razón que, como en los grabados goyescos, engendra más monstruos que los reales. Y, sin embargo…
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