miércoles, diciembre 20, 2006

Bolsos, prisas y (mil) trabajos (una defensa de las familias)




Nos queda por defender el tercero de los estamentos implicados en esta dulce y terrible tarea de la educación, las familias, los padres, las madres, los abuelos, las abuelas y alguna tía, normalmente soltera, despistada. Tampoco ahora toca crítica sino clonación de nuestras comprensiones y defensas las alegrías y tristezas, en esta ocasión, familiares.

Si alguien, cualquier mañana, pudiera contemplar lo que sucede en miles de hogares, se sorprendería de la cantidad de energía que posee la humanidad. Miles de mujeres, algunos hombres asimismo, adecentando la casa para dejarla en orden cuando salgan, preparando desayunos, vistiendo hijos, vistiendo hijas, corriendo todos, a menudo incluso con riñas y con gritos, para llegar a tiempo a trabajos, al cole, al instituto, donde su prole recibirá enseñanzas de ideas, de valores progresistas, eso dicen, de esfuerzos, donde recibirán, como sabemos, esperanzas de de sueños y realidades de fracaso. Habrá tiempo, mientras, para tareas de casa o para los trabajos necesarios del dinero. Tras tres o cuatro horas de trabajo previo empieza el más trabajo.

Aunque tampoco con ello terminarán los trabajos de la jornada. Que estos tiempos son de trabajo a pares, para conseguir, tal vez, lo que antes (y tal vez ahora, si se deseara) pudiera conseguirse con la mitad del mismo. Serán, en muchos caso más horas que las clases del colegio, antes de recibir de nuevo a la prole en casa y retozar por calles, carreteras y caminos para acudir a las mil actividades extraescolares -deportes varios, músicas, idiomas y otros asuntos que, antes de baño y cena, dejarán cansados a los niños, a las niñas agotadas. ¿Son ya las nueve, son las diez? Posiblemente aun quede algo para hacer (preparar comidas, en muchos casos, para el día siguiente, preparar ropas, limpiar cocinas, limpiar baños…), quizás quede algún momento para ver la tele, que la lectura, eso que tanto se critica no hacer, ya sólo promete sueño a las madres agotadas, a los padres sin fuerzas ya siquiera para el amor que podría regalar hermanitos a sus hijas. Por ejemplo.

¿Nos extrañamos, tras eso, que volvamos a encontrar sueños de viernes, sueños de sábado y domingo, a pesar de que tampoco en este caso serán días de libertad total como se necesita? ¿Nos extrañaremos, tras esto, de que esperen con ansiedad el mes de vacaciones y poco mas que se concede cada año? ¿Recordaremos, incluso, que en ese mes, no desaparecen los niños, no se acaba la necesidad de limpieza y de comida? Otra sobredosis de trabajo que no se entiende tras haber inventado tantas cosas (lavadoras, lavavajillas, ordenadores, etc.) para ahorrar tiempo al trabajo necesario y poder dedicar el resto al ocio, al amor, al conocimiento, a la conversación, a la vida, a la libertad.

Así encontramos una sociedad acelerada, con mucha técnica material y poca sabiduría para organizarla y aprovecharla en el desarrollo de lo humano. Prisa, falta de tiempo, trabajo excesivo, explotación solapada (aunque evidente con una mirada somera) de esa palabra que ya no se nombra porque está omnipresente, del capitalismo, del egoísmo más salvaje, del enriquecimiento sin ética, es decir, sin justicia, ese sistema que tanto ha conseguido para la humanidad a costa de un gran precio cuyas consecuencias sociales y personales, tal vez tarden –aunque cada vez menos- en aflorar.

El propio Platón, que llamaría este sistema plutocracia, tiranía del dinero, no dejaría de profetizar la rebelión de las masas, hartas de tanta explotación. ¿Será posible terminar con las ganancias escandalosas de los bancos, de las grandes empresas, de empresarios, políticos y urbanistas corruptos, logrando así un mejor reparto de la riqueza y, por ende, menos trabajo necesario y más desarrollo del humano? ¿Qué puede hacer la sociedad para lograr mayor felicidad, mayor justicia, en esos tiempos de revoluciones imposibles? ¿Qué puede hacer la juventud, la clase docente y las familias, sin olvidarnos de solitarias y otros raros? ¿No precisaríamos de nuevas políticas más centradas en lo que de vedad importa, menos engañosas con libertades teóricas y esclavitudes reales? Políticas que consiguieran –por medio de la ingeniería social no violenta, si es posible- una organización diferente de las horas donde haya tiempo para la conversación y la lectura y no sólo para la insoportable lluvia continua de estudios inútiles, de reuniones falsas, de trabajos excesivos. También aquí podemos glosar la frase de Hölderlin y lamentar la existencia de todos esos monstruos groseros que no tienen corazón y matan de mil manera diferentes la belleza de la mayor parte de la humanidad con su irracional explotación”.

¿Realmente no son posibles estos cambios? ¿Podemos terminar otra vez con esperanzas? ¿Podemos soñar con una sociedad en que la palabra nos vuelva a hacer humanos en la búsqueda de verdad, belleza y bondad en lugar de la necesidad agobiante del dinero, único dios, único valor que realmente nos mueve y cosifica? ¡Qué remedio si deseamos continuar esta vida que tanto esfuerzo nos exige! ¡Qué remedio, sí, pero cuánto temor si nadie mira más allá de su pecunio!


viernes, diciembre 15, 2006

Maletines, sueños y fracasos (una defensa del profesorado)










Es evidente que, en el mundo de la educación, existen más estamentos -profesorado, familia, por lo menos-respecto a los cuales es precioso hablar y, en este momento, según el proyecto pensado para las próximas reflexiones de este blog, defender. Tiempo habrá para las críticas, leves o brutales, -algunas de las cuales han aparecido en la defensa de la juventud, otras irán apareciendo al compás del pensamiento, al compás de la escritura, que realizamos- pues ahora nos limitamos casi a clonar la anterior reflexión pero centrándonos en las alegrías y tristezas del profesorado.

Cualquiera que, cualquier mañana, pueda contemplar la entrada a un centro de enseñanza, verá un grupo de personas, más o menos jóvenes, más o menos maduras, acarreando un maletín, dirigiéndose con paso cansino, rápido en ocasiones, hacia la entrada de su lugar de trabajo. Cualquiera, asimismo, puede pensar en la otra carga psicológica, las horas que les aguardan, en las que regalarán mucha más información que la que germinará en las más jóvenes mentes que pretenden enseñar. Sin contar las, a veces, incontables reuniones obligadas con el resto de personas de eso que se llama comunidad educativa, alumnado, familias, resto del profesorado, cuando menos.

Pero no crean que con ello ya han terminado su jornada, que la mayor parte del profesorado llevará en su cartera, al dejar el centro, las obligaciones de preparar las clases del día siguiente, corregir ejercicios, repasar los errores y los aciertos de ese día -todo ello robando tiempo a familias, teles y paseos, todo ello, casi siempre, robando al sueño muchas más horas que las aconsejadas por quienes saben de salud. ¿Serán las mismas horas de sus clases, una por cada asignatura impartida, serán más? Bastantes más de las que, en todo caso, piensan que dedican quienes llegan del trabajo al hogar sin más tarea que el descanso. Porque no es ahora el caso -a pesar de algunas apariencias- que llegar al hogar signifique el final de su trabajo.

¿Nos extrañamos, tras eso, que estas personas, asimismo, sueñen con el viernes, con el sábado, con el domingo sueñen, a pesar de que tampoco serán días de libertad total como se piensa? ¿Nos extrañaremos, tras esto, de que sueñen con navidad, con semana santa y con veranos? ¿Recordaremos, incluso, que esos meses esperan libros, conferencias, cursos, para estar al día de los saberes necesarios para intentar el desarrollo de las mentes? Una sobredosis de trabajo que pocas personas valoran ni comprenden. Tanto que, cuando alguien, según dicen, pretende describir el esfuerzo real de su trabajo, sólo suele recibir miradas de incredulidad o de sarcasmo.

Eso cuando no críticas brutales de la mayor parte de la sociedad que sólo contempla el trabajo de las clases. Sólo oímos críticas a su labor, culpándoles de todos los males. Pues culpa suya es no sólo la violencia en las aulas sino la que se dan en hogares y parejas; suya es la culpa del racismo, de la falta de interés del alumnado al que no saben motivar, suya de que sus valores sean la pereza y el hedonismo en lugar del sacrificio -¿ciertamente es esto mejor que el gusto por el placer?- y el esfuerzo; de que prefieran la tele, los juegos y el fútbol o el cotilleo antes que el estudio, de que se droguen, de no ganarse el respeto, de todo aquello que de malo encontraremos luego en el mundo adulto. Como si el ejemplo de este fuera precisamente maravilloso. ¿No es acaso el mundo de la madurez donde aparece el negocio fácil, el robo, la guerra, la violencia y la mentira? ¿No será que la educación, y todos los dioses me libren de quitarle importancia, no es tan decisiva como a veces se pretende? Y, en muchas ocasiones, más ale que así sea: porque, de otro modo, quienes pasando ya el medio siglo de vida, fuimos educados totalmente en franquismo seríamos fascistas y clericales en lugar de demócratas y filósofos. Uno llega a pensar que, dada la tendencia de cada generación a llevar la contraria a sus mayores, lo normal sería que quines han sido educados en razón y democracia, acaben defendiendo los valores que, pensamos, habíamos destruido para siempre. De hecho ya pasa, sí, que uno de los traumas del profesorado es comprobar cómo gran parte de la juventud se entendería mejor con nuestras madres que con nosotros.

Incluso la frase de Platón, la de la desobediencia continua, ¿no añade más amargura y duelo al trabajo docente, por muy normal y e inveterada que ella sea? ¿Nos dejamos, también ahora, de tanto criticar, e intentamos la mejora? ¿Qué puede hacer la sociedad para lograr mente abiertas, dialogantes, amantes de las ideas, progresistas, justas, democráticas, feministas, antirracistas, lógicas, en fin, todo lo bueno que deseamos? ¿Qué puede hacer el profesorado para ello? ¿No necesitaría, también él, que le motiven y no que lo desprecien, no necesitaría saber que, cuando se vea envuelto en algún problema, no será el último que pueda tener razón si en el conflicto aparecen personas que aprenden y las que los engendraron? ¿No precisarían de los medios técnicos necesarios, de cursos realmente prácticos en relación a la pedagogía moderna, para no verse obligados, a su pesar, a continuar la imagen de las aulas del medievo? ¿No precisarán de una organización diferente de las horas donde haya tiempo para la conversación y la lectura y no sólo para la insoportable lluvia continua de contenidos sin tiempo para asimilarlos? Podríamos usar la forma de la frase de Hölderlin y lamentar “la existencia de todos esos monstruos groseros que no tienen corazón y matan de mil manera diferentes la belleza de quien enseña con su irracional disciplina”.

¿Realmente no hay otro modo de enseñar que no sea el bombardeo yuxtapuesto de contenidos inconexos? ¿No es posible una mínima inversión en pensamiento para acabar con la “multiesquizofrenia” en que, sin remedio, caen las mentes, obligadas a repetir lo que cada enseñante enseña aun siendo contradictorio con lo enseñado en otras clases? ¿No es posible, aquí no hay cambios puesto que ambas perspectivas confluyen, la modernización pedagógica comenzando en el ministerio y siguiendo con las editoriales, ambos absolutamente ya obsoletos?

Queda el trabajo diario. ¡Cuántas faltas de respeto (o sea de alta de valoración) es preciso tolerar cada mañana, faltas que en ninguna otra profesión se soportarían! ¡Cuántas frustraciones entre quienes, en principio, sienten como placer su trabajo, ante la indiferencia o el desprecio descarado de gran parte del alumnado! ¡Cuánto dolor cuando sienten el desprecio por el pensamiento y reciben peticiones de películas –para no estudiar, evidentemente-, o de exámenes memorísticos, de esos que se copian y no requieren ni un ápice de reflexión!

¿Terminamos otra vez con la misma esperanza de antes? ¿Soñando con una educación en que la palabra nos vuelva a hacer humanos en la búsqueda de verdad, belleza y bondad? ¡Qué remedio si deseamos continuar esta vida que tanto esfuerzo –tantas veces inútil, tantas veces criticado si se sale de los tópicos de las clases poderosas- nos exige! ¡Qué remedio, sí, pero cuánto temor si el alumnado se aburre, el profesorado sufre y las familias se agobian! Pero, para ellas, volveremos a semiclonar estas reflexiones antes de criticar, sintetizar o encontrar los caminos que soñamos.




sábado, diciembre 02, 2006

Mochilas, tareas y trabajos (una defensa de la juventud)


Cualquiera que, una mañana, pueda contemplar la entrada a un centro de enseñanza, verá un grupo de adolescentes cargado con mochilas de más de seis kilos, a veces incluso con una bolsa deporte si ese día toca educación física, como denominan ahora a la gimnasia de antaño. Cualquiera, asimismo, puede pensar en la otra carga psicológica, las seis horas que les aguardan, seis horas, con únicamente treinta minutos de descanso, en las que recibirán mucha más información que la que cualquier cerebro, incluso genial, puede decentemente procesar.

Pero no crean que con ello ya han terminado su jornada, que la mayor parte del profesorado aún guarda en su cartera las llamadas tareas destinadas a llenar la tarde de esa adolescencia que decimos con razón, si es que llegan con vida tras tanto esfuerzo, es el futuro de nuestra sociedad. ¿Serán seis horas de tareas, una por cada asignatura recibida? Serían doce, por tanto, una jornada laboral que ninguna persona adulta estaría dispuesta a aceptar a no ser a cambio de bastante dinero. Pero no es el caso -a pesar de que alguna lumbrera llame trabajo al estudio- en esta juventud que carga con mil tareas y actividades pero no con el dinero que otras personas logran con menos horas de su esfuerzo.

¿Nos extrañamos, tras eso, que en cuanto puedan pasen, hablen, sueñen con el viernes, con el sábado, con el domingo sueñen? ¿Nos extrañaremos, tras esto, de que sus cuerpos odien las mochilas y los libros? ¿Nos asombraremos, tras esto, de que sea imposible ganar amor a los saberes con tanta sobredosis? Una sobredosis de palabras que pocas personas sienten de otro modo que absolutamente alejadas de cualquier mundo real de nuestro siglo. Tanto que, cuando alguien, según dicen, pretende relacionar lo estudiado con la vida real que se vive más allá de las paredes de su cárcel, creen que ha aparecido un marciano o algo todavía más extraño.

Sólo reciben críticas de la parte senil de la sociedad -pues senil es toda aquella persona que piensa en la generación actual como peor que la suya (cosa ya escrita hace cuatro mil años según reza alguna tablilla babilónica) -; sólo oímos gritos de socorro ante la violencia en las aulas (como si no la hubiera habido más antaño); acusaciones de falta de valores sin que casi nadie sea capaz de decir qué significa tal asunto –por si acaso, digamos que llamamos valores a lo que realmente nos importa- (como si nuestras familias no nos hubieran acusado en nuestra juventud de romper con todas las tradiciones en las que habían creído hasta entonces); lamentos por la carencia de una disciplina que tanto odiamos cuando nos la imponían los franquistas; no falta quien se escandalice de que no estudian todos los días sino sólo, y poco, para el examen (como si quienes ahora imparten enseñanza, salvo raras excepciones, hubieran hecho cosa diferente, como sino fueran precisamente las madres, los padres que no estudiaron por vagancia los que más e empeñan en exigir a su descendencia un modo de vida que nunca fueron capaces de llevar); ni los gritos ante el botellón (como si no hubieran cantado en otros tiempos aquello de “que le quiten el tapón al botellón) o las drogas que, desde los años setenta, campan a sus anchas en ciudades y pueblos de nuestra -y de todas las demás- “comunidad autónoma” como ahora parece hay que denominar a lo que antes eran provincias y ahora naciones en busca, de su estado, como los personajes de Pirandello buscaban a su autor.

Así se resumía en un escrito esta situación tan moderna: en la democracia el padre se acostumbra a que el hijo sea su semejante y a temer a los hijos, y el hijo a ser semejante al padre y a no respetar ni temer a sus progenitores; el maestro teme y adula a los alumnos, y los alumnos hacen caso omiso de sus maestros y en general los jóvenes hacen lo mismo que los adultos y rivalizan con ellos en palabras y acciones; y los mayores, para complacerles, rebosan de jocosidad y afán de hacer bromas, imitando a los jóvenes para no parecer antipáticos ni mandones.

Perdóneseme el haber llamado moderna a esta situación. Pues, aunque alguien se extrañe, la originalidad de quienes realizan tales comentarios depende de quien, hace nada menos que dos mil quinientos años, escribiera las líneas citadas. Una vez más de ese padre intelectual al que no hay manera de, freudianamente, matar. Platón, sí, continua en las letras de nuestros ordenadores.

¿Dejamos, entonces, de tanto criticar, e intentamos la mejora? No discutiremos ahora el tema de la (¿indiscutible?) democracia (a la que Platón atribuía estos males), más bien regalaremos rápidas sugerencias –sin esperanza de verlas en realidad pero, tal vez, las únicas que realmente valdrían en una vida mejor- para no tener que contemplar una juventud reducida a porteadora de mochilas; una juventud con un mínimo de horas para atender a su necesidades de vida, amor, socialización, experimento y crecimiento; una juventud sometida a un régimen pedagógico obsoleto que parece desconocer fines y medios, a un régimen que ha convertido lo que debería ser placer y privilegio en tarea, trabajo y opresión. Como si de nuevo tuviera razón Hölderlin cuando lamentaba “la existencia de todos esos monstruos groseros que no tienen corazón y matan de mil manera diferentes la belleza juvenil con su irracional disciplina”.

¿Realmente no hay otro modo de tener libros y cuadernos en las mesas de estudio que llevarlos y traerlos cada día de casa al cole y del insti a casa? ¿No es posible una mínima inversión en taquillas o, incluso, volver a la confianza de que nadie va a robar un libro de química, por ejemplo, para tener dos en lugar del que ya tiene? Como tampoco parece muy lógico que seis horas de clase no san suficientes y se carguen de “tareas” que, en casi todos los casos, acaso sólo signifique un fracaso del modelo. Si aumentara el número de la secta “antitarea” las mochilas ciertamente volverían al lugar para el cual se inventaron, las montañas y paseos naturales, único lugar, además, donde no son de los objetos más horribles inventados por la sociedad occidental.

¿No es posible una modernización que no pase por poner “vídeos” -en el fondo, salvo bellas excepciones, deseos de descanso de los dos polos de la educación-, que no pase por mandar “buscar información” -¿para que quien enseña no se canse elaborándola?- , que aproveche, por ejemplo en historia, los juegos informáticos que muestran de modo imaginativo y profundo un momento de la misma? ¿No se podría pedir a las editoriales que realicen de una vez materiales multimedia –es imposible que una sola persona en clase logre hacerlo de manera adecuada- y contemplemos ya centros educativos que sorprendieran a los medievales?

Queda el trabajo. Se dice y se bendice el logro de que nadie trabaje antes de los dieciséis años y, sin embargo, no hay palabra que más se oiga en las evaluaciones de los centros que trabajo -se trabaja, no se trabaja- y derivados. ¿No pueden comprender quienes así hablan –la mayoría menos quienes pertenecemos a la liga de “profesorado sin bata, sin tarea y sin trabajo”- que han logrado transformar lo que era un privilegio placentero en la tortura del trabajo obligatorio? Ya Marx decía que, en el sistema capitalista, todo es trabajo forzado, alienante e inhumano –ahora también el estudio- lo que hace que toda persona escape de él, en cuanto pueda, como de la peste se escapa. Posiblemente el llamar trabajo al estudio sea asimismo la causa de que la gran mayoría escape de él como de la peste se escapa y piense que sólo es humano lo biológico -el comer, beber, fornicar- y el olvido en cualquier droga de la insoportable rutina de los días.

Termina la esperanza de contemplar la educación no como un camino exclusivo hacia el trabajo del dinero futuro, sino como el sendero en que la palabra nos vuelva a hacer humanos en la búsqueda de verdad, belleza y bondad. Una palabra que convertirá incluso lo biológico en humano, el comer en gastronomía, en erotismo el sexo, en arte la vivienda, en búsqueda de conocimiento los caminos -hoy desvaríos- de la droga. Mientras así no sea, mientras sólo el dinero futuro sea la razón que impulsa a las familias a que su descendencia acuda a los centros educativos, cualquier movimiento pedagógico digno estará abocado al fracaso de lo humano. Mientras no llegue el cambio, no es extraño que sean los robots y los gorilas el modelo del futuro que nos llega.

martes, noviembre 28, 2006

Síndrome King Kong


Con toda seguridad, si me diera por “googlear”, como últimamente se dice, me encontraría con mil entradas, jocosas o psiquiátricas, que hablaran de tal síndrome. Mas no lo voy a hacer y hablaré de él según mis vivencias mil veces sentidas y otras tantas pensadas. Obviamente tal denominación que sirve para expresar, ¿qué si no?, la debilidad ante la belleza, la he tomado de la famosa historia que ya lleva tres versiones cinematográficas. No parto de la tercera versión a pesar de que, al final de la misma, el periodista inteligente llega a discernir que no fueron los aviones sino la belleza la que mató a la bestia. Más bien de la primera, la clásica e imperecedera, aquella que comienza con un viejo proverbio árabe que, acaso, tenga más profundidad y consecuencias –buenas, tal vez, malas con mayor seguridad- que la de la beata admiración por su encanto y sugerencias meramente sentimentales. Aquí la frase:

“Al ver a la bella la bestia detuvo su mano de matar. Y, desde ese mismo momento, fue como si hubiera muerto”.

Efectivamente, quien fuera rey y podía devorar múltiples jóvenes vírgenes de la tribu que le adoraba y temía, se encontró de pronto con algo que era infinitamente superior a lo material, al alimento, al poder sobre cobardes. Algo que le hizo sentir sentires desconocidos hasta entonces, emociones que, si hubiera estado dotado de palabras y prejuicios, acaso hubiera denominado religiosos. Un objeto que le superaba, que le dominaba de tal modo que fue capaz de detener su mano de matar y dedicarse desde entonces a defender la vida de quien no era él. Descubrió el amor, eso que sólo a la belleza le ha tocado en suerte (no puede faltar nuestra referencia al creador del laboratorio de las ideas) ser capaz de despertarlo.

Somos muchos quienes hemos vivido bajo el poder de esa belleza que no somos capaces de controlar y nos mata de mil formas diferentes. Mata nuestra libertad, puesto que a ella la entregamos por poder contemplarla. Destruye nuestra objetividad, dado que ya nada parece más importante que el terrible imán que nos atrae. Acaba con nuestra autonomía, ya que sólo su ley obedecemos. Mata lentamente la vida pues nadie posee tanta energía como para luchar eternamente por su presencia.

Es posible que las características de estos escritos, siempre a medio camino entre lo universal y lo concreto, permitan confesiones y recuerdos (tan concretos como universales) en palabras posteriores. Ahora, sin embargo, sólo comentaré las terribles consecuencias que para las mujeres parece haber tenido esa vivencia en el mundo árabe y, evidentemente, no sólo en él sino acaso en todo lugar donde ellas convivan con los hombres, es decir, en toda sociedad humana.

Atracción y pavor. Esos eran los sentimientos que, al decir de Otto, en su teoría de lo sagrado, nos producía la hierofanía. Atracción y pavor. Esos eran los sentimientos que, al decir del proverbio citado, nos producen a los hombres las mujeres con su belleza irresistible. Lo cual nos hace tratarlas como a diosas, es decir, con veneración y miedo. Con encierro en los templos – hogares para que no perturben la vida normal de las sociedades. Que ya Pandora fue creada, según el mito hesiódico, para que “los hombres se abrazaran con cariño a su propia desgracia”.

¿No será, por tanto, ese miedo a perder el dominio, la libertad, la autonomía, la vida, en última instancia, lo que lleva al velo, al burka, a la represión, a la esclavitud de las mujeres? ¿No se ha teorizado tal cosa desde el psicoanálisis? ¿No se podría entender desde esto las terribles noticas que diariamente encontramos en los periódicos de sociedades aparentemente feministas?

Recordemos el final de aquella deliciosa novelita “Balzac y la joven costurera china”:la belleza de la mujer es un tesoro que no tiene precio”. Pensemos desde estas vivencias, desde estos sentimientos, desde esas emociones, desde estas sugerencias, el modo de encontrar la armonía del, como dejó dicho Heráclito el oscuro, “arco y la lira”, no cejemos hasta encontrar el equilibrio entre el poder de la belleza y la fuerza bruta del miedo.

¿No podríamos, por ejemplo, usar nuestra fuerza para mantener en vida siempre la belleza, no podrían ellas enarbolar la belleza para dibujar mundos de esperanza? Esa esperanza que nos mantiene todavía en vida. Sobre todo a aquellos que, como para Hegel, “la belleza es el domingo de la humanidad”. Para quienes la amamos sin temor porque nunca hemos deseado el poder ni ambicionado el dominio.

jueves, noviembre 16, 2006

Heroicidad cotidiana


“El rendimiento de los músculos de un ciudadano, que cumple tranquilamente con sus deberes ordinarios durante toda la jornada, es mayor que el de un atleta que tiene que levantar una vez al día pesos enormes; está fisiológicamente demostrado. Es, pues, lógico que las pequeñas obras cotidianas, en su importe social y en cuanto interesan para esta suma, presten mucha más energía al mundo que las acciones heroicas. Una heroicidad aparece tan diminuta como un grano de arena echado ilusionadamente sobre un monte”.

Estas palabras de Musil en su “el hombre sin atributos” expresan perfectamente una realidad que desarma a los tópicos sin remedio. Pues, desde ella, es difícil admirar a los llamados héroes, esos que prefieren morir en un sólo acto para que su recuerdo (irreal) permanezca para siempre en los libros y monumentos de su pueblo. Mas no como modelo que alguien deseara imitar más allá de las novelas. Sucede lo mismo con los amores románticos que no pueden sino acabar en la muerte, sabiendo como se sabe, que los amores reales son otra cosa diferente y más heroica.

Un acto apenas requiere esfuerzo pero las millones de acciones cotidianas que realizamos para poder sobrevivir son de tal magnitud que, si lo pensáramos, caeríamos agotados de inmediato. Por ejemplo, una mañana conté casi cien movimientos diferentes para preparar un vulgar cola cao para el desayuno de mi hijo. Tras haber realizado muchos más desde el momento en que apagué el despertador: la ducha, el aseo, el maquillaje, la ropa, el desayuno propio y demás. Todo ello sin empezar el trabajo de cada día. Sin contar que luego vendrá la necesidad de cocinar para atender las pesadas funciones biológicas, de limpiar los utensilios usados, de vaciar el vientre, de volver al trabajo o buscar al hijo, corretear de actividad en actividad, acciones similares al comer durante la cena. Etc.

Millones, billones, tal vez, (infinitas me dijo una madre) acciones realizadas durante un solo día. Un día de siete cada semana. Cuatro semanas cada mes. Doce meses cada año. Diez años cada década. Milagro parece que seamos capaces de vivir los años que vivimos. Mundo de héroes anónimos, sin atributos, mundo de acciones apenas valoradas –acaso porque el valorarlas supondría más esfuerzo, un sacar energías de dónde ya no quedan, fuerzas de flaqueza diría el viejo Capitán Trueno de nuestra infancia, esa flaqueza de donde surgen precisamente estas letras que hacen mi noche cada vez más corta- por más esenciales que todos eso heroísmo falsos. Falso además en el mejor de los casos, que en otros son tan calamitosos que destruirán la sociedad en menos de una toma de cola cao.

¿Qué? ¿Daremos todos la vida por la patria? ¿La daremos a la vez que la quitamos a otros que la dan por otras patrias? ¿Cuánto duraría una humanidad de patriotas heroicos? Tal vez hacemos que los admiramos y les ponemos una estatua en nuestras calles para decir que ya hemos cumplido con ellos y dedicarnos a los verdaderos heroísmos que mantienen vidas y no muertes. ¿Moriremos de amor cada vez que una enamorada nos niegue sus favores, como antes se decía? ¿Moriremos asimismo cuando nos los regalen con la excusa de haber vivido ya lo mejor que la vida nos ofrece? No, posiblemente nos dediquemos escribir versos o novelas, a hacer películas o cualquier otro objeto de arte para vivir un amor más sereno generador de vidas que cuidamos sin excesos.

Efectivamente, como supe hace años, cuando a punto estuve de desposarme con la muerte, “vivir es luz fragilísima en lucha constante contra la muerte poderosa”, tan frágil esta fuerza que cada minuto de vida sólo se logra a costa de un esfuerzo sobrehumano. O, acaso no sobrehumano, simplemente “sobreanimal”. Porque no hemos contado los actos de la mente, esa función tan extraña que saca fuerza del agotamiento, esa luz que ilumina de vida la noche de la muerte. Aun sabiendo que la derrota será segura nuestro fin será más merecedor de recuerdo y monumento que quienes, cobardes, se limitaron a negar la fuerza de la vida.

¿Diremos, incluso, que somos las mujeres las que más mereceremos la admiración por nuestra dedicación, casi excesiva, a la vida y sus cuidados? Pensémoslo y, tras ello, descansemos unas horas, que mañana nos esperan infinitos actos de frágil luz para logar otra victoria de amor y vida.


martes, noviembre 14, 2006

Libertad vigilada



Podemos empezar con Hobbes. Su artificio para mostrar cómo la seguridad que regala el estado sólo se consigue a costa de la libertad, no puede ser más actual. Sabido es que, en cualquier orden de la vida, la humanidad se enfrenta a este dilema y sólo si consigue la armonía entre ambos deseos podrá lograr cierto grado de serenidad feliz. ¿Ejemplos? Quien tiene una novia, un novio (permítaseme defender esta bella palabra, la única que me sigue pareciendo digna entre tanto amigo, colega, compañero y demás palabros modernos que se usan para no emplear precisamente la única hermosa) carece de la libertad de quien vive en soledad pero goza de la seguridad de un amor cotidiano. La soledad libre, por el contrario, promete más soledad que amor seguro. Quien, por no tener trabajo, es libre para viajar a donde quiera, carece, evidentemente, de la seguridad económica que puede dar un trabajo. Y viceversa. Etc.

Pero Hobbes hablaba de política. Asumido, como parece hemos asumido, que “el hombre es un lobo para el hombre” (inevitable el tópico de pedir excusas al lobo) sólo queda la salida de fortalecer el estado hasta límites hace tiempo olvidados. Desde el famoso ataque de las torres gemelas no hemos asistido sino a un continuo recorte de las libertades que tantos siglos y tanta sangre habíamos tardado en conseguir. Como lo muestran la vigilancia electrónica de teléfonos y ordenadores, las cámaras de video en las tiendas y en las calles, los cacheos humillantes en los aeropuertos (pronto los veremos en autobuses, trenes y en cualquier lugar que alguien piense pueda esconder un terrorista), las detenciones arbitrarias, el control insoportable en todos los órdenes de la vida, tantas cosas que parece hacer verdad un viejo aforismo que encontré en las calles de la vida: progreso es control.

Por supuesto que todo ello en nombre de la seguridad, ese valor supremo que permite a la mayoría seguir diciendo que es feliz a pesar de sus cada vez más elevados gastos en alarmas, cerraduras, perros peligrosos y otros métodos que añaden más esclavitud a la exigida por ese Gran Hermano que amenaza con dejar pequeño el 1984 de Orwell. Ese Gran Hermano que ya ha encontrado su chivo expiatorio en el “terrorismo árabe”, perfecta excusa para recortar la libertad de lo que, hasta ahora, llamábamos sociedades abiertas. Control recibido con agrado incluso por la gran mayoría que ya sólo parece alimentarse del miedo a los nuevos dioses. Porque no otra cosa que dioses semejan los llamados terroristas, esos que han tomado en sus manos las viejas prerrogativas divinas: repartir la vida y la muerte de modo arbitrario y exigirnos mil sacrificios, controles, represiones, esclavitudes varias, para intentar calmar su sed de sangre.

Parece que hemos olvidado que alcanzamos grandes cimas de libertad únicamente cuando dejamos de temer las terribles amenazas del terrible Dios que, según sus sacerdotes, podía condenarnos al infierno, lugar de las peores torturas imaginables. Parece que hemos olvidado que una vida encerrada en el miedo no merece la pena ser vivida, que una vida sin libertad difícilmente podemos calificarla de vida humana, que sólo aceptando menores cotas de seguridad (como si hubiera otra seguridad en nuestras vidas que la inevitable muerte) podemos decir que progresamos.

Si comenzó Hobbes, que termine Hegel: sólo quien no tiene miedo a la muerte es libre.

viernes, noviembre 10, 2006

Crisis de exceso

Quizás una de las causas más claras de la esterilidad creativa -en cualquier campo- sea el exceso de ideas y la incapacidad de elegir. Del mismo modo que quien no acaba de decidirse por un amor termina por quedarse solo, quien desea abarcarlo todo, finalmente se queda sin nada. Hay quienes, teniendo este problema desde la más tierna juventud, eligen estudiar filosofía, atraídos por la vocación de totalidad que tal disciplina posee. Mas incluso ahí la frustración acecha al comprobar la imposibilidad de un conocimiento absoluto y ordenado como si de un nuevo Hegel se tratase.

Si añadimos a ello las pesadas cargas de la vida moderna con su increíble falta de tiempo –increíble porque pareciera que los inventos de máquinas y aparatos deberían regalarnos más momentos para la creación- el asunto se complica. Porque hay quienes viven una vida peor que aquellas mujeres que, empezando a trabajar fuera de casa en los años setenta del pasado siglo, se vieron de repente aplastadas por el peso de dos jornadas de trabajo, la que habían tenido sus madres, las llamadas labores del hogar, lavar planchar, cocinar, criar hijos, etc. y además las horas de fábrica u oficina de los padres. Peor porque las dos jornadas han crecido hasta ser tres, al añadirse a los dos citadas las indispensables horas de soledad y creación robadas -¿a quien si no?- al sueño.

Con dificultad había quienes podían con tal exceso. Pero, de pronto, llega lo peor. Otro exceso, este de ideas. Si se ha logrado conquistar un cierto ritmo de lectura y escritura, es fácil que las Musas aparezcan rondando por los estantes de los estudios generando ideas extrañas que muchas veces recuerdan el quijotesco “del mucho leer y del poco dormir, poco a poco, se le fue secando el cerebro y acabó perdiendo el juicio”. ¿Os extrañaría, siendo así, oír a algunos de esos personajes afirmar con total seriedad que se les ha aparecido Bambulo, el perro que nos presentó Bernardo Atxaga, aconsejándole ciertos escritos, que han encontrado en el techo o en el cielo, entre las estrellas y la luna, algún texto definitivo para sus vidas o incluso que un gran hipopótamo rosa les había elegido para extender la verdadera religión?

Algo de eso me sucedió tras colgar aquí mi última reflexión. Sentía que ya no iba a tener problemas para realizar una reflexión –incluso varias- cada día, cada noche. Una sobredosis de ideas me asaltó de tal modo que volví a la situación de aquellos que se quedan sin nada por querer demasiado. He sido incapaz elegir en estos días si escribir sobre la muerte o sobre la vida, sobre los mitos o la filosofía, sobre mis lecturas literarias o de ciencia. Incluso si descansar unas semanas para retomar compulsivamente estas notas o revolotear por las mil diversiones que la vida moderna nos regala. ¿Conclusión? Como resultado del exceso sólo me ha llegado la nada.

¡Ah, mi vida mental! Me he solido enfrascar en demasiados trabajos totalmente inútiles que han servido no para ser más valorado en mi trabajo –ni por quienes mandan ni por quienes teóricamente deberían obedecer- sino para meterme en problemas. He escrito libros de texto que parecían ensayos o ensayos que parecían libros de texto logrando de ese modo la marginación y el olvido: Incluso habiendo acertado en uno de los cuernos del dilema, tampoco hubiera llegado el triunfo al no poder competir con editoriales que emplean cien o más personas para lo que yo elaboro solo. Muchas veces había decidido dedicar mis energías a algo más productivo que a una mala divulgación para caer de nuevo en trabajos similares e incluso en esto que no parece pueda llegar a ser nada entre millones y millones de blogs que hablan de asuntos más divertidos –por ello más buscados- que estas reflexiones que se pretendan filosóficas. ¿Debería dejarlo todo y centrar mis esfuerzos en plasmar lo mejor de mi mente en una sola obra, siendo capaz de elegir de una vez y dejar de revolotear cual mariposa en grupas de hipopótamos? ¿Debería hacer con la escritura lo que hago con la música, es decir, escucharla sin desear ser yo quien intente superar a los grandes de la historia? ¿Leer y nada más? ¿Dedicar la energía a lo que se llama vivir –ganar dinero, salir de noche, hacer el amor, comer, beber y esos asuntos poco mas que biológicos?

Mas, entonces, ¿qué hago con la sobredosis de ideas que me asalta? Me temo, sí, que tras esta crisis, seguiré haciendo la noche corta.

lunes, octubre 16, 2006

Gastronomía




A veces me dicen que porqué no escribo de asuntos más normales –cosa que me extraña porque normales me parecían mis temas e intereses de reflexión-, como, por ejemplo, los gustos cuya satisfacción, parece, dan la felicidad a quienes logran saborearlos. Que, por ejemplo, hable de comida. Pero no entiendo cómo se puede encargar un escrito reflexivo sobre un tema como la gastronomía, el arte del buen comer o algo así, a quien ni siquiera es sino siendo sido. Sido por toda la educación platónico-judeo-cristiana que valoró el espíritu frente a la animalidad horrenda de la carne. Espíritu que son creencias orteguianas frente a las ideas que fueron las que todavía se llaman de la sospecha. Mayo del 68 frente al siglo de Agustín. Biología contra cultura. Sido de formas tan contradictorias. Retorno a la primera luz de Heráclito, pues. Pero también Hegel nos dejó dicho que nada de lo pensado por el oscuro quedó fuera de su pensar. Sólo queda aceptar el reto de la síntesis. Reconocer el caos de las voces para, una vez más, intentar el coro de la sinfonía.

Se puede aceptar como una forma de placer. Mas el placer no parece otra cosa sino el premio que la naturaleza da al organismo por realizar las tareas necesarias para conservar su individualidad (imposible sin alimento) o mantener la
especie (ya es imposible que nos olvidemos del viejo “gen egoísta”). Los llamados placeres espirituales no serían, si admitimos la verdad freudiana, otra cosa sino sublimación. Con lo que esta-mos en las mismas. O admitimos nuestra naturaleza animal o reconocemos, más o menos religiosamente, que somos algo más que naturaleza, cultura si así se prefiere. Pero siempre, mal que le pese a Darwin, “sobrenaturales”. ¿Síntesis? Ciertamente necesaria en el siglo XXI en que vivimos. Porque la última mitad del siglo pasado fue la de la cosecha de las ideas que pretendieron salvar el cuerpo tras casi dos mil años de vituperio. Con la consabida vuelta, según la que llaman “ley del péndulo”, al otro extre-mo. Basta con observar cualquier kiosko de revistas para constatar como el culto al cuerpo ha dejado en la oscuridad o la rareza las palabras de otro tipo sublimado. Espectáculo que parece tan lamentable como aquél que lo despreciaba y castigaba sin sentido.

¿Volver al consabido término medio aristotélico? Padecerá nuestra originalidad, ciertamente, pero desde siempre es sabido que el objeto de la filosofía no consiste en la originalidad sino en la verdad. Así, no parece que la armonía buscada sea diferente al término medio tan manido. Es decir, mantener el cuerpo en salud, belleza y placer, pero adornado con la pátina cultural-espiritual que hemos construido durante siglos. ¿Acaso la humanidad no es lucha constante contra el mal natural para vencer sus horrendas leyes de violencia con las leyes, sus límites a la vida con muertes prematuras, sus condenas de dolor con droga y medicina? ¿Acaso no es deseo de perfeccionar sus límites, embellecerla más que lo dado –nunca olvidaremos el elogio del maquillaje que hizo el ya viejo Beaudelaire-, crear incluso obras más bellas que montañas y cielos, acaso, más todavía, no son las ideas de belleza y de bondad fruto del espíritu, pensamiento, vida solo humana? Sin poder olvidar que somos, en pleno sentido hegeliano, su conciencia.

Gastronomía, pues, en su centro. Agradable actividad que genera no sólo el placer rega-lado por las fuerzas naturales sino asimismo la belleza de la presentación y de las for-mas, el logro de sabores exquisitos, la compañía de la amistad y la palabra, imagen de felicidad humana aunando, una vez más, materia, afecto y comprensión. Nada diferente el erotismo: agradable actividad que genera no sólo el placer regalado por las fuerzas naturales sino asimismo la belleza de la presentación y de las formas, el logro de sabores, olores, miradas y sonidos exquisitos, la compañía de la amistad y la palabra, imagen de felicidad humana aunando, una vez más, materia, afecto y comprensión. ¿Comprensión? En esas estamos: haz de tu amor sabiduría. Y ¿porqué no también del alimento?


domingo, octubre 15, 2006

Gritos familiares

Son excesivas las ocasiones en que las relaciones humanas se dirimen entre gritos. Como si esa expresión irracional, ese enfado, diera la razón a quien lo emite. Es otra de esas maneras de “violencia de baja intensidad” que, a medida que crecen las posibilidades, pueden transformarse –como sucedía en el machismo de baja intensidad hace poco comentado en este blog- en grandes violencias. Así parece suceder en este mundo. Batan los gritos, del nivel que queramos, para que quienes lo profieren pasen a ocupar el lugar más importante de la actualidad, de la política, de la vida personal. Bastan las acciones violentas para que pasen a ser entes importantes en las decisiones de la sociedad o víctimas que no tenían otro remedio que la misma para poder subsistir. Pero, ¿es realmente así? Más bien parece lo que sigue, centrándonos ahora en las relaciones del hogar, ese lugar que parece últimamente tan peligroso.

Gritar es mostrar frustración, acaso impotencia, sintiendo que la palabra ya ha terminado sus caminos y la violencia suprema es imposible por terror o esperanza. Quien grita a otra persona, sea por una acción o una omisión indeseable, ha admitido que es ella quien debe dominar a la otra a la que se quiere hacer esclava. Es, por tanto, el grito síntoma de deseos profundamente inaceptables por la persona libre. Inaceptables por la persona que desea ser respetada. ¡Cuánto mas inaceptable por la que quiere ser amada! Es, además, camino seguro hacia mayores violencias psíquicas y, a veces, físicas. Camino seguro hacia la huida a otros hogares más cálidos y acogedores. Incluso hacia la soledad donde el silencio puede curar las heridas de los excesivos, y absurdos, decibelios.

La critica suave, por el contrario, hecha siempre con palabras racionales, tal vez irónicas pero de gracia, conduce al dialogo, a la posibilidad de arreglar lo que desagrada sin que la otra persona se sienta despreciada, esclavizada, odiada. Es, por tanto, un mejor camino hacia la paz en las relaciones, hacia la mejora de estas y de sus componentes, hacia la posibilidad de basar de nuevo estas en el amor con sus placeres y no en la guerra destructiva.

Mas, ¿cómo pasar del grito a la palabra después de haber sido proferido? ¿Cómo perdonar el supremo desprecio en que tal grito ha consistido? ¿Cómo cerrar la herida del desamor? ¿Cómo crear puentes si quien grita no busca caminos de suavidad y perdón ni es capaz de reconocer que la respuesta ha sido infinitamente más peligrosa para la relación que cualquier error o mala conducta de la otra? ¿No habrá muchos gritos detrás de las violencias absolutas que nos cuentan? Sólo si las brasas del amor aún se mantienen, sólo si el orgullo desaparece ante la petición de perdón por medio de besos y palabras, acaso se pueda reconducir la situación. Sólo con la promesa de volver a la razón y olvidar los caminos sin salida de los gritos.

En conclusión, siempre llegamos a la primitiva apuesta de la filosofía. No parece haber sino dos maneras de relacionarnos: la violencia y la palabra. Quien elija la primera jamás sabrá de amor humano ni de amistad humana, por mucho que, en apariencia, triunfe ante los borrachos de palabras. Quien elija la palabra tal vez encuentre en los oasis de la vida altas cotas de felicidad, aunque sean relámpagos de luz en la tormenta absurda en que vivimos.

Lo cual no soluciona el problema de qué palabras usar ante el grito, ante el arma, ante la violencia de quienes han decidido no usar los caminos del lenguaje. Acaso la huída sea posible en las relaciones personales pero no está tan claro en lo político y social. En esto parece, una vez más, que las propuestas filosóficas de diálogo y las religiosas de amor no han podido nada, tras milenios, contra guerras, egoísmos y violencias. ¿Mantenemos esperanzas o esperamos simplemente que no nos toque de cerca la sinrazón?

viernes, octubre 13, 2006

Vicios sin nombre



Parece que fue Aristóteles quien, en sus análisis de las conductas humanas, descubrió alguno vicios que, al no tener nombre, pasaban desapercibidos. Como si diera la razón el viejo refrán euskaldún que dice eso de que “todo lo que tiene nombre existe.” Aunque, en buena lógica, no sería correcto, sí que en realidad parece serlo su contrario: lo que no tiene nombre no existe. De ahí la importancia decisiva de quienes crean ideas para entender la realidad. Uno de esos vicios sin nombre a los que se refería el filósofo era el no sentir rabia, el no enojarse, con los actos injustos. ¿Puede, ciertamente, una persona considerarse moral si, al menos, no lamenta, critica, condena, a los poderosos que se embarcan en guerras por intereses totalmente inconfensables, a quienes se enriquecen con la desgracia ajena, a quienes usan a personas para mejorar puestos a costa del bienestar ajeno, a quienes acosan a compañeros, de escuela, de trabajo, por el mero placer de hacer daño? Por ejemplo.

Mas hoy deseba hablar de otro asunto. Un vicio relacionado con la envidia sin identificarse del todo con ella. Me refiero al odio a la excelencia, a la incapacidad de aceptar que haya personas cuya altura moral, intelectual, estética, esté por encima de la normal. Ese odio que se manifiesta en el intento de buscar en estas algo que las reduzca a la miseria moral, intelectual, estética, de las masas. Cosa sencilla puesto que nadie, mucho menos quien aspira a la excelencia y perfección en su vida, a la bondad, a la verdad y a la belleza, ha adquirido la perfección. Con lo cual, cualquier pequeño defecto, cualquier actividad normal incluso, puede ser considerada como definitiva para echar por tierra el esfuerzo de toda una vida.

¿Qué Einstein cambió para siempre nuestra concepción de la realidad? Sí, pero era machista. ¿Que Marx consiguió mejoras sociales que nadie antes hubiera osado imaginar? Sí, pero se acostó con su criada. ¿Qué Leonardo da Vinci creó belleza, creó verdad, creó utopía? Puede ser pero¿no era homosexual? Millones de ejemplos podrían acudir a nuestra memoria para ilustrar este vicio “democrático” que consiste en igualar a todos por debajo. No se puede considerar envidia porque, quienes critican la excelencia de estos personajes y otros, incluso de quienes podemos encontrar en nuestros caminos cotidianos, no desean en absoluto alcanzar tales cotas intelectuales o morales, sino negar incluso su existencia.

¿Qué alguien es capaz de llevar su pensamiento más allá de las miserias económicas de la normalidad? Aunque quien va a criticar nunca hubiera sido capaz ni de pensarlo –por tanto, para él, ni siquiera existe la posibilidad de una vida mejor- dirá que lo hace porque, en el fondo, no le afecta. ¿Qué alguien prefiera sacrificar comodidades por belleza? Pensará que lo hace porque no le faltan comodidades pero jamás se le hubiera ocurrido a quien critica ni siquiera la realidad de tal cosa. ¿Qué alguien dedica sus noches al estudio o la creación renunciando incluso muchas veces a los placeres del amor? Será que la soledad le abruma o busca beneficios que no encuentra a su pesar. ¿Qué alguien valora más el amor o el intelecto que el dinero? Se le recordará, como si tuviera algo que ver, que trabaja sólo por el dinero: no importará que dedique a su trabajo miles de horas más que las normales, no importará que diga que gran parte de su vida es precisamente ese trabajo donde puede crecer moral e intelectualmente. Nada importará ante la evidencia de que también el bueno tiene que comer.

Triste, sí, mas no por ello menos cierto. Siendo así, no extraña que el diablo que aparece en la novela de Guelbenzu, “Esta pared de hielo”, anduviera aburrido al no encontrar grandes almas que, por su alta moralidad, fueran dignas de captar. Si desde niños se desprecia a los que saben, si el modelo de triunfo es la fama sin sentido, si la palabra ética suena a eso que estudian los que no va a religión o, peor, a una clase donde se ponían “videos”, si el dinero, la diversión, el sexo pasajero sin humanidad, son los valores que vivimos, ¿cómo encontrar a alguien que, como en la novela citada, renuncie a una herencia millonaria porque sabe que su origen es la sangre? De hecho, la parte de la adolescencia que me toca intentar educar, respondió al unísono que no ella, por dios, que no sería ella quien renunciara.

¿Nos enojamos, pues, porque esto sea así? No parece quedar otro remedio si no queremos caer también en este nuevo vicio sin nombre, en ese odio sin límites a la excelencia, a los valores de quienes pierden más horas buscando conocimiento que dinero -¿hay alguien que imite hoy a Salomón?-, amor que sexo, interés que diversión, palabras que imágenes, amistad desinteresada que roces de interés. Enojémonos, pues, y no dejemos de intentar elevar la masa de saber, de placer, de amor, de belleza, de libertad, de felicidad y de justicia a nuestro alrededor.

sábado, octubre 07, 2006

¿Machismo de baja intensidad?


Una muy buena amiga mía me contaba la otra tarde un suceso de esos que todavía suelen suceder en la noche pamplonesa. Resulta que unas amigas suyas, tras una cena con compañeras de trabajo, volvían a casa con el sano propósito de descansar junto a sus esposos, novios, amantes o lo que cada una de ellas tuviera. Ya estaban llegando al aparcamiento para recoger el coche cuando se les acercó un grupo de “hombres”, treintañeros como ellas, invitándolas al baile y a la copa en su “maravillosa” compañía. No es extraño que el silencio fuera la respuesta ante unos desconocidos con los que no tenían intención alguna de hablar, mucho menos de alargar la noche, máxime cuando no parecía que sus condiciones físicas ni psíquicas fueran las adecuadas para una relación mínimamente humana. Se supone que ahí debería haberse terminado la historia, si las cosas fueran las que se esperan normales en estos tiempos, tras más de cuatro décadas de feminismo.

No me contaron truculencia alguna, de esas que salen en los telediarios con más frecuencia de la deseada, no hubo realidad de golpe y sangre, pero sí unas conductas sintomáticas de un insoportable fondo machista que, sinceramente, creía –quería creer- desterrado. Unas conductas que debieran ser denunciadas y castigadas sin que atenuante alguno ni genial abogado defensor pudieran oponer nada. Porque aquellos especímenes de forma humana se debieron sentir despreciados por seres inferiores que, en lugar de agradecerles su atención, les pagaran con indiferencia. Aquello no podía quedar así si pretendían mantener su autoestima. De modo que, como hacen quienes se sienten superiores, seguros por fuerza y número, pasaron de la invitación más o menos educada al insulto delictivo.

¿Cómo reproducir aquí, en un lugar que desea emanar sensibilidad, incluso poesía y belleza, tales palabras, si palabras podrían ser aquellos sonidos? Porque tampoco quedaría bien reflejado el asunto si dijera que lo primero que salió de las bocas de aquellos preclaros varones fue el comparar a aquellas mujeres con la característica de los desfiladeros, es decir, con la estrechez. O lo que siguió con sugerencias de necesitar retozos de amor entre apéndices veloces. ¿Fin? Ya se sabe que, cuando el macho es despreciado, sólo se le ocurre comparar a las mujeres que le ningunean –con razón, por supuesto- con las hembras de aquellos animalitos con los que Sansón, tras atarles a la cola fuego, logró vencer a los filisteos.

Curioso asunto, sí, que quienes se sienten atraídos por quienes les parecen ángeles de amor –eso y más estarían dispuestos a decir si fueran aceptados en sus deseos de compañía-, en cuanto comprueban la imposibilidad de acceder a ellas necesitan transformarlos en lo que más desprecian para, así, no sentirse tan impresentables, tan inútiles, tan literalmente indeseables, como realmente son. Un tipo de ¿hombres? que creíamos desparecidos hace años. Como creíamos desaparecidas las violaciones, vejaciones y asesinatos de mujeres basadas en el tópico “la maté porque no quería ser mía”.

Acaso haya quien piense que, comparados con asuntos mucho más graves, esos sucedidos nocturnos son una especie de “machismo de baja intensidad”, pero nadie debe ignorar que –no podemos dejar de citar en este blog al viejo Platón- “cada cual obra mal a medida de sus posibilidades” y que, en cuanto, la ocasión se presente, lo poco se transformará fácilmente en mucho. Porque estas conductas son excesivamente sintomáticas de un machismo que deseábamos vencido pero que, como se vive cada noche, sigue campando en nuestra sociedad. No es extraño, siendo así, que una de mis amigas confesara haber deseado ser Uma Thurman en la película “Kill Bill” y usar la catana para reducir la aparente virilidad de aquellos machitos a su virilidad verdadera.



domingo, septiembre 24, 2006

Víctimas

Hace unos días, noches más bien, dejé mis escritos para contemplar la película Omagh. No tengo costumbre de hacer comentarios técnicos acerca del séptimo arte. Más bien, por deformación profesional y por seguir haciendo honor al titulo de este blog, son las ideas, el conocimiento que puede aportar, las reflexiones que me provoca, lo que me interesa. En este caso, insertos en nuestro país en el famoso proceso de paz, no pude menos de comparar el (insoluble) problema que plantea el film con lo que puede suceder entre nosotros. A pesar de que ninguna situación es idéntica a otra, sólo porque existen algunas muy similares, podemos aplicar ideas generales a muchas de ellas: de otro modo no podría haber ciencia ni reflexión acerca de asunto alguno.



Plantea la película, como es sabido, el atentado del ”Ira Auténtico” en pleno proceso de paz y la desesperación de las familias que ven cómo nadie hace nada por encontrar, encerrar, juzgar y castigar a los asesinos. Porque hacerlo supondría mayores dificultades para esa paz tan deseada durante decenios. ¿No sucedió cosa parecida en nuestra transición cuando se renunció al castigo de los antiguos colaboradores de la dictadura y sus matanzas? ¿No se decidió el olvido para no caer en una nueva guerra civil, que hubiera sido más desastrosa que cualquier otra alternativa? ¿No esperamos dramas similares en España ante la situación de Euskadi? ¿Acaso las asociaciones de víctimas del terrorismo no temen ver paseando tranquilamente a los asesinos de sus allegados por las mimas calles por donde llevan años arrastrando su dolor? ¿No será así a cambio de acallar para siempre las pistolas y metralletas y no aumentar el número de las víctimas?



¿Víctimas inocentes o víctimas culpables? Acaso pueda servirnos de algo la teoría que sobre el cristianismo elaboró ya hace años Renée Girard. Defiende este que, antes del drama de la crucifixión de Cristo, toda sociedad mítica había considerado a las víctimas culpables y, por tanto, merecedoras del castigo impuesto. Postura que hemos vivido durante años al escuchar, tras un atentado, que la víctima “algo habrá hecho” para merecer tan definitivo castigo. Plantea, por el contrario, que el cristianismo introduce la decisiva novedad de la víctima inocente. Idea que, a pesar de la milenaria herencia cristiana del País Vasco, no parece haya abundado mucho en los años de la violencia etarra. Como, por otro lado, tampoco en la “católica” España del franquismo.


Sea lo que sea, en tiempos de pensamiento arreligioso, lo único claro es que las víctimas lo son, en muchos casos -como sucedía en la película que nos produce estas reflexiones- por mala suerte, por estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado. “Daños colaterales”, se diría en el lenguaje cínico de nuestra época, daños inevitables para acabar con el verdadero culpable que, en la mayor parte de las ocasiones, no sufre ningún daño. ¿Ejemplos? ¿Cuántos afganos han muerto mientras Bin Laden parece seguir viviendo en sus refugios? ¿Cuántos iraquíes mientras Sadam se eterniza en los juzgados? ¿Cuántas víctimas inocentes fueron asesinadas en la guerra civil sin alcanzar jamás a Franco, cuántas sin rozar apenas la piel del comunismo realmente existente en aquellos años? ¿Cuántas en nuestra tierra sin que España y Francia hayan cedido un ápice ante las pretensiones de ETA?


¿Servirá de algo la recuperación de la memoria de los muertos del pasado –sobre todo, cuando aparecen esquelas de los dos bandos pretendiendo equiparar los motivos de aquellos enemigos irreconciliables- en vistas a aliviar el dolor del pasado? ¿Servirá el olvido que ahora se pretende, como en la Irlanda del proceso comentado, para aliviar el dolor del presente? No parece tal cosa, no ciertamente para los muertos, no para los mutilados, no para quienes tuvieron la mala suerte de estar donde y cuando no debían. Se lavarán algunas conciencias, no lo niego, acaso se termine de una vez con los métodos violentos (cosa que tampoco parece demasiado clara) pero las víctimas no habrán tenido otra función que ser moneda de cambio de los que quedan vivos, no habrán tenido otra razón de ser que la mala suerte, causa no digna ni heroica, motivo absurdo. Todo lo más, mártires para un parte de la sociedad (magro consuelo para el muerto) y culpables para la otra.


¿Podría haber algún acercamiento, centrándonos en nuestro proceso, a la justicia? ¿Qué se podría reglar a las víctimas y familias a cambio del silencio y la renuncia a la condena? ¿Sería mucho pedir que el bando que espera lograr algo a cambio del abandono de las armas, aceptara la cárcel para quienes asesinaron a víctimas nocentes? Seguramente sí. Porque lo único claro desde el punto de vista humano, individual, que no político, es que las víctimas son victimas y punto. En los países ricos tal vez las familias reciban una compensación económica, en los pobres ni siquiera eso.


¿Conclusión? Si es ya tópico el ¡ay de los vencidos!” lo mismo podemos decir “ay de las víctimas”, pues a ambos grupos se les puede aplicar el rotulo del infierno: “abandonad toda esperanza quienes aquí entréis”. Otro drama sin solución, otro camino para aumentar la masa de sufrimiento, que ya hace milenios era insoportable: por mucho que Hegel hablara de las argucias de la razón o los cristianos del Dios que escribe rectos con renglones torcidos -incluso estos, si fueran ciertas su creencias y alcanzaran el paraíso, nunca podrían olvidar el plus de sufrimiento que otros beatos no tuvieron que pagar-. ¿Futuro? Esto continua.

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